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PATRIA Y HUMANIDAD

Historia

MEMORIES OF COURAGE AND INTEGRITY

MEMORIES OF COURAGE AND INTEGRITY

By Luis Sexto
 

Yesterday I read a book that looks at Havana from a pretty much forgotten,
or at least for many, unknown perspective. Only a few among those who live
in the seductive Cuban capital will recognize certain names, references to
places, businesses and people. «They took me to the Decima,» or «coming into
the El Encanto,» or «Carratala told me,» or «Miguelito the Niño hit me.»
What do these names mean to most people? Almost nothing, I guess.

That’s why this book was written, so that these memories do not vanish with
the passing of time. They are memories, memories that ooze blood, pain,
doubt, fear, anguish and, especially, integrity and heroism. In
Clandestinos: heroes vivos y muertos (Clandestine fighters: live and dead
heroes), author Gaspar Gonzalez-Lanuza, a great promoter of culture and the
arts who also fought in the war against oppression, keeps alive the actions
and dedication of those people in Havana who rebelled against the injustice
and corruption during the Batista administration, putting their lives in
peril by supporting the Rebel Army, fighting in the mountains. The
clandestine struggle was a paradoxical front rearguard of the guerrillas.

I like memories. It is a pleasure to know about the lives of people who, yet
unknown, tell us about their participation in events that have always been
summarized by historians, trapped in generalizing. Memories and anecdotes
are the most important and attractive part of history.

Gonzalez-Lanuza —son of a renowned internationalist fighter in
Spain— brings
alive his participation in the
Cuba’s 1950s revolutionary struggle,
subordinating his exploits to those of collective action. The author
minimizes his personal story, highlighting the actions of his partners and
leaders; people who demonstrated exceptional degrees of courage and
sacrifice.

Among the books highlights are previously unpublished details that greatly
impacted fighters, such as the murders of
Lydia and Clodomira Acosta.
Gonzalez-Lanuza was in a privileged position; he had the mission of
protecting
Lydia. But all his experience in the clandestine struggle, his
care and concern were unable to prevent the tragic and heroic end of the
clandestine messengers. With his proximity and links to both women,
Gonzalez-Lanuza provides the reader with great detail of the tragic event
and the final resting spot of their bodies.

Clandestinos: heroes vivos y muertos is a good and enjoyable read. While
maybe not an example of high prose —the author is not a professional
writer—, the book is neither a dry account, characteristic of reports. At
times the style tries to be objective; at others, lyrical, trying to show
the intimate circumstances surrounding the clandestine fighters. And the
author achieves this intimacy, especially in the final chapter where he
tells us about his arrest and tortures. When we write, we must try and find
the most impacting effect to try to captivate the reader. I would have liked
to have read the chapter entitled «En la Decima Estacion (At the tenth
station)» at the beginning of the book. It is the best of all chapters
because it is the most personal one.

 

This book, published this year by the Ciencias Sociales Publishing House,
revives a
Havana that has already vanished with the passing of time and one
which is important to remember. It brings us closer to a stage in history
when the best of the Cuban people reached an instant of glory, opening the
road for future successes; a stage which we should never forget.
 

HUMO EN LOS OJOS

HUMO EN LOS OJOS

Por  Luis Sexto

Dos de las paradojas en la historia del tabaco se relacionan con  John F. Kennedy y José Martí. Imaginemos pimeramente  al presidente de los Estados Unidos violar las reglas del bloqueo económico contra Cuba, para conseguir y fumar un habano, y reflexionemos luego en que  el adalid de la independencia de Cuba no fumaba. ¿Paradójico, no?

Aunque no las enumeraremos todas, paradoja resulta también aquella del estanco que la monarquía española le impuso al tabaco cubano en el siglo XVIII: cuanto más codiciada la hoja en el mundo europeo y americano, más trabas para comercializarla. La estupidez, por lo visto, no respeta jerarquías.  

En Cuba, fumar es como un signo de cubanía., aunque ahora se sepa que hace daño a la salud. Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, El Cucalambé,  poeta del paisaje y las costumbres campesinas en el siglo  XIX y a veces cultor ingenuo de los temas aborígenes, puso en uno de sus poemas a un cacique “con un tabaco en la boca”,  hojas torcidas a mano como un candil, una antorcha,  que a los conquistadores les pareció la réplica de un dragón. 

Después, muchos cubanos fumaron o fuman el tabaco envuelto en sí mismo, sin intermediarios de papel y química aditiva, como en los cigarrillos. Algunos  también alternaron, y alternan, ambas formas. Pero para ciertos momentos, tal vez la lectura del periódico o para meditar, eligen el tabaco. Puede suponerse, pues, que en el fondo de ese hábito, en el acto de fumar un puro, aunque se conozca que lastima a la salud, jadea, como se presume, una actitud de cubanía, semejante a una ceremonia con la cual se busca expresar una pertenencia, o mezclar el oxígeno de la sangre con las cenizas de la tierra.

Se aprecia esa voluntad acendrada de imbricarse con un hábito de entraña nacional en cubanos ligados a su identidad  desde la cultura, el arte, la política. Expelieron, en algún período del día, las señales de humo de su imbricación cubana.  Famosa es la foto de José Lezama Lima, poeta y novelista de mundial repercusión, detenida por el ojo oportuno y rápido de Chinolope, donde el autor de Paradiso muestra un puro entre sus labios barrocos y místicos con el que parece llamar a sus orígenes.

Un poeta distinto, de otra cualidad en su estro, Raúl Ferrer, portaba como una valija esencial eso que en un poema él llamó “tabaco que elaboran dedos sabios (...) algo tan puro como el mismo verso”.

