RECUERDOS DE VENTURITA
Por Luis Sexto
Un personaje de novela
Mi encuentro con Ventura Morejón ocurrió, creo, en 1993, cuando aún yo estaba documentado como un hombre feliz. Acompañado de un fotógrafo de Bohemia llegué a la Ciénaga de Zapata para entrevistar al actor Manuel Porto, establecido allí en una “inmigración” que contrastaba con la emigración de varios de sus colegas. Luego de grabar la telenovela titulada Cuando el agua regresa a la tierra –de dilecta memoria-, Porto, con la anuencia y el apoyo de Faustino Pérez, fundó allí un grupo de teatro, decidido a levantar los hornos del carbón espiritual mediante la leña de la cultura.
Al día siguiente, regresábamos a La Habana. Pero a invitación del actor, decidí viajar a Maneadero –60 kilómetros hacia el oeste- para conocer a Ventura Morejón, una especie de modelo del Ventura Fundora que Porto encarnaba, con ademán telúrico, terroso, arbóreo, en la telenovela entonces en el aire.
-¿Podrá ser el personaje de una crónica? –pregunté.
-A lo mejor –prometió Porto.
Formalmente Maneadero ya no existía. Poco tiempo atrás se le había acabado la referencia de ser el sitio habitado más occidental de la Península de Zapata, cerca de la ensenada de la Broa, y desde donde, en bongo, se podía pasar a Güines. La gente se había mudado a puntos más céntricos. Quedaba en pie una casa de madera que aguardaba despedazarse: la antigua tienda; en torno se dispersaban los cimientos enyerbados de varios bohíos. Era un poblado desierto. Fantasmal. Y por ello el silencio nos llegaba más sobrecogedoramente, porque donde vivió la gente, permanece el olor desgarrado del vacío...
Olor que, sin embargo, no venía solo. Un tanto escabullido, sirviendo de frontera entre la manigua rala y el monte oscuro, el bohío de Ventura Morejón nos enviaba el aroma de chicharrón recién frito. En un corral, el viejo, con 77 años, marcaba con sus señas las orejas de tres o cuatro puercos y les propinaba luego una tierna cuchillada en los testículos antes de echarlos al monte a criarse. Era mínimo, como Pulgarcito. Fibroso como las raíces de una ceiba. Locuaz y ocurrente como hombre habituado a hablar con flores o con ramas de soplillo o yana. Cuando acabó su faena castradora le dijo a Porto que estaba muy bravo, porque en la novela habían puesto cosas que no eran su historia. Tras oír la explicación del actor, aceptó que a las novelas había que ponerle su poco de mentira para que las personas las creyeran.
Después, sentados en el patio, entre bocados de masa frita, oí su historia. Qué le cuento, si no que nací en la misma Ciénaga, en El Roble, en tierras del Estado que algún fulano reclamaba para sí con trampas, pero cuando vino Fidel dijo la verdad: Aquí nadie le compró tierras a Dios. Soy el sexto de nueve hermanos; me querían mucho, porque yo era enfermizo, asmático.
Creció corriendo detrás de las vacas y los puercos jíbaros; tenía el cuerpo zurcido por los colmillos de mil lances. Y no tengo hijos; me casé tarde, hace diez años; esperaba a una mujer que sirviera de verdad, y aquí está conmigo, en la soledad que me gusta.
A los 20 se dedicó a cazar cocodrilos. Al cocodrilo no hay que huirle, si le viene para arriba usted le tira la gorra a un lado, y él va a buscar lo que usted tiró. Y ahí mismo lo golpea con un palo en la cabeza y el bicho obedece. Al parecer, y a pesar de su escueta anatomía, Ventura no se espantaba ante ningún animal de la Ciénaga. Ni fobias ni miedos podían influir en su psicología agreste, habituada a afrontar el peligro, el desamparo. Sin embargo, me equivoqué al valorar a aquel hombrecito que ya consideraba como mi personaje. No resistía oír hablar de los majaes. Se doblegaba. Una vez, de joven, fue a sacarle la manteca a uno y al rajarlo con el cuchillo, el animal me cagó todo y me manchó una camisa azul.
-Majá? Qué asco –dijo.
-Qué lastima –lamenté.
Y Ventura ripostó:
-¿Y qué quiere? Yo no soy perfecto. ¿Eh?
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