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PATRIA Y HUMANIDAD

Historia

EL PADRE DE LOS POBRES

EL PADRE DE LOS POBRES

Por María Delys Cruz Palenzuela

Apuntaba Abel Marrero Campanioni en su libro Tradiciones camagüeyanas, que al amanecer del 12 de mayo de 1873, irrumpe en la Plaza de San Juan de Dios (en la ciudad de Camagüey, primitivamente llamada Puerto Príncipe)  una columna española para dejar en el hospital un número de heridos, y un cadáver atravesado al lomo de una bestia.

Continúa la descripción que dos soldados desataron las sogas y de inmediato cayó el cadáver en medio de la plaza, a la vista de todos, con el rostro cubierto de lodo por haber sido conducido doblado en dos, y estar los caminos llenos de agua por las lluvias de mayo.

"Al conocer aquel sacrilegio, el Padre Olallo ordenó una camilla y fue conducido al pasillo del Hospital, lugar donde se ha señalado con una tarja este hecho; allí, sacando su propio pañuelo de su bolsillo, limpió el rostro ensangrentado y enlodado del más grande de los camagüeyanos (…)".

Narra también el nieto de El Mayor,  Eugenio Betancourt, en su libro Ignacio Agramonte y la Revolución cubana que Fray Olallo Valdés, en compañía del Padre Manuel Martínez, lavaron el rostro de aquel patriota (al que llamaban El Mayor) con aguardiente y tendieron el cadáver en el interior del Hospital de San Juan de Dios, a la vista pública; corroboró el acta del inspector Antonio Olarte, insertada en el citado texto, que encontró al cadáver de Agramonte "(…) colocado en unas andas de madera teñidas de negro, boca arriba, con las piernas y los brazos extendidos, y apoyada la cabeza en una almohada (…)".

¿Quién fue este hombre que con tanta humanidad, desafiando la ira del enemigo español, impidió que se siguiera ultrajando al querido hijo del Camagüey?

José Olallo Valdés era expósito de la Casa Cuna de La Habana, donde lo abandonaron con una nota en la que daba constancia de su nacimiento el 12 de febrero de 1820.

A los 15 años llegó a Puerto Príncipe como religioso profeso de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, para reforzar el hospital de esta ciudad, dada la proximidad de una epidemia de cólera morbo que azotaba el país.

La instalación se dedicaba a la atención de hombres blancos pobres, esclavos, negros y pardos libres, confinados enfermos, remitidos desde prisión, bandoleros heridos o muertos durante su captura; luego del estallido de la Guerra de 1868 también llegaban allí mambises, (soldado de la independencia) que caían en manos del enemigo, casi siempre después de fusilados o asesinados.

Más de medio siglo de su vida consagró este hombre a servir a los enfermos como Enfermero Mayor, cargo que ocupó casi desde sus inicios en el Hospital; procuraba el aseo y la alimentación de los enfermos, a quienes bañaba personalmente y luego lavaba sus ropas y vendajes en las aguas del Hatibonico; preparaba los medicamentos, unturas, y sahumerios, casi todos a base de medicina natural y tradicional cubana, incluida la homeopatía, en lo que instruía a los pocos ayudantes con que pudo contar.

Un solo médico era encargado de la asistencia en los tres hospitales civiles de la ciudad, de ahí que Olallo recibía y atendía personalmente a los enfermos y heridos que llegaban al hospital, a quienes en más de una ocasión tuvo que practicarles cirugía de urgencia para salvar sus vidas.

En una oportunidad, un enfermo preso fue sometido a una operación por el Padre Olallo, que posteriormente fue calificada por el Dr. Miguel de Zayas como exitosa.

Los cuidados de este insigne enfermero impidieron que se dieran casos de gangrena hospitalaria; sin embargo, más de una vez tuvo que recurrir a las amputaciones en casos que llegaron a sus manos cuando no quedaba otra solución, pero en definitiva sobrevivían.

Lepra, mal de sueño, paludismo, tifus, difteria, hidrofobia, viruela, disentería, tisis, tétanos, fiebre amarilla, la hambruna, entre otras, fueron sus compañeras jornadas enteras, casi sin tiempo para el reposo, en vigilia permanente al lado de los enfermos, sin averiguar si eran cubanos o españoles, esclavos o libertos.

Siempre encontró un momento para enseñar a leer, escribir y contar a los niños pobres de la barriada.

Al fallecer el 7 de marzo de 1889, Olallo, quien ya había trascendido como el Padre de los pobres, sin ser sacerdote, inspiró en la prensa local expresiones como: "El Camagüey está de luto. Un pesar inmenso lo apena. Todo el que tenga corazón de hombre, y sepa lo que significa esta palabra: gratitud, ha llorado".

 

ANÉCDOTAS CUBANAS

Por Luis Sexto

 

La cañona del almirante

 

Tres carabelas se mecen lánguidamente sobre las aguas calientes de la ensenada que bautizarán de Cortés, en un tiempo futuro por ahora imprecisable.

A pesar de que las faenas menos urgentes de abordo han recesado, la marinería suda. Y desde la baranda de estribor, algunos hombres deseosos de sombra y aire fresco observan por sobre el azul, que hiere como un espejo, la línea verde y suculenta de la costa.

Transcurre el 12 de junio de 1494. El notario real va registrando, de boca en boca, una declaración cuyos términos se repiten exactamente: Cuba no es una isla. Porque jamás nuestros oídos se han enterado de que halla en este mundo un ísola con tanta longitud de más de 335 leguas de oriente a occidente...