Don Juan Gualberto Gómez, el hombre de Martí en Cuba, el mulato que usaba la palabra como sable, o estilete, el independista de argumentos precursores sobre la igualdad racial, el hombre que se educó en París y comió siempre en Sabanilla, su lugar de nacimiento en Matanzas, arrastraba un habano con la afilada paciencia de su patriotismo inclaudicable.

Y a Carlos Enríquez pudiera pintársele con un puro como pincel. ¿No podría intuirse que esa gasa flamígera que envuelve sus cuadros es humo de tabaco, humo que algunos de cuantos lo conocieron creyeron apreciar también en su mirada?

Benny Moré, Cuba hecha ritmo en la voz y los gestos de un cubano, fumó también habanos, y quizás alguna vez lo humedeció en el ron, fluido entrañablemente nacional. A José Luciano Franco, visceral y longevo historiador, lo sorprendí durante nuestras entrevistas con una breva entre sus dedos. No por azar su conciencia cubana empezó a formarse en una tabaquería. Como la de Gaspar Jorge García Galló, memorable profesor que explicaba filosofía con la misma claridad de un juego de béisbol, a pesar de las nubes azulencas de su cazador.

La lista amerita mucho papel. No cierro esta especie de especulación sin evocar al Che Guevara. En qué fotos no lo vemos con un tabaco, hecho un cabo, un mocho, como queriendo introducirse a Cuba en la planta combustible que junto con la caña la ayudó a erigirse en nación. 

Y dicho esto uno se pregunta, como el arqueólogo ante el volcán y la pirámide: ¿qué fue primero, el habano o la torre de un ingenio, tan similares ambos en geometría y espíritu nacional?  Al menos sabemos que las manos y el tabaco existían ambos antes de su confluencia. Pero ahora, el habano no podrá existir sin las manos del torcedor cubano.

Hay que admitirlo. El  habano  sobrepasa la calidad natural de la hoja cubana. No lo busque en un secreto o en una gracia de la agrotecnia. Ni pretenda hallarlo en un criptograma legado por los aborígenes que la cultivaban y degustaban sahumándose en un rito de sibaritas ingenuos.  Lo encontrará en su confección. Limpiamente artesanal. Fluido intercambio de familiaridad entre la materia prima y el obrero. Pruebe fabricarlo a máquina y el puro empezará a ser impuro, porque le faltará la poemática energía, la personalizada ternura de las manos.

Una convicción predomina en los fumadores. Creen que sería despojarlo de la autenticidad torcer un habano en la inconsciente faena de una maquinaria. Los adelantos de la ciencia o la técnica son a veces intermediarios que en lugar de ayudar al hombre a asumir su plenitud, lo vacían de su humanidad. Ciertos actos no toleran el distanciamiento. Como el amor. Jamás un robot podrá servir una mesa con una sonrisa caliente, ni un beso podrá humedecerse mediante el teléfono o el correo electrónico. Y el habano genuino es el resultado de un proceso amoroso desde el semillero hasta el taller.

Así también lo piensan extranjeros famosos: nada como el habano, el plantado, cultivado, secado, torcido en Cuba. Lo pensaba Kennedy. También Wiston Churchill, por ejemplo. ¿Dónde no aparece mordiendo una aristocrática y aromática cápsula de vitalidad fabricada por manos cubanas?  Ambos, que nada los ligaba a Cuba, gustaban de beberla en el misterio de la hoja, el humo y la sangre. Como una de las paradojas más inofensivas del tabaco y su historia. 

EL MONUMENTO AL MAINE

EL MONUMENTO AL MAINE

 Por Luis Sexto 

No es extraño ni dudoso que en la Habana y otras ciudades de Cuba existan bustos, monumentos y edificios que recuerdan a ciudadanos norteamericanos cuyas acciones  colaboraron a que entre los dos pueblos predominaran relaciones de amistad y cooperación, en un proceso de mutua influencia cultural.

El transeúnte que  pasea por el parque dedicado al más fecundo y célebre de los educadores cubanos, José de la Luz y Caballero, frente al canal de entrada de la bahía de La Habana, encontrará los bustos de los pedagogos estadounidenses  Mattew Hanna y Alexis E. Frye.  Ambos  --junto con los cubanos Esteban Borrero Echeverría y Eduardo Yero Buduén-- organizaron la enseñanza en Cuba después de que España se llevó los despojos del régimen colonial y dejó su secuela de atraso y desorden.  

Hacia el centro de la ciudad antigua, en el Parque de la Fraternidad  Americana, una cabeza de Abraham Lincoln emerge entre los próceres hispanoamericanos y otros personajes universales de la política, la literatura y la ciencia como Víctor Hugo y Luis Pasteur. El nombre de Lincoln perdura también en Cuba como nombre de un central azucarero, en el municipio de Artemisa, provincia de La Habana, y también bautiza  escuelas del sistema nacional de educación.

Otra fábrica de Azúcar, en la provincia de Villa Clara, lleva el nombre de George  Washington. Y calles de zonas populosas de la capital cubana se llaman como el padre de la independencia norteamericana.  

