Por Luis Sexto
Breve historia del Conde de Casa Barreto
El primer Conde de Casa Barreto recibió un privilegio nunca deseado en su lista de ambiciones materiales y nobiliarias: protagonizar una de las dos desapariciones más espectaculares de nuestra crónica colonial. La segunda fue la de Matías Pérez, el soñador de nubes que quizás fue el primero que pretendió enseñarnos a volar. No se sabe dónde recalaron y en qué lugar se consume su huesa. Ambos se marcharon, entre ruidos y lamentos, en una incógnita. Y sobre ella prosperó la especulación y sobrevivió el mito.
El noble antecedió al fabricante de toldos, uno de los anticipadores en Cuba de la navegación aérea. Y el suceso que les proporcionó nombradía duradera difiere del uno al otro. Desaparecieron, pero de forma distinta: uno vivo; el otro muerto. Aquel en el aire; este en el agua. Del globonauta permanece desde 1856 una frase inapelable. Volar como Matías Pérez implica haber partido hacia lo inasible, lo ilocalizable, en un viaje de ida y... polvo. Del Conde se conservaba el nombre en un oasis de manigua frente al litoral, al borde de la Quinta Avenida: el Monte Barreto, finca de su propiedad hace 200 años; persiste su casa, construida hacia 1732 en estilo mudéjar, en la esquina de Oficios y Luz. Y perdura un crucifijo de madera tan alto como un árbol, que los fieles veneran en la iglesia de María Auxiliadora, también en La Habana Vieja, bajo la advocación de El Cristo de Barreto, que le perteneció o fue propiedad de la familia del mismo apellido que también tuvo casa y fortuna en la villa de Guanabacoa, donde una calle ganó este nombre: Barreto.
MALA SANGRE
Jacinto Tomás Barreto y Pedroso era un hombre prominente. Regidor de la villa y alcalde mayor provincial de la Santa Hermandad, especie de policía. Era además y sobre todo rico. Había nacido en La Habana en 1718 y procedía de una familia cuyo linaje se empalmaba con los Barreto de Lisboa, tronco de un apellido lusitano en el que rutilaron obispos y generales. A mediados del siglo XVII el apellido se aposentó en Cuba. Don Jacinto, que en 1786 consiguió un Real Despacho que lo legitimó como primer conde de Casa Barreto, poseía dos ingenios azucareros, y tierras de crianza de ganado y para cultivos cafetaleros.
Le abundaba, sin desdoro ni mengua de su fortuna, la fama de ser agrio, caprichoso y cruel. Y ciertos comentaristas le abrieron un expediente clínico al tildarlo de loco. Habría que oír a sus esclavos luego de un bocabajo meticuloso, exhaustivo. Hacía aplicar el látigo sobre las espaldas con gusto y a ratos por gusto. Y unos cuentan que permitía a pobres y mendigos entrar en el patio de una de sus viviendas. Que los juicios no son acordes. Porque ciertos cronistas aseveran que en la de Oficios y Luz. Y un documento engavetado en el archivo de la parroquia de Puentes Grandes, asegura que sucedía en la casona del Conde en ese poblado.
La escena, en cualquier lugar, sería la misma. Rearmémosla. Aquella corte de los milagros en espera de las limosnas. Y de súbito las puertas se cerraban, y aparecían varios perros. Y el tropel de infelices, algunos tullidos, reptaba por las paredes, o subía sobre las cajas de azúcar allí almacenadas. Corrían en desorden, agolpándose y golpeándose. Desde un balcón, el Conde reía. De súbito, los perros volvían a sus cadenas. La servidumbre curaba a los contusos, que no mordidos, pues los canes, aunque aparentemente temibles en sus ladridos, gruñidos y tamaño, sólo servían para perseguir venados durante las cacerías de Barreto. Y enseguida la dádiva; más generosa cuanto más lastimado el sujeto. Pero habría que ubicar en el entredicho la inocencia de los animales. Porque el Conde, de acuerdo con datos aportados por el historiador Gerardo Castellanos, poseía una envidiada jauría para perseguir esclavos cimarrones.
La anécdota, o la sucesión de anécdotas de esta naturaleza, ha sido difundida. Álvaro de la Iglesia, en Tradiciones Cubanas, la divulgó. Menos conocida es aquella que narra lo ocurrido en el ingenio Barreto, en el poblado de Managua. Transcurría Semana Santa. El Conde no permitió que los trabajos recesaran. Y el cura persuadió al administrador que solicitara al hacendado la revocación de la orden. Y Barreto, impasible, irremovible, mantuvo su voluntad de proseguir la zafra. Al finalizar la Semana Mayor, hubo un hundimiento de tierra en el área del batey. Extenso y profundo. Una parte de las edificaciones fueron al piso. Desde entonces, el pueblo atribuyó el sismo a un castigo divino por acto tan irreverente.
DURO COMO PIEDRA
La irreverencia y la irascibilidad del noble no distinguían entre lo racional o lo irracional. Y se rumoraba, incluso, que en alguno de sus frenesís, azotaba con un fuete al enorme crucifijo que en su hogar recomendaba a la familia como devota cristiana. Lo fue en extremo su madre, doña Micaela Pedroso... El hijo era el contraste que obligaba a los amigos a compadecer a la virtuosa señora.