El almirante, en la nao capitana, sonríe con los labios apretados. Ha decidido no continuar costeando el litoral del sur. Ignora exactamente que unos cien kilómetros hacia occidente topará con el punto final de esta tierra que huele tan dulcemente. Pero ya sabe que no es una península asiática y que después de ella no aparecerá la India. Le interesa, sin embargo, por razones de alto mando -que  ahora no me entretendré en enumerar- hacer creer que la geografía no es la que es, sino la que el Descubridor, en su segundo viaje, quiere que sea.

La tripulación acepta admitir cuanto Colón exige. Saber, en verdad, los marineros y otros tripulantes no saben, aunque quizás Juan de la Cosa, el cartógrafo, sonría guardando los dientes...

Todos, sin embargo, mantendrán calladas sus dudas, o sus ciencias, porque allí el capitán manda y la marinería obedece por real pragmática, y si no fuese así, el osado que se atreviere a negarlo luego de haber firmado el acta, será sometido a una multa de diez maravedíes y, sobre todo, a nunca más hablar palabra de cristiano, pues la lengua, ese  instrumento de tantas tentaciones malignas, le será cortada. (Cañona: imposición a todas luces injusta)

ANTES DE LA HORA CERO

Por Luis Sexto 

Fidel y el doctor Mario Muñoz se abrazan. Están en la plaza de Marte y la madrugada ya sobrepasa las tres en aquel domingo 26 de julio. El médico acaba de llegar a la ciudad luego de que Abel Santamaría lo aguardó en Melgarejo, entronque de las carreteras Central y la de El Cobre. Ese era el sitio convenido para esperarlo y desde allí guiarlo a la cercana Santiago de Cuba. El doctor Muñoz le pregunta a Fidel si ese día es la hora cero. "Sí, es la hora cero". "Pues qué día has escogido, muchacho; hoy es mi cumpleaños."

Pedro Trigo recuerda la escena nítidamente. Se le nota la exactitud, porque la emoción le ahueca la voz. Y lo que la emoción guarda, apenas el tiempo lo decolora. El jefe del grupo de Calabazar llegó a la distintiva plaza santiaguera sobre la una y media. Venía de la Granja Siboney acompañando a Fidel y a Abel, quien, de ahí, partió a encontrarse con el doctor Muñoz. Y Fidel le pidió a Trigo: "Espérame aquí. Voy a buscar a Conte Agüero..." Aquellos minutos, a lo sumo 30, significaron para Trigo el tránsito de un siglo. La noche, la soledad, la proximidad del combate: para qué no es hábil la imaginación en esas circunstancias. Fidel regresó con cierto disgusto. Conte se había ido hacia La Habana. Pero Fidel había previsto medidas para suplir el papel que le hubiera asignado al conocido periodista radial, afiliado al Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), y que entonces presentaban como "la voz más alta de Oriente". El poeta Raúl Gómez García y la grabación del último discurso de Eduardo Chibás, entre otros recursos, serán suficientes para arengar al pueblo de Santiago. Allí mismo, Fidel encomienda a Trigo que, después de la toma del cuartel, ocupe y defienda con su grupo el edificio de la Cadena Oriental de Radio.

Entretanto, en la plaza de Marte se detiene el automóvil conducido por Gildo Fleitas, que se había retrasado en su recorrido desde la capital. Con él viene, junto a otros, Reinaldo Benítez. Sobre las tres y treinta parten hacia la granjita Siboney. Trigo en el vehículo de Abel. Fidel, en el suyo, lleva al doctor Muñoz, porque quiere explicarle cuál será la misión del médico. En el trayecto, de unos trece kilómetros, Trigo le pregunta a Abel: "¿Todo está coordinado?" Todo es la simultaneidad de las dos acciones: el asalto al cuartel Guillermón Moncada y el ataque al cuartel de Bayamo. Claro, todo está coordinado. "Pero piensa lo peor, Pedrito. Piensa que moriremos, pero, aunque muramos, triunfamos, porque habremos salvado al Apóstol en su centenario."

Trigo no ha olvidado aquella respuesta. La respuesta de un joven generoso que convertía el ideario de José Martí en gesto, entrega, donación personal. Con los años aparecerán razones para comprender por qué el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, a pesar de terminar en un aparente revés, fue en verdad una victoria. Ciertos triunfos se consiguen solo en lo estratégico, y su alcance por tanto es más lento, demorado. Pero en aquel momento todos cuantos decidieron participar, si no lo vieron con la claridad de Fidel y Abel, jefe y segundo jefe del movimiento, intuían que obraban del único modo digno de Martí en aquella situación donde Cuba naufragaba: pelear o morir. O pelear y morir. La acción siempre deja una estela, un rumbo, una luz...

Ahora, con los últimos en llegar, en la granjita Siboney suman 129. En Bayamo deben de estar listos 27 compañeros. Las cifras, sin embargo, no son aún definitivas. Al borde de la hora prevista, algunos desisten. Tienen libertad para quedarse en las filas o salirse de ellas, según la opción ofrecida por Fidel al comunicar a la mayoría, que lo ignoraba, cuál es el propósito de aquel viaje inusual a Oriente. No se trata de una práctica. Ha sonado la hora del combate. Es la verdad.

Diez se apartan.

En Bayamo, uno solicita permiso para regresar a La Habana; no ha practicado tiro, alega. Lo obtiene. Otros dos desertan, simplemente, y con lo cual desencadenarán acontecimientos que influirán en el resultado del ataque. Uno de ellos, el único bayamés incluido en la operación debía conducir a los asaltantes hasta la puerta del Carlos Manuel de Céspedes donde solo pernoctaban 13 soldados.