Seis de las ciudades más importantes del país -–que hasta 1976 fueron las capitales de las seis provincias cubanas que constituían al antigua división político administrativa-- conservan los edificios de los institutos de segunda enseñanza y también de las audiencias provinciales construidos en las primeras décadas del siglo XX.  Se caracterizan por su estilo neoclásico que les presta la solemnidad y seriedad que distingue tanto al estudio como a la justicia. Su perdurabilidad en el paisaje urbano componen un homenaje a mister Newton quien, durante la segunda intervención de los Estados Unidos en Cuba, entre 1906 y 1909, dirigió el departamento de construcciones civiles del Gobierno. Newton reintrodujo en Cuba el clasismo y formó varios discípulos como expertos de otros estilos académicos, con lo cual la arquitectura cubana, hasta ese momento casi sin maestros, quebró ciertos modelos empobrecedores, como el Art Noveau, que, de acuerdo con el historiador Emilio Roig, dispersó fantasías, exageraciones y extravagancias. Aunque alguno de esos edificios se levantaran después de su paso por Cuba, sus diseñadores siguieron las ideas y propuestas del creativo arquitecto norteamericano.

Algunas de estas obras, hoy remozadas, como el instituto de segunda enseñaza número 1, hoy llamado José Martí, en la capital, continúan ilustrando un período afortunado de la arquitectura nacional.

El monumento más discutido en una época es el consagrado a las víctimas del Maine.  Para los cubanos, la explosión en el puerto de La Habana de ese acorazado de la Armada de los Estados Unidos, el 15 de febrero de 18898, fue el origen visible de la intervención norteamericana en la guerra que los cubanos libraban frente a España por su independencia y que, al contrario de sus fines públicos, solo sirvió para frustrar las aspiraciones independistas de Cuba. Tras el cese de la intervención, la Constitución cubana se encadenó legalmente a la llamada Enmienda Platt,  que limitaba al visto bueno de los Estados Unidos la economía y la política nacional.Es comprensible que la mayoría de los cubanos, desde 1902 en adelante mantuvieran su sensibilidad patriótica zaherida. Por muchos años incluso ciertas opiniones llegaron a pensar que la voladura del Maine había sido el resultado de una conspiración autoagresiva. En  1998,  la Editora Política de Cuba publicó un libro del historiador Gustavo Placer Cervera, en el que el autor actualizaba el trágico episodio y exponía los resultados de las últimas investigaciones de peritos e historiadores norteamericanos sobre el origen de la explosión. 

Los especialistas reconocen la posibilidad de que hubiera tenido origen dentro del buque, tal vez en un incendio fortuito o una chispa de carbón espontánea;  o también en una mina exterior colocada con fines de sabotaje por el integrismo español, hipótesis que los círculos militaristas y expansioncitas –recuérdese que Mac Kinley le había propuesto a Madrid  comprar a Cuba- aceptaron desde el primer momento como la única razonable.

Tal vez nunca pueda saberse la causa exacta y el hecho se convierta en un enigma de la historia americana. Pero una conclusión es cierta: la explosión de Maine fue empleada como pretexto por la Casa Blanca, para declarar una guerra que ya los sectores más belicosos y los periódicos de Hearst y Pulitzer  venían preparando.El monumento,  aprobado por decreto presidencial en 1913 y construido en 1925, sigue en pie, erguido sobre su plataforma, en su plaza frente al mar y cerca del Hotel Nacional, exhibiendo cañones y cadenas del buque y con la tarja que guarda en bronce el nombre de las 288 víctimas.

La Revolución, que rescató la soberanía lacerada y las riquezas nacionales sustraídas, no lo demolió. Respetó el recuerdo de los marinos muertos. Solo, en 1960, echó abajo el águila  que en pose agresiva remataba el monumento. Pablo Picasso, según publicó entonces la prensa, prometió esculpir una paloma de la paz para sustituir al gran pájaro depredador. Pero se le olvidó o no tuvo tiempo.Una paloma es lo que todavía le falta. Porque al águila nadie la echa de menos.

CUANDO LA CAÑA SE MOLÍA CON AGUA

CUANDO LA CAÑA SE MOLÍA  CON AGUA

Por Luis Sexto

Una estampa colonial

Don Nicolás Calvo de la Puerta y O’Farrill, al descender hacia el poblado de Güines, ordenó al cochero que detuviera la volanta. Lo acompañaba el técnico francés Julián Lardiere que, experto en la fabricación de azúcar, comentó eufórico mientras se extasiaba ante el lienzo de verdor de la llanura: “Nunca he visto tierra más propicia”. Ambos respiraron hondamente. Y don Nicolás, el prohombre que enterrarán en 1800 con la banda de los caballeros de Carlos Tercero, asintió formulando un propósito: “Tiene que ser nuestra”. Era, en suma, como la tierra prometida para su clase. Y allí mismo, el mañoso hacendado, plantó en su imaginación centenares de cañaverales que prometían, en unidad con 300 trapiches movidos por el agua, una riqueza que nadie antes había ambicionado, ni poseído, en Cuba. 

El origen estuvo en el agua. Madre de la fertilidad y del movimiento, bajaba en el Mayabeque desde las distantes lomas de Jaruco, y al entrar en el valle se repartía, como una mano que multiplicara sus dedos, en zanjas y canales naturales para que los agricultores la domesticaran.  Ese fue el origen del Alejandría, uno de los más poderosos ingenios de aquella “época feliz”, según la frase de don Francisco de Arango y Parreño al evaluar los tiempos cuando la industria azucarera en La Habana, aprovechando las ruina de la colonia francesa de Haití, tras la revolución antiesclavista, comenzó a desbordarse descuerando espaldas de esclavos. Y  primeramente quemando vegas para, mediante el terror, expulsar a los cultivadores de tabaco hacia las tierras casi desconocidas de Vueltabajo y usurparles aquellas que,  muchos años más tarde, los escolares cubanos aprenderán a reconocer como “las más feraces de Cuba”. 