El Conde, sin embargo, vivió mucho. Si alguien hubiera pensado que la maldad acorta la existencia, erró al juzgar al aristocrático criollo. Tuvo tiempo para casarse tres veces. Enviudaba. Y durante el último matrimonio, en 1773, consiguió, al parecer, engendrar a un varón, más tarde segundo Conde de Casa Barreto, al que algunos han atribuido los desmanes y las desgracias del padre. Se llamó José Francisco Barreto y Cárdenas. Contrajo matrimonio casi un mes antes de que su progenitor muriera el 21 de junio de 1791 a los 73 años. La fecha es exacta. En la parroquia del Espíritu Santo, en el índice del libro nueve de defunciones de blancos aparece en el índice el deceso de Barreto, al folio 46. Lamentablemente esa página falta. Fue, tal vez, arrancada. Pero en Historia de las familias cubanas, el autor, Francisco Xavier de Santa Cruz, Conde de Jaruco, afirma haberla visto antes de 1942. La consultó.
A partir de ahora no puedo separar la historia y la leyenda. Se enroscan. Y si creí que el asiento de la defunción hubiese precisado la causa de la muerte de Barreto y el destino de su cadáver, al haber desaparecido el documento, como cuentan que sus despojos también, he de seguir la tradición. Aunque el poeta Julián del Casal, hacia 1890, en una de sus crónicas sobre la sociedad de La Habana, en aquella que habla de la antigua nobleza, al referirse al título de Casa Barreto, anota: “...un viejo conde, poco querido de sus familiares, no fue velado en la noche de su muerte. Al tratar de conducir el cadáver al cementerio, llamó la atención el excesivo peso del ataúd. Destapáronlo cuidadosamente y vieron sorprendidos que estaba lleno de guijarros.”
El propio Casal aclara que el suceso no había podido ser confirmado. Pero la anécdota se ajusta al hecho. En efecto, el primer Conde de Casa Barreto no fue velado. Pero parece probable que su familia, por criterios de buen tono, por prejuicios nobiliarios, además de comunicar el fallecimiento a la cercana parroquia del Espíritu Santo, simulara un enterramiento. Y no hubo velorio familiar, porque aquella noche del 21 de junio se descargó sobre la villa y la provincia de La Habana un huracán, tan insolente y desmedido que el único medio noticioso, El papel periódico, imprimió un “suplemento al número 63”, contando el daño que vientos y lluvias habían causado.
La memoria de los vecinos no recordaba inundaciones de parecido nivel. Durante unas 20 horas, del 21 al 22 de junio de 1791, el agua colmó ríos y pozos. El Calabazar se elevó 12 varas por encima de un puente. En Güines, los vegueros perdieron 2 115 arrobas de tabaco. Y fincas del Wajay, Santiago de las Vegas, Jesús del Monte sufrieron la ruina de los sembrados y la capa vegetal de los suelos. Y pueblos como Guara, Quivicán, El Calvario se convirtieron en venecias criollas.
SOBRE LAS OLAS
El huracán, inscrito más adelante en la cronología de los ciclones tropicales, se conoció entonces como “El temporal de Barreto”. El Conde había muerto el mismo día en Puentes Grandes. Allí, en ese poblado, de índole rural, pastoril, que la nobleza y los acomodados de la época utilizaban como paraje de descanso, Jacinto Tomás Barreto y Pedroso levantó o compró una casa, en la calle Real 88, en el punto donde hoy termina la curva del cine Alba y comienza el barrio de La Ceiba, a un costado de la Papelera Cubana.
Era conocida como la Casa de los perros, por dos canes de bronce que custodiaban la entrada. Cincuenta o más años atrás, aún las ruinas y los perros mostraban su presencia insuflándole perdurabilidad a la historia o la leyenda que todos los puentegrandinos, de ayer y de hoy, conocen desde la niñez. El Almendares, que atraviesa el pueblo, antes límpido, actualmente ennegrecido, se llevó el cadáver del Conde. Consecuente con su carácter y su existencia atrabiliaria, Barreto decidió vivir solo a orillas del río y del camino a Vueltabajo. Estaba incurablemente enfermo. El 17 de diciembre de 1790, seis meses antes de su deceso, llamó al notario Ignacio de Ayala y escribió su testamento.
La noche del huracán, el sarcófago con el cadáver del Conde permanecía alumbrado por seis velones en tallados candelabros de plata. Los criados velaban. Mientras, afuera, bajo los palmetazos del viento, el río se represaba en el vecino puente. Sus luces u ojos eran muy reducidos. Allí se trababan los desechos y ramas de árboles que el torrente arrastraba. El agua empezó a crecer. Una tonelada tras otra tonelada acortaban los minutos de aquella masa que engordaba. De pronto, un estruendo, como el cavernoso sonido de un trueno, abrió paso a una enorme ola. El agua, mano gigantesca, violencia impensable, penetró, entre otras viviendas, en la del Conde. Fragmentó cristales, desgoznó puertas y ventanas. Y arrambló con el mobiliario de la sala.
Sólo quedó en pie aquel enorme crucifijo. Y el ataúd, como inhábil chalupa, emprendió una travesía que todavía no ha terminado.