En Santiago, el automóvil de uno de los dos grupos que retorna a la capital ocupa un espacio que le estaba vedado en la columna formada al salir de la granjita, y confunde al chofer del vehículo donde viajaban Pedro Trigo y los comprometidos de Calabazar. Se desvían. Y oyen con desilusión y ansiedad los disparos en el Moncada. Giran. Pero es tarde.

La Revolución es una fuerza demasiado vertiginosa, sorprendente, a veces impredecible. Y los episodios del 26 de julio de 1953 presentan imágenes contradictorias y conmovedoras en una inesperada inversión de destinos. Porque varios dispuestos a pelear no pelearon a causa del azar, de un hecho fortuito que los alejó del fuego. Otro, decidido, más inhabilitado por su enfermedad y autorizado a marcharse, al asistir al hospital en busca de alivio topa allí con Abel y su gente. Y dispara también contra el cuartel. Ese es Julio Trigo. Y algunos, negados a combatir, emprenden la vuelta a La Habana. Y hallan en el regreso la muerte: el martirio. O la prisión.

La acción no estaba concebida para morir. Uno es el sentimiento de ofrenda, sacrificio, valentía para servir una causa patriótica. Y otro muy distinto es un sentimiento de inmolación fanática. El asalto a los cuarteles de Santiago y Bayamo poseía posibilidades de transformarse también en un triunfo táctico y provocar el plan de levantamiento popular previsto o facilitar el paso a las montañas para comenzar una guerra irregular. El hecho de haber llegado más de cien combatientes a los muros de ambas fortalezas sin que los servicios de inteligencia del régimen de Batista se percataran o se enteraran del más mínimo indicio, confirma la certeza de que el ataque había sido dispuesto para triunfar, y que conspiradores muy serios y seguros de sus actos habían preparado el plan. La muerte se preveía como un riesgo. Y en qué confrontación bélica no se mezclan las tarjetas de la vida y de la muerte.

La casi totalidad de los citados a Oriente aceptaron la misión cuando supieron en qué consistía. Aunque la mayoría desconociera los fines de tan largo viaje, la generalidad sabía que algún momento se convertiría en hora cero. Es más: la esperaban y la deseaban. Porque la acción era necesaria, cerradas ya otras modalidades de lucha política, y porque en los más profundos de su conciencia querrían comprobar que aquellos meses pasados afinando la puntería o perfilando principios de táctica o reflexionando sobre conceptos ideológicos, no resultarían promesa incumplida de estar alguna vez en combate. El fraude era usual en grupos organizados entonces por politiqueros que devenían expertos del rejuego.

El día elegido, pues, era el exacto. El justo. El bajo número de desertores o de arrepentidos ante la inminencia del combate es pequeño, expresión de una favorable disposición subjetiva en la mayoría. Solo 13 de los movilizados renunciaron a combatir en el mismo escenario donde afrontarían las acciones: diez en la granjita Siboney; tres en Bayamo. Durante el trayecto desde La Habana, cuatro habían abandonado el viaje. Uno, aquejado de una crisis emocional regresó al pasar por la ciudad de Matanzas; iba en automóvil. Dos se bajaron de su auto y tomaron un ómnibus en sentido inverso en Catalina de Güiñes. El último descendió en la estación de ferrocarril de Unión de Reyes; ese día, quizás por una interrupción en la línea central, el tren se desvió un tramo por el sur. En total, 17 hombres desistieron.

¿Y cuántos, en suma, eran los comprometidos? ¿Cuántos salieron de la capital hacia la tierra donde aparecía el sol a cada amanecer?

Lo material, lo logístico: el dinero. Este impuso sus números. Y si fueron los que fueron se debió a que no hubo más armas. Lo confesó Oscar Alcalde Valls, en 1979. Era el tesorero del movimiento. Conocía la silente y angustiosa odisea de acopiar dinero. "Y no era solo para comprar armas: eran también las municiones, y los uniformes, y los vehículos, y el alojamiento, y, en fin, los gastos de las prácticas. Todo cada vez sumaba más dinero..."

Cada hombre constituía una cadena de gastos.

Según Fidel, que lo reveló en su alegato durante el juicio por los sucesos del 26 de Julio, a Oriente viajaron 165 personas. Y esa cifra coincide con datos de investigaciones posteriores -en particular las de José Leyva Mestres-, que apuntan una cifra: 171 miembros de 25 células y grupos. Es el número inicial para la movilización. A partir del llamado, cinco no son citados. No por capricho. La dirección considera la edad, el estado físico, el ser único sostén familiar o el ser una persona relevante cuya ausencia en su localidad pudiera suscitar sospechas. Uno, de los cinco, no se hallaba en su pueblo al momento del aviso. Quedan, así, 166 disponibles. Pero uno –una mujer– permanecerá en La Habana para entregar a la prensa y a personajes de la política, el Manifiesto del Moncada a la Nación. Disminuye el conjunto a 165. Y de esa cantidad se descuentan aún dos más: uno que se ha enfermado y el otro herido accidentalmente en una mano con un disparo. Un tercero no se moviliza alegando razones personales. El número disminuye a 162. Y en eso, la partida.