Estábamos a mediados de la década de los 80 del siglo XVIII. Históricamente preciso, en 1784. Hasta esa fecha sólo se erguían cansinamente en el valle del Mayabeque cuatro o cinco cachimbos. Hacia mediados del decenio siguiente, pasmaban por su capacidad de zafra ingenios como La Ninfa, de Arango y Parreño,  a cuyo largo foco intelectual adjuntaba una notable habilidad económica; de él partió la idea de viajar a otros países con fines de inteligencia empresarial: ver cómo fabricaban azúcar para copiarles  subrepticiamente los modos y las fórmulas. La Ninfa era el más poderoso ingenio del mundo en esos años. Sus mazas se movían al empuje del agua. Al igual que el vecino Nueva Holanda. Tal vez, el Amistad.

ENTRETELONES DEL PODER

 El nombre de Amistad contenía toda la intención que entonces podía caber en los negocios azucareros de los hacendados criollos. Fue un regalo. Exactamente un gesto de “amistad” hacia el Capitán General don Luis de las Casas,  quien, aunque promovió iniciativas de progreso como la Sociedad Económica de Amigos del País, gustaba del dinero y del lujo. Las leyes españolas le prohibían, como gobernante, intervenir en negocios, poseer propiedades en la colonia. Sin embargo, no iba a desdeñar el obsequio de aquellos criollos emprendedores ansiosos de transformar la Isla en un barracón y arruinar a cuanto labrador pequeño  entorpeciera los caminos del azúcar. Y el Amistad, cuyo nombre perdurará hasta hoy en la zona, se cobijó en los inventarios de don Luis. Para burlar el posible rigor de un juicio de residencia, lo ocultó bajo la aparente propiedad de un tal Joaquín Aristaraín.

Pero no le bastó uno. Si un ingenio valía como un amigo constantemente útil y dadivoso, mejor eran dos. Y aproximadamente finalizando el siglo XVIII, el Alejandría, o el San Francisco de Alejandría, se irguió a un kilómetro y medio al sur de Güines.  Aún ningún historiador ha indicado el año en el que se concluyó de construir. Quizás ya en 1800 sus trapiches horizontales trituraban la caña. Estadísticas de censos y réditos apuntaron ese año que don Pedro Pablo O’Reilly y de las Casas había producido determinada cantidad de azúcar. Don Pedro Pablo aparecía como propietario del Alejandría, aunque el documento no menciona que el azúcar se hubiera fabricado en este ingenio. Este hacendado fijó su nombre en Güines hacia l783. Y llegó allí remolcado por la dote de siete caballerías de tierra que  aportó al matrimonio doña María Francisca Calvo de la Puerta, tercera Condesa de Buenavista. Un apellido recurrente.  Recurrente también el segundo del consorte. Don Pedro Pablo era sobrino de don Luis de las Casas.

Desde l794 había recibido la Real Carta de Sucesión que lo habilitaba como segundo Conde de O”Reilly. Procedía de una familia irlandesa que, en los inicios del XVIII, se trasladó a España para servir militarmente al Rey. A mediados de la centuria, varios de los O’Reilly se radicaron en La Habana. En l8l5 don Pedro Pablo recibirá el grado de Mariscal de los Ejércitos Reales. Ahora, al comenzar el siglo XIX era un hacendado rico, sobrino de otro más rico. Y el tío, quizás para proteger la propiedad del Alejandría, usó al sobrino como testaferro. Pero don Luis, esta vez, no disimuló. Relevado como Capitán General en 1796,  mientras se edificaba el ingenio, revisaba los trabajos y ordenaba ejecutar detalles de la que entonces se ganará el crédito de “sin par obra de la ingeniería”. El nombre tal vez provino de Alejandro O’Reilly, otro sobrino del ilustre déspota. El predilecto.

UNA VISIÓN INDESEABLE

 De cuantos ingenios se levantaron en la acuosa y en algún trecho cenagosa llanura del valle del Mayabeque, sólo permanecen los restos del Alejandría. Fue demolido en l889. Y los indicios permiten aseverar que hizo zafras hasta casi esa fecha. Álvaro Reynoso, el sabio agrónomo, pasó por allí el 10 de enero de 1885. Ya entonces el ingenio había cambiado varias veces de propietario. Reynoso se lamentaba y se asombraba que el agua empleada para hacer girar la “hermosa rueda hidráulica”, haya que verla explayarse por la finca sin que se utilizarara para regar los cultivos. La concesión solamente autorizaba el empleo del agua como energía. “Parece imposible, comenta en sus apuntes, que los primitivos dueños del Alejandría hubieran cometido el descuido de no pedir la concesión para regar.” 

El periodista está ahora  en el sitio del ingenio. “En todo tiempo ha habido hombres inteligentes”, dice Francisco Díaz Carballo, trabajador de la hoy finca Alejandría. Vino a este paraje “muy  chiquitico”. Ahora lo alejan de aquellos  tiempos 75 años. Pero bueno es haber vivido. Y Francisco dice recordar a un mayoral que vio moler a este ingenio. Sí, viejo. Eran hombres inteligentes los que lograron que el agua empujara a las mazas del ingenio, que allí cerca  someten el hierro fundido de su redondez al orín de la intemperie. Al lado, perduran las arcadas que sostienen el canal, especie de acueducto romano, por el cual discurría el agua hasta caer, desde tres metros de altura, sobre la rueda que al girar trasmitía el movimiento a las dos mazas.