Desde la tarde del viernes 24 de julio, 128 compañeros emprenden el viaje hacia Santiago de Cuba. Van en 14 automóviles, y también en ómnibus y ferrocarril, con pasajes y combustible que el movimiento abona o adquiere mediante crédito. Son compañeros que proceden de Artemisa y Guanajay, entonces en la provincia de Pinar del Río. Y de los términos municipales de Madruga y Nueva Paz, y de Calabazar, poblado inscrito en el municipio de Santiago de las Vegas. El resto pertenece a grupos de la ciudad de La Habana.

Desde Colón, en Matanzas, se mueve otro automóvil con el doctor Mario Muñoz y Julio Reyes Cairo. En total, para Santiago marchan 130 compañeros. Allí se unirán a cinco más: Abel, Renato Guitart, Haydée Santamaría, Melba Hernández y Elpidio Sosa. Hace varios días que esta avanzadilla radica en la capital de Oriente afanada en el traslado de las armas y el ajuste del hospedaje para los que pronto empezarán a llegar.

Para Bayamo parten tres automóviles y en el tren viajan también dos compañeros. El total, 24. En la cuna de Céspedes se juntarán con tres compañeros que allí los aguardan. Son, así, 27, que sumados a 135 que se congregarían en Santiago completarían la cantidad de 162.

Fidel entró en Santiago hacia la medianoche del 25 de julio. Se había detenido en Bayamo para impartir las últimas instrucciones. Viajaba en un Buick de 1950, de color verde en dos tonos. Su matricula exhibía estos números: 169-361. Es un detalle, simple coincidencia: sumados arrojan una cifra: 26.

Desde la plaza de Marte, donde se encontraron, los que faltaban por llegar y los que los aguardaban se dirigieron hacia la granjita Siboney. Fidel, Muñoz, Abel, Pedro Trigo. Gildo Fleitas y sus acompañantes. Todos, congregados, debían ser 135. Cuatro, como se dijo, desistieron durante el trayecto. Serían, pues, 131. Pero Julio Trigo, al sufrir una hemoptisis en el albergue de Celda 8, es conminado a regresar a la capital. Abel lo autoriza. La cantidad baja a 130. Otro, del mismo albergue de Celda 8, salió a visitar a su familia pensando en que le comunicarían la salida. No fue a la granjita. No le pudieron avisar.

De los 129 que restan, 10 se desgajaron a última hora, de modo que hacia el cuartel marchan 119 combatientes. El auto de los compañeros de Calabazar confunde la ruta y se desvía. Nueve combatientes no alcanzarán su destino. A su vez, el auto de Boris Luis sufre el reventón de una rueda. Intentan reponerla. No pueden. Al pasar, Oscar Alcalde reconoce a Boris. Para. Suben Boris y algunos de sus hombres, y otros bajan. Quedan en el camino seis combatientes más. El resto, 105, toca su destino. Veintitrés –contando a Julio Trigo, enfermo– ocupan el hospital; seis, el palacio de justicia. Y 75 van a la sede de la fortaleza militar más importante del interior de la República.

De los de Bayamo tres desertaron. Entre ellos el que se había comprometido a pasar a dos compañeros al interior del cuartel, con el pretexto de que eran soldados que necesitaban hospedarse por esa noche. Otro de los desertores, al ausentarse, provocó la inquietud entre sus amigos, incluso un primo, y tres salieron a buscarlo. Tampoco participaron en el ataque. Solo 21, de 27, combaten.

En el Moncada hay seis bajas mortales entre los revolucionarios. Después, sucesivamente, 45 son asesinados. En Bayamo, un herido. Diez asesinados.

En fin, de 162 comprometidos para ambas acciones, 126 lograron efectiva capacidad combativa, limitada por ciertos imponderables humanos y la pérdida de la sorpresa en el Moncada cuando desarmaban a los centinelas de la posta 3. La aparición de una guardia móvil, inesperadamente, precipitó el fuego. Y cerca de 400 soldados, que adentro dormían, pudieron repeler el ataque... antes de que las bocas de las armas revolucionarias los encañonaran en medio la sorpresa.

 

 

 

GUERRA DE NERVIOS EN SANTA LUCIA

GUERRA DE NERVIOS EN SANTA LUCIA

 Por Lino Novás Calvo

Publicado en Bohemia en 1948

Bajo el avión la tierra cubana luce como un mapa. El avión ha venido a dar más precisión y amplitud a los mapas. Hoy la tierra se mide, se cuadra, se define, se precisa; no ya por leguas, sino ya por pulgadas. Las nuevas escrituras, los papeles, los títulos, corresponden a la tierra. Son como superponibles. Cada nuevo propietario sabe exactamente lo que tiene, dónde lo tiene, con quién colinda.

Eso es ahora. Antes no había cartas, y las medidas eran vagas. Los cabildos daban mercedes circulares que, al tocarse, dejaban entre sí a los realengos, las tierras del rey. Pero nadie sabía, de cierto, dónde empezaban y dónde acababan esos círculos. Los centros (un árbol, un hito) eran confusos y a veces movedizos. Los círculos mismos se superponían, cambiaban de sitio, se estiraban y encogían, según quien los tenía. Con poder e influencia se hacía y prodigaban nuevos títulos (nuevos círculos) que chocaban con otros. Al fin sobre esos papeles, la isla llegó a tener, por lo menos, doble extensión de la que tiene.

Esa fue, y es todavía, la fuente de litigios más tenebrosa de nuestra historia. los realengos son lo de menos. Ellos mismos se vendían y compraban. Lo demás era eso: más papeles que tierra, superposición de propietarios. La República heredó ese enredo. Había y hay más tierra en las escrituras que en  las cartas. Cualquiera puede tener títulos. Se han venido comprando y vendiendo por varios siglos. Lo importante no eran ellos. Lo importante (o lo no importante) era quien los poseía. Si el que los tenía mandaba fuerza, si tenía poder, si adquiría por influencia, valía y se extendían. Si no, se anulaban, negaban y legaban como valores ficticios.