Inteligentes fueron, en particular, sus constructores franceses: el mencionado Julián Lardiere y Esteban La Faye, contratados, entre otros, por los hacendados para dotar a la industria criolla de los adelantos técnicos de Europa. La Faye inventó, sobre todo, el trapiche horizontal. Más dúctil y eficaz que los verticales. El agua, no. Estaba en la  génesis del valle del Mayabaque. Décadas antes, algunos cachimbos habían intentado emplear el agua del Almendares en vez de bueyes para mover los trapiches. Pero no acertaron. 

Desde una zanja, en cota cero de altura, los técnicos del Alejandría trazaron un canal de unos mil metros de largo y 2, 40 de base. En los últimos 400 hasta el colector lo subieron sobre arcos de mampuesto y ladrillos de “sección muy delgada, conocidos como de panetela”

Pero esto se muere –se queja el viejo. Miro en torno nuevamente. Y veo cómo  la manigua y los  jagüeyes con sus raíces de tentáculos parásitos chupan la precaria persistencia de la arcada, y la casa del mayoral se tambalea.

-Sí; todo se muere. Todo. 
 

LA HISTORIA LOCAL

LA HISTORIA LOCAL Por Luis Sexto

Lo aprendí tardíamente. De adulto. Crecí sin que nadie me dijera que en la porción sur de mi pueblo, bajo unos mangos, amarraba su hamaca o su caballo el Mayor General Francisco Carrillo. No había entonces historia local. Ni geografía de patio. Qué emoción cuando, muchos años después de marcharme, supe que aquel río donde me bañaba se nombraba Caunao.

También me sentí, que es lo esencial, más apegado a mi pueblo cuando conocí en apolilladas lecturas sus vínculos con el mambí remediano de las tres guerras. Si toda esa crónica local, si todos esos valores se me hubieran impartido allí, en mi pueblo, mi conciencia cubana habría sido más raigal, más palpable. Porque qué lejanos me parecían Demajagua, Baraguá, Baire, Las Guásimas, Jimaguayú, la calle Paula, el Castillo de la Punta. Que privilegios el de aquellos orientales y camagüeyanos y habaneros que nacían o morían en sitios con tanto eco glorioso.

Mi pueblo, sin embargo, poseía también su privilegio histórico. Había entregado su aporte a la nación. Pequeño, pero propio. Ahora ya no me avergüenza que mi villorrio natal apenas se aprecie en el mapa junto a Remedios. Mi mapa histórico es, en mi conciencia, más profundo. Parte de aquella aldea de tres o cuatro calles y casas de madera y tejas, cuyo origen radica en unos mangos insurrectos y se agranda con la presencia de Camilo Cienfuegos y una conferencia azucarera en 1958.

Estoy convencido. La identidad nacional brota, se apuntala, se consolida en la historia local. La gente ha de saber que en el sitio por el cual entró en la vida y donde asimiló los amores y valores primeros y decisivos, o donde reside, vivieron antes otros seres que añadieron pensamiento y acción fundacionales a viviendas y paisajes. El pasado del lar municipal no está vacío. El espacio –como reza un verso en crítico recordatorio- no puede pertenecer sólo al último que vive. Uno habita en el vacío que antes colmó otro. Soy, en cierto sentido, por aquel que es mi vecino y antecesor en la tradición. Mi semilla.

El ombligo de la historia y la cultura no exhibe su oquedad en el abdomen del último, sino en el del primero. El cordón avanza hacia atrás. Y a él debo el perfil iniciático. Aunque a veces lo olvide culposamente. O porque nadie se aplicó en mantener la historia local como vasija básica dentro de la formación cívica.

El Cuba insiste en el cultivo de la historia aparentemente sin importancia de la localidad. ¿Para qué se establecieron museos y comisiones de historia, y se han repartido medios de impresión, si no para ejercer como crisol de ciudadanía, como contrafuertes de la identidad y la cultura nacionales? Entre lo bueno que nuestros municipios pueden ofrecer en la batalla actual de la nación por preservar su independencia y su justicia, están la firmeza y la convicción presentes. Pero, además, el gesto de ayer que es trampolín del de hoy. La historia comienza en casa.

Del brazo de mi General Carrillo, que respiró el aire que más tarde respiré, ando por las avenidas de la historia de mi patria. 

EL MANIFIESTO DE MONTECRISTI

EL MANIFIESTO DE MONTECRISTI

Por Félix Jacinto Bretón 

Montecristi. Con un variado programa de actividades, que incluirá un desfile y presentaciones artísticas entre otras, se recordará aquí el 112 aniversario de la firma del histórico Manifiesto de Montecristi, considerado como el acontecimiento de mayor trascendencia que vincula a República Dominicana y Cuba. 

La jornada, que se iniciara a partir de las 9:00 de la mañana del sábado 24 y que culminará en horas de la tarde del domingo 25, estará dedicada por completo a los Cinco cubanos antiterroristas presos en cárceles norteamericanas: René González, Antonio Guerrero, Gerardo Hernández, Ramón Labañino y Fernando González. 

El sábado, en horas de la mañana, arranca el programa con un taller sobre los conceptos filosóficos e ideológicos del Manifiesto, con entrega de certificados a los participantes, en la Casa Museo. A las cinco de la tarde se dará el recibimiento oficial al nuevo embajador cubano en República Dominicana, licenciado Juan Astiasarán, en los salones de la Gobernación Provincial, y en la noche habrá presentaciones artísticas diversas.