Por debajo, sin embargo, se iban asentando otros derechos. Eran los derechos de la antigüedad: “primero en el tiempo, primero en derecho”. La merced más antigua, privaba sobre la siguiente. Pero no todo quedó resuelto. Quedaban aún los títulos cuyo valor podía morir y resucitar, años más tarde, si el que los poseían había ascendido. Todavía sigue. Hay títulos que resucitan.

Ahora ocurre otro caso. Un nuevo potentado –la Manatí Sugar Company- afirma tener  títulos de unas tierras que fueron de Don Salvador Cisneros Betancourt, Marqués de Santa Lucía o Álvaro Reynoso. Están distantes y apartadas, en Nuevitas. Para llegar a ellas hay que usar todo tipo de vehículos: auto, avión, otra vez auto, gas-car, lancha de motor, camión, caballo. La compañía alega derechos, pero los derechos más antiguos son, aquí, los de los hombres que las ocupan. Son los derechos más sagrados: los de los que la trabajan. Por eso vamos a verlos, a oírlos, a contar sus quejas y temores. Estos han aumentado últimamente. La compañía viene empujando, de oriente a occidente, y descuella ya, amenazante, sobre Álvaro Reynoso.

Nadie, que nosotros hayamos visto, ha visto sus títulos. Pero eso no importa. Ella –la Manatí Sugar Company- dice tenerlos y ha entablado sus pleitos. Suis demdandas son simples: llana, simplemente, el desalojo. Más de mil personas viven y trabajan ahí; algunos, desde toda la vida. Ahí han levantado su bohío, hecho su aguada, cavado su pozo, sembrado su maíz. Nunca nadie los había molestado. Ellos no tenía títulos; nadie –se les había dicho- los tenía. En todo caso, eran del marqués de Santa Lucía, que murió sin herederos directos. Como quiera que fuese, allí iban viviendo, y muriendo, pobremente.

Pero la tierra no era pobre. La noticia se fue extendiendo. Junto con las ambiciones de la compañía empezaron a llegar, también a Oriente, hombres sin tierra. Se habían enterado: en Álvaro Reynoso, o Santa Lucía, había tierra libre, tierra de nadie. Parte estaba ocupada, parte era monte firme. El monte había vuelto a cubrir muchos terrenos, antes cultivados, por los esclavos del marqués. Los esclavos, ya liberados, se habían regado hacia otras partes.

Los nuevos trabajadores llegaron muy gradualmente. Hacía una tumba, levantaban un rancho, cogían un jan, empezaban a plantar. Vivía aún el marqués. Nunca él se los había estorbado. Él, que había libertado esclavos negros, no podía hacer esclavos blancos. Pero muerto el marqués, surgieron, o resurgieron, nuevos señores –y viejos títulos.

Ahora la Manatí dice tenerlos: con ellos intenta arrojar de aquellas tierras a los que las laboran: antiguos y recientes, jóvenes y viejos, sanos, enfermos.

La Manatí empezó con cautela. Primero, fue la mano enguantada: el agente, inspector o guardajurado, que se presentaba a un campesino y le decía:

-Venga acá, compay; esta tierra no es suya. No tiene títulos. Esta tierra es de la Manatí Sugar Company. Vamos a hacerle una concesión: múdese un poco más arriba (o más abajo).

Esto era alarmante, pero ¿a dónde ir? Los campesinos no tenía idea. Así que siguieron esperando, y temiendo, sin moverse. Cuando se vio que el procedimiento era insuficiente, la compañía, según se iba extendiendo, de Manatí a Nuevitas, iba recurriendo a medios más apremiantes. Todavía había leyes: leyes que se regían por papeles (y ella decía tener esos papeles). Y detrás de esas leyes, su poder e influencia. ¿hasta dónde llegaría? Resolvió pronto.

(…)

JUNTANDO FUERZAS

No sabemos, de cierto, con qué cuenta la Manatí. Pero está, sin duda, juntando fuerzas. Su procedimiento ha sido gradual, de golpe al cuerpo. Cada nueva denuncia y detención, supone un nuevo revés paa toda la colonia. Supone gastos de viaje y comida, horas y días perdidos, irritaciones i –sobre todo- ánimos perdidos. Un día u otro (quizás piense la Manatí Sugar Company), se desalentarán los campesinos. Ellos siguen siendo débiles, ellos siguen viviendo aislados, siguen siendo pobres. La soga, si se rompe, será por ellos.

Pero ellos son recios y no están ya solos. Un día se presentó en la Habana el doctor Birce con una comisión y le dijo a nuestro director:

-Quevedo, tienes que ayudarnos. No es solo un caso humano, sino de justicia, de interés para todo Nuevitas. Mire….

Y le mostró un informe que habían elevado al Presidente. Tres días después, Raúl Vales y yo estábamos en camino. Es un camino largo,  quebrado y tortuoso. Pero es el mejor camino. Es el camino necesario, de la ciudad hacia el campo. Camino de regreso.