En los mismos salones, el grupo de Teatro Makey, de esta ciudad del Morro, presentará la obra “Firma del Manifiesto de Montecristi”, lo que ocurrió el 25 de marzo de 1895 justamente 112 años atrás en este legendario pueblo “noroestano”. 

EL DOMINGO 

Un desfile desde el liceo secundario Jose Martí hasta la Casa Museo Máximo Gómez, precederá las actividades de este día. Será encabezado por estudiantes de este  plantel educativo, las delegaciones presentes y personalidades diversas, informó el Comité Organizador. En la Casa Máximo Gómez se desarrollará un acto donde se rememorarán  los episodios que marcaron la firma del famoso Manifiesto y las visitas que, repetidamente, hizo el apóstol Jose Martí a estas tierras en procura de conquistar al Napoleón de las Guerrillas para que se integrara a la lucha emancipadora de Cuba, sin más que ofrecerle que “el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”. 

La velada preparada incluye la presentación de dos obras teatrales: Duarte, prócer de la República Dominicana y Francisco Alberto Caamaño y la Revolución del abril del 1965, las que estarán a cargo de los grupos de teatro Justicia Global y Anacaona, de Santo Domingo. El escenario será el Club del Comercio, Incorporado. Los actos son organizados por el Comité Montecristeño de Amistad y Solidaridad con Cuba de esta localidad que dirigen el doctor Bolivar Ureña y el ingeniero Arismendy Rivas, con el apoyo Coordinadora de Amigos de Cuba, encabezada por Claudio Távarez Belliard. 

 Numerosas delegaciones del país han confirmado su participación en estos actos, siendo la principal la de la Embajada de Cuba que estará encabezada por su principal representante, el honorable señor embajador Juan Astiasarán. También han confirmado su presencia, la Campaña de Solidaridad con Cuba en el país, una nutrida delegación de Bani, cuna del Generalísimo, de médicos haitianos graduados en Cuba, del Comité de Solidaridad de Santiago de los Caballeros y de otros pueblos de la región.   

UN AMERICANO EN CAMAGÜEY

UN AMERICANO EN CAMAGÜEY

Por  Luis Sexto 

El nombre de La Mosca, barrio periférico de Camagüey –unos 600 kilómetros al este de  La Habana-, parece proceder, según ciertos juicios, de la corrupción prosódica del apellido de Carlos Muecke.  Muecka fueron pronunciando algunos al referirse a ese norteamericano que en 1904 se avecindó en  la ciudad después de haber militado en las filas del Ejército Libertador,  durante la guerra de independencia de Cuba.  

Más tarde el apellido Muecke pudo derivar en Muesca y finalmente en Mosca. Especulaciones aparte, lo cierto es que Carlos Muecke Bertel, nacido en 1866 de padre alemán y madre holandesa, adquirió en 1906 la quinta llamada La Mosca, en Camagüey, y con los años el urbanización de la ciudad en ese sector recibió el nombre de la propiedad del mambí americano, posiblemente como un homenaje por haber servido a Cuba en el campo de batalla contra España.  

En su juventud, perteneció por unos diez años a la Guardia Nacional de Nueva York, en cuyo cuerpo mereció el grado de primer teniente.  Se afilió a la masonería. Y en 1996 desembarcó por las costas de Varadero en la expedición del buque Comodoro, enviado por la Junta Revolucionaria de Nueva York. Sirvió como dinamitero en el Quinto Cuerpo del Ejército Libertador, en Matanzas, particularmente en Jagüey Grande y la Ciénaga de Zapata, en el sur de la provincia. Nueve meses más tarde fue transferido al Primer Cuerpo, en el oriente de la isla, en zonas de Santiago de Cuba, San Luis y Ramón de las Yaguas. Luego pasó como artillero al Segundo, más al oeste del Departamento Oriental. Terminó la campaña en 1898 con el grado de capitán. Oficialmente, en el índice del Ejército Libertador se le reconoce haber ingresado a filas el 20 de julio de 1896 y su adscripción al Cuartel General del Segundo Cuerpo. 

De acuerdo con los datos del historiador Eugenio Suárez Castro, Carlos Muecke Bertel publicó en 1928 un libro titulado Patria y Libertad, basado en el diario que llevó durante la guerra. En este  diario  no se limitó a las incidencias bélicas. Tuvo el cuidado de anotar –según Suárez Castro- observaciones acerca de la flora, la fauna, las estaciones, las personas, y además de elogios  a sus jefes, apuntó críticas a su falta de capacidad o de conocimientos militares. 

Muecke se caracterizó por su apego a la disciplina y al orden,  reforzado por un carácter fuerte. Sus escritos evidencian sinceridad y valor.  En Patria y Libertad advierte que “este libro se ha escrito para hacer justicia”. Y añade: “Aproximadamente han transcurrido 30 años de la campaña de Santiago de Cuba; pero las mentirosas y maliciosas acusaciones aún viven; por lo tanto doy a conocer estos datos históricos, para que las futuras generaciones puedan juzgar sin recelos la fidelidad y el valor con que el Ejército Libertador cooperó con el Ejército Americano.  Llegará el día en que la historia de la campaña de Santiago será estudiada por las generaciones futuras para saber cómo no hacerse una guerra.” 

Sin paliativos, critica al mando norteamericano por su inhabilidad en conducción de la campaña, y sobre todo por el menosprecio con que los oficiales trataron a los libertadores cubanos. “Si usted tiene un aliado trátelo como tal y no parta de la idea de que usted no puede aprender de un aliado por el hecho de que esté cubierto de harapos, pues los harapos pueden ser la orgullosa insignia de su perseverancia y su patriotismo (…) La bravura personal, el heroísmo y la habilidad militar no han sido nunca patentizado por ningún hombre ni por ninguna nación para excluir de ellos al resto del mundo.” 