En la ciudad tienen estos campesinos puestas sus miradas: no, como ocurre con tanta frecuencia, para ir hacia ella, sino para que ella vaya hacia ellos: a protegerlos, a ampararlos, a guiarlos. Una de las primeras cosas que nos dice el doctor Birce en Nuevitas es:

-Álvaro Reynoso es un ejemplo. Puede ser bueno o malo, según se resuelva. Tendrá grandes repercusiones en otras partes. Esos campesinos no quieren salir de sus tierras ni explotarlas con perjuicio de otro. La tierra, como ellos dicen,  les acompaña y ellos la aman y quieren enriquecerla. Pero necesitan nuestros auxilios. Solos, divididos, serían aniquilados. La Manatí está apretando. Por lo civil yo no le tengo miedo, sé que sus títulos, si los tienen, no valen nada. Pero están empleando armas sicológicas. Hasta ahora, no ha podido expulsarlos, físicamente; trata de hacerlo, moralmente. Ese es el peligro.

El alcalde nos conduce al fresco de un lindo patiecito camagüeyano. Ha mandado a avisar a los dirigentes campesinos, y pronto está con nosotros un nutrido grupo de jóvenes que, representando todas las tendencias políticas, los une en este caso el drama de Álvaro Reynoso. Mientras esperamos, el alcalde nos conduce a su pequeño despacho, cuajado de libros, álbumes, estampas. Ahí está su historia, sus preocupaciones, sus ideas: libros de sociología, de derecho, de política; biografías de estadistas; retratos de estadistas. Hay toda una colección de dibujos desplegados por las paredes. Nos llaman la atención. Son todas escenas dramáticas de dolor y miseria. Han venido de muy lejos. Las figuras, los trajes, los paisajes, lucen extraños en Nuevitas. Pero el drama es igualen todas partes. También aquellos son campesinos; también son pobres, humildes. Abatidos. Su autor: Castelao.

El doctor Brice abre un gran álbum. La historia que encierra es reciente. Es la historia, tal como la ha dado la prensa. Fue sólo un episodio, pero el doctor Brice hace un gesto amargado:

-Esto me ha quitado años de vida. No quisiera recordarlo. Pero…

El lector lo recuerda. El álbum habla de cuando en vísperas de las elecciones fue secuestrado el alcalde. Ahora:

-Estoy harto de la política –nos dice. Harto de “esa”política. Pero no abandonaré  “esta otra” que estamos haciendo, por los de abajo.

Pronto está con nosotros Esteban Lamelas, jefe del despacho de la Cámara Municipal. Es un símbolo de la nueva unión y las nuevas fuerzas. Esteban, compañero en la prensa, es liberal, pero no hay realmente liberales, ni auténticos, ni Joven Cuba, ni Acción Revolucionaria Guiteras, ni libertarios, porque aquí, respecto de los campesinos, todos están de acuerdo. La Compañía está juntando fuerzas. Hay que juntar fuerzas contra la Compañía.

 Tierra adentro

 Nos levantamos con el día. Sergio Brice, el alcalde, nos espera. Ha fletado una lancha de motor y va as llevarnos, tras una hora de navegación, estero arriba, hasta el embarcadero. Ahí empieza Santa Lucía, o Álvaro Reynoso, pero no, todavía, la zona en litigio. Esa está tierra adentro.

Pero todas esas tierras fueron, al parecer, de Don Salvador. Así se le llama todavía, cariñosamente, al  marqués. El embarcadero mismo está ligado a él por acciones revolucionarias. Fue, en las dos guerras, punto importante para el desembarco de armas. Por ahí, al cabo de un largo y tortuoso estero entre mangles inmensos, entró la libertad para Cuba.

Por ahí, también, entra un nuevo amago de servidumbre: los agentes de la Manatí Sugar Company. Por ahí, salen los frutos que cultivan los campesinos de los “realengos”. Por ahí salen también ellos, conducidos por la rural, camino del juzgado.

Una vez al día hay servicio de lanchas de pasajes del embarcadero a Nuevitas. A media distancia, nos encontramos con la de hoy. A esta hora, la mar no está brava (pero es, regularmente, una mar brava y la lancha lleva como estabilizador, una vela). Alguien saluda desde ella al alcalde, y a su señora  marta Córdoba, que va con nosotros. Brice:

Mire: esos son los que van a presentarse al juzgado.

No van custodiados. Una vez detenidos y presentados por la rural, quedan obligados a presentarse por su cuenta, cada quince días. El viaje es largo y no es barato, y lleva tiempo, pero tienen que hacerlo. Hace años que lo vienen haciendo.

En el embarcadero esperan dos camiones. Son los únicos de la zona y llevan solamente, por relejes de fango, hasta cierta distancia. No son de los precaristas estos vehículos. Su dueño vive más acá de la cerca.

Más acá, desde el mar, están los pequeños. El camino es ancho, atraviesa fincas, potreros, casas de tablas. Pasa, incluso, delante del Club que lleva el nombre de Salvador Cisneros Betancourt. En el Club hay una sala de baile traganíkel; una vez a la semana, cine. El proyector tiene una pequeña planta. Hay también algunos molinos de viento, para sacar el agua, para cargar baterías. Pero no hay poblado, agrupamiento grande de casas, y la tierra no es todavía buena. La mejor tierra está más adentro.

El camión sigue brincando, atascándose, dando bandazos. A cada rato, alguien tiene que apearse y abrir el rastrillo o la talanquera. Entonces el camión dobla, se sale del camino, entra en los trillos. Entra en el realengo.

La mejor tierra es la disputada. Por un lado, hacia el mar, están los propietarios; por el otro, hacia oriente, están los tentáculos de la Manatí Sugar Company, que vienen extendiéndose. Dentro de esta tenaza, están los guajiros sin títulos, con buena tierra. La buena tierra que codicia la mala Compañía con “título”.

El camión llega a su límite. Más allá, es el camino quebrado, enfangado, tortuoso, que hay que andar a pie. Vamos primero a la mejor casa. Es la de Manuel Solier. Él, que ha bajado hasta el embarcadero, guía. Le siguen Brice, su señora, Pupo, Milán, Pérez Proenza, Lamelas, y los jóvenes dirigentes de la Joven Cuba y Guiteras. Brice nos dice:

-Es para que no se asusten. Primero la fachada. Luego ya verán.

Como fachada, la casa de Solier es magnífica. Es lo mejor de Álvaro Reynoso. Es casa nueva, cepillada, con piso de tabla. Solier tiene la mejor siembra, las mejores bestias, la familia más saludable. Es la nota más clara del cuadro.

-Pero esta extensión –nos dice- va siendo insuficiente. La familia está creciendo.

Solier tiene yernos, nietos. Su nueva casa es de tablas y aún no está terminada. Los hijos mayores zurcen zapatos. Su pozo, forrado de palos (no hay piedras en Álvaro Reynoso), da agua potable. Su sabor es como la de coco, ligeramente salobre, pero puede tomarse. Otros pozos de la zona dan agua de mar. Solier tiene una abundante cosecha de maíz (250 quintales) y de plátanos. Tiene caballos. Sus hijos son los más robustos que hemos visto. La señora tiene máquina de coser, radio y en la parte de afuera cultivan un pequeño jardín con rosas, jazmines, con azucenas…

Pocos en esta zona alcanzan su nivel social y económico. Es uno de los más antiguos y su espíritu y buena  salud le han permitido ir progresando. Es un magnífico ejemplo. Invita a seguirlo.

Por eso mismo, quizás, fue uno de los a los que intentó desalojar la Compañía. A esta no le convenía el ejemplo. De Oriente a Occidente continuaban llegando campesinos a establecerse en la nueva tierra. Cuando empezó, hace años, la maniobra, la Compañía enviaba a sus agentes o guardias jurados a decir a los campesinos más arraigados:

-Mire, la Compañía necesita de esta tierra. Pero no tenga temor. Lo vamos a mudar gratis, más arriba, allí podrá continuar la siembra.

Mudarlo era el truco. Primero en llegar, el campesino era también primero en el derecho. Pero si se mudaba, y reconocía el suyo a la Compañía, esta sentaba su propio precedente. A la vez, buscaba un efecto psicológico. Removido, desarrengado, el campesino se desalentaría, y el ejemplo desalentaría a otros ya establecidos, ya venidos.

Pero Solier y otros siguieron firmes. Aquella era su tierra; ellos la habían arrancado al monte; la habían cultivado y fomentado. Además, no había a dónde irse. Fuera de allí, por toda la zona de Nuevitas la tierra es mala. Es tierra de jata, de cana, de marabú. No había siquiera haciendas donde pudieran trabajar a jornal, o de partidarios. No había salida, sólo aguantar firmes.

Además, después del 33, empezaron a soplar, de La Habana, vientos políticos favorables al desamparado. En Nuevitas se formaron sindicatos, comités, organizaciones. Y los campesinos empezaron a animarse.

(…)

Y Solier y los otros no soltaron la tierra, no va a soltarla. Solier siguió criando hijos, extendiendo cultivos. Del rancho de tierra pasó a la casa de tablas. Nunca le había pasado por la mente que la tierra no fuera suya. Su padre vino aquí, de Salamanca, antes del año noventa. Luego, vino la revolución, y se sucedieron los gobiernos, y nunca nadie trató de sacarlos. Hasta hace unos pocos años.

Pero aun Solier permaneció firme. No firmó el contrato de arrendamiento y no se mudó. Por el contrario, aumentó sus cosechas (aumenta la familia) y aumentó la despensa. Hoy, se come hasta carne.

La siembra, sin embargo, aun en los mejores casos, es primitiva. No hay yuntas, y es difícil que pueda haberlas. La tierra buena es escasa, y algunos campesinos al irse extendiendo, han chocado unos con otros, quedaron bloqueados. Para las yuntas habría que hacer potreros. Queda, por algunas partes, monte virgen, pero ahí surgen nuevos problemas; el más grave, quizás, la ley forestal.

Así que cada campesino sigue limitado a su pequeño conuco, sin yuntas y sin aperos, sembrando a hoyo. Algunos tienen por donde extenderse, pero la Compañía les sale siempre al paso.

Guerra de nervios

De la mano enguantada, la Manatí pasó a la mano desnuda, y al puño cerrado. Primero fue el “firme aquí, amigo”, o el “múdese, compay”, o el “lo vamos a trasladar un poco más allá”. Cuando esto no dio resultado, surgió la denuncia directa y concreta: por usurpación.

Era el grado siguiente. Tradicionalmente, el campesino teme a la rural. Aunque la pareja no venía (como en épocas castrenses) en plan violento, traía órdenes de detenerlos. La orden era del juez de instrucción.

Generalmente, las detenciones se hacían y se hacen por lotes. Así mismo: lotes de hombres detenidos. Eran, desde luego, cabezas de familia, y detrás dejaban ristras de hijos grandes y pequeños. La odisea empieza –y empieza- de este modo.

A la una o a las dos se presentaba la pareja con la orden.

-A ver, Fulano, que nos acompañe al cuartelillo.

El hombre era avisado, venía del platanal, o del monte.

-¡Vamos, para adelante!