Murió el 27 de abril de 1947. Y después de su deceso, el reparto La Mosca empezó a llamarse como ese americano que adoptó a Cuba como patria y se honró en servirla, orgulloso de haber heredado de su familia, si no la inteligencia y la riqueza, “los ideales por la libertad y los derechos del Hombre”. 

LO QUE EL RÍO SE LLEVÓ

LO QUE EL RÍO SE LLEVÓ

Por Luis Sexto

 Breve historia del Conde de Casa Barreto 

El primer Conde de Casa Barreto  recibió un privilegio nunca deseado en su lista de ambiciones materiales y nobiliarias: protagonizar una de las dos desapariciones más espectaculares  de nuestra crónica colonial. La segunda fue la de Matías Pérez, el soñador de nubes que quizás fue el primero que pretendió enseñarnos a volar. No se sabe dónde recalaron y en qué lugar se consume su huesa. Ambos se marcharon, entre ruidos y lamentos, en una incógnita. Y sobre ella prosperó la especulación y sobrevivió el mito.  

El noble antecedió al fabricante de toldos, uno de los anticipadores en Cuba de la navegación aérea. Y el suceso que les proporcionó nombradía duradera difiere del uno al otro. Desaparecieron, pero de forma distinta: uno vivo; el otro muerto. Aquel en el aire; este en el agua. Del globonauta permanece desde 1856 una frase inapelable. Volar como Matías Pérez implica haber partido hacia lo inasible, lo ilocalizable, en un viaje de ida y... polvo. Del Conde se conservaba el nombre en un oasis de manigua frente al litoral, al borde de la Quinta Avenida: el Monte Barreto, finca de su propiedad hace 200 años;  persiste su casa, construida hacia 1732 en estilo mudéjar, en la esquina de Oficios y Luz. Y perdura un crucifijo de madera tan alto como un árbol, que los fieles veneran en la iglesia de María Auxiliadora, también en La Habana Vieja, bajo la advocación de  El Cristo de Barreto, que le perteneció o fue  propiedad de la  familia del mismo apellido que también tuvo casa y fortuna en la villa de Guanabacoa, donde una calle  ganó este nombre: Barreto. 

MALA SANGRE 

Jacinto Tomás Barreto y Pedroso era un hombre prominente. Regidor de la villa y alcalde mayor provincial de la Santa Hermandad, especie de policía.  Era además y sobre todo rico. Había nacido en La Habana en 1718 y procedía de una familia cuyo linaje  se empalmaba con los Barreto de Lisboa, tronco de un apellido lusitano en el que rutilaron obispos y generales. A mediados del siglo XVII el apellido se aposentó en Cuba.  Don Jacinto, que en 1786 consiguió un Real Despacho que lo legitimó como primer conde de Casa Barreto, poseía dos ingenios azucareros, y tierras de crianza de ganado y para cultivos cafetaleros.  

Le abundaba, sin desdoro ni mengua de su fortuna, la fama de ser agrio, caprichoso y cruel. Y ciertos comentaristas le abrieron un expediente clínico al tildarlo de loco. Habría que oír a sus esclavos luego de un bocabajo meticuloso, exhaustivo. Hacía aplicar el látigo sobre las espaldas con gusto y a ratos por gusto. Y unos cuentan que permitía a pobres y mendigos  entrar en el patio de una de sus viviendas. Que los juicios no son acordes. Porque ciertos cronistas aseveran  que en la de Oficios y Luz. Y un documento engavetado en el archivo de la parroquia de Puentes Grandes, asegura que sucedía en la casona del Conde en ese poblado.

La escena, en cualquier lugar, sería la misma. Rearmémosla. Aquella corte de los milagros en espera de las limosnas. Y de súbito las puertas se cerraban, y aparecían varios perros. Y el tropel de infelices, algunos tullidos, reptaba por las paredes, o subía sobre las cajas de azúcar allí almacenadas. Corrían en desorden, agolpándose  y golpeándose. Desde un balcón, el Conde reía. De súbito, los perros volvían a sus cadenas. La servidumbre curaba a los contusos, que no mordidos, pues los canes, aunque aparentemente temibles en sus ladridos, gruñidos y tamaño, sólo servían para perseguir venados durante las cacerías de Barreto. Y enseguida la dádiva; más generosa cuanto más lastimado el sujeto. Pero habría que  ubicar en el  entredicho  la inocencia de los animales. Porque el Conde, de acuerdo con datos aportados por el historiador Gerardo Castellanos, poseía una envidiada jauría para perseguir esclavos cimarrones.  

La anécdota, o la sucesión de anécdotas de esta naturaleza, ha sido difundida. Álvaro de la Iglesia, en Tradiciones Cubanas, la divulgó. Menos conocida es aquella que narra lo ocurrido en el ingenio Barreto, en el poblado de Managua. Transcurría Semana Santa. El Conde no permitió que los trabajos recesaran. Y el cura persuadió al administrador que solicitara al hacendado la revocación de la orden. Y Barreto, impasible, irremovible, mantuvo su voluntad de proseguir la zafra. Al finalizar la Semana Mayor, hubo un hundimiento de tierra  en el área del batey. Extenso y profundo. Una parte de las edificaciones fueron al piso. Desde entonces, el pueblo  atribuyó  el sismo a un castigo divino por acto tan irreverente.

DURO COMO PIEDRA      

 La irreverencia y la irascibilidad del noble no distinguían entre lo racional o lo irracional. Y se  rumoraba, incluso, que en alguno de sus frenesís, azotaba con un fuete al enorme crucifijo que en su hogar recomendaba a la familia como devota cristiana. Lo fue en extremo su madre, doña Micaela Pedroso... El hijo era el contraste que obligaba a los amigos a compadecer a la virtuosa señora. 

El Conde, sin embargo, vivió mucho. Si alguien hubiera pensado que la maldad acorta la existencia, erró al juzgar al aristocrático criollo. Tuvo tiempo para casarse tres veces. Enviudaba. Y durante el último matrimonio, en 1773, consiguió, al parecer, engendrar a un varón, más tarde segundo Conde de Casa Barreto, al que algunos han atribuido los desmanes y las desgracias del padre. Se llamó José Francisco Barreto y Cárdenas. Contrajo matrimonio casi un mes antes de que su progenitor muriera el 21 de junio de 1791 a los 73 años. La fecha es exacta. En la parroquia del Espíritu Santo, en el índice del libro nueve de defunciones de blancos aparece en el índice el deceso de Barreto, al folio 46. Lamentablemente esa página falta. Fue, tal vez, arrancada. Pero en  Historia de las familias cubanas, el autor, Francisco Xavier de Santa Cruz, Conde de Jaruco, afirma haberla visto antes de 1942. La consultó.   

A partir de ahora no puedo separar la historia y la leyenda. Se enroscan. Y si creí que el asiento de la defunción hubiese precisado la causa de la muerte de Barreto y el destino de su cadáver, al haber desaparecido el documento, como cuentan que sus despojos también, he de seguir la tradición. Aunque el poeta Julián del Casal, hacia 1890, en una de sus crónicas sobre la sociedad de La Habana, en aquella que habla de la antigua nobleza, al referirse al título de Casa Barreto, anota: “...un viejo conde, poco querido de sus familiares, no fue velado en la noche de su muerte. Al tratar de conducir el cadáver al cementerio, llamó la atención el excesivo peso del ataúd. Destapáronlo cuidadosamente y vieron sorprendidos que estaba lleno de guijarros.”

El propio Casal aclara que el suceso no había podido ser confirmado. Pero la anécdota se ajusta al hecho. En efecto, el primer Conde de Casa Barreto no fue velado. Pero parece probable que su familia, por criterios de buen tono, por prejuicios nobiliarios, además de comunicar el fallecimiento a la cercana parroquia del Espíritu Santo, simulara un enterramiento. Y no hubo velorio familiar, porque aquella noche del 21 de junio se descargó sobre la villa y la provincia de La Habana un huracán, tan insolente y desmedido que el único medio noticioso, El papel periódico, imprimió un “suplemento al número 63”, contando el daño que vientos y lluvias habían causado. 

La memoria de los vecinos no recordaba inundaciones de parecido nivel. Durante unas 20 horas, del 21 al 22 de junio de 1791, el agua colmó ríos y pozos. El Calabazar se elevó 12 varas por encima de un puente. En Güines, los vegueros perdieron 2 115 arrobas de tabaco. Y fincas del Wajay, Santiago de las Vegas, Jesús del Monte sufrieron la ruina de los sembrados y la capa vegetal de los suelos. Y pueblos como Guara, Quivicán, El Calvario  se convirtieron en venecias criollas.

SOBRE LAS OLAS

El huracán, inscrito más adelante en la cronología de los ciclones tropicales, se conoció entonces como “El temporal de Barreto”. El Conde había muerto el mismo día en Puentes Grandes. Allí, en ese poblado, de índole rural, pastoril, que la nobleza y los acomodados de la época utilizaban como paraje de descanso, Jacinto Tomás Barreto y Pedroso levantó o compró una casa, en la calle Real 88, en el punto donde hoy termina la curva del cine Alba y comienza el barrio de La Ceiba, a un costado de la Papelera Cubana. 

Era conocida como la Casa de los perros, por dos canes de bronce que custodiaban la entrada. Cincuenta o más años atrás, aún las ruinas y los perros mostraban su presencia insuflándole perdurabilidad a la historia o la leyenda que todos los puentegrandinos, de ayer y de hoy, conocen desde la niñez. El Almendares, que atraviesa el pueblo, antes límpido, actualmente ennegrecido, se llevó el cadáver del Conde. Consecuente con su carácter y su existencia atrabiliaria, Barreto decidió vivir solo a  orillas del río y del camino a Vueltabajo. Estaba incurablemente enfermo. El 17 de diciembre de 1790, seis meses antes de su deceso, llamó al notario Ignacio de Ayala y escribió su testamento.

La noche del huracán, el sarcófago con el cadáver del Conde permanecía alumbrado por seis velones en tallados candelabros de plata. Los criados velaban. Mientras, afuera, bajo  los palmetazos del viento, el río se represaba en el vecino puente. Sus luces u ojos eran muy reducidos. Allí se trababan los desechos y ramas de árboles que el torrente arrastraba. El agua empezó a crecer. Una  tonelada tras otra  tonelada acortaban los minutos de aquella masa que engordaba.  De pronto, un estruendo, como el cavernoso sonido de un trueno, abrió paso a una enorme ola.  El agua, mano gigantesca, violencia impensable, penetró, entre otras viviendas, en la  del Conde. Fragmentó cristales, desgoznó puertas y ventanas. Y arrambló con el mobiliario de la sala. 

Sólo quedó en pie aquel enorme crucifijo. Y el ataúd, como inhábil chalupa, emprendió una travesía que todavía no ha terminado.