El hombre seguía. Lo conducían al cuartelillo. De camino, la pareja rcogía otros hombres. A veces, eran diez, otras llegaban a veinte. Las distancias son largas, los bohíos están dispersos, y cuando llegaban, finalmente, al cuartelillo, se hacía de noche. Si no había guardias francos, las camas estaban ocupadas, y los detenidos, padres de familia, tenían que dormir en el suelo. Si un par de guardias estaba de licencia, había sus camas. En ellas dormían los más viejos. Los demás, en el suelo.

Al día siguiente los llevaban al embarcadero. Generalmente, la rural no tenía bestias para ellos, y los detenidos tenían que hacer la marcha a pie, por más de tres leguas.

En el embarcadero, subían a la lancha, pasaban a Nuevitas, y allí los llevaban al cuartel de Primelles. Del cuartel, iban al Vivac, en espera de que los presentaran al juez. Pero a veces no había tiempo en el día, y tenían que dormir en el Vivac. Luego, por fin, al día siguiente, se les tomaba declaración, se les instruía de cargos, se les ordenaba presentarse cada quince días.

Esa es la mecánica. La política de la Compañía era más larga. El campesino quedaba un poco aturdido. ¿Qué pasaría? Desamparado, temeroso, ignorante, sabe que la ley, en último término, la hace quien puede, y la cumple quien no pueda. Esa, por lo menos, era su experiencia. Nada impone más al campesino que la presencia de la rural a su puerta, salvo, quizás, lo que hay más allá de ella: las leyes, las artimañas, las marañas, ;las nebulosas tácticas de los abogados. Más allá, estaba la cárcel. Estaba la fuerza. Estaba todo lo que él no comprende y que por lo tanto le espanta. Con esto contaba la Manatí para expulsar a los contumaces y para cerrar el paso a los audaces. Los demás, caerían por sí mismos.

Pero no era tan fácil. La Federación Agraria, los sindicatos obreros, el Alcalde; todo el mundo estaba, de corazón, con los campesinos; algunos decían:

-¡Ah, si viviera Don Salvador!

Él, que libertó a los esclavos. Él, que jamás negaba amparo al necesitado. Él, tan caballeroso, tan noble, tan cordial, tan bueno…

Pero Don Salvador ha muerto y su herencia ha quedado enyerbada –doblemente enyerbada. Y sobre  esta avanza, de Oriente a Occidente, como una invasión de mal agüero, la Manatí Sugar Company. Y ahora no hay Cisneros Betancourt que se pare delante.

¿O sí? Sí, sí hay y habrá quien la detenga, a ella y a otros que, como ella, quieren lanzar de las tierras que trabajan a nuestros pobres. Hay una nueva conciencia y una nueva política que, pese a todos sus defectos, no ha renunciado nunca a este principio. Los campesinos no estaban ya tan desamparados. Dentro de ellos mismos surgió Sabino Pupo, sin letras pero con valor, y se comunicó con los dirigentes políticos y sindicales al otro lado de la bahía.

Contra Sabino, especialmente, se encarnizó la Compañía. Hasta la fecha, pesan sobre él 72 denuncias. Para afirmarse, moral y materialmente, hay que buscar un apoyo más grande. Este no puede ser sino un fallo favorable a los campesinos. La Compañía sabe lo que esto significa. Sabe también que, si por el contrario, la Audiencia de Camagüey fallara a su favor, y desalojara una familia, las demás estarían perdidas. Pero la Audiencia no ha fallado todavía.

En tanto, la Manatí busca un efecto marginal: impedir que los campesinos progresen. El progreso empieza a verse. Las de Álvaro Reynoso son las únicas tierras buenas del término de Nuevitas. Todo lo demás es sabana. Pero eso no basta para colonizarla y sacarle buen provecho. También hace falta confianza, entusiasmo, seguridad de que lo que se haga hoy nos será reconocido mañana. Sin eso, el ánimo decae, el hombre se abandona, sufre la siembra…

Es eso lo que busca la Manatí Sugar Company. Busca desmoralizar a los campesinos. Los progresos hechos hasta ahora han sido favorecidos por tres factores: buena tierra, mejores comunicaciones, mejor precio para los frutos. Los precios, desde luego, se van inflando por el amino, y lo que en dinero llega al campesino, no es mucho. Pero es más de lo que ha tenido nunca. Es también ese aliento lo que trata de quitarle la Compañía. Que no sigan, que no progresen, que no tengan esperanzas. Así no construirán nuevas casas, no plantarán nuevas cepas, no abrirán nuevos pozos, no comprarán nuevas monturas…

Procedimiento conocido: guerra de nervios.

 Fuente de Fruto y Discordia

  De la casa de Solier pasamos a la de Sabino. Vamos por escalas, de mayor a menor. Entre los campos de Álvaro Reinoso, Sabino Pupo está en el centro de la escala.

Solier nos ha buscado monturas y nos acompaña. Raúl vales hace su estreno como jinete. Le dan un caballito manso, y ríen. Todo el mundo parece contento. Como los niños, los campesinos olvidan fácilmente sus penas. Podrá faltarles casi todo; pero una cosa no les faltará nunca: buen humor. Al principio, parece que no. Lucen serios, graves, reservados, hasta hoscos. Pero a poco que los tratemos, se rompe la corteza, aparece el ser sencillo, cordial, afable, alegre en medio de su tristeza. El humor es su reserva. Necesitan reír, jugar, divertirse, lo mismo que necesitan la tierra. Como repite Proenza:

-No puede mirar las cosas por la mala cara ni pensarlo mucho. Si lo hace, se rajan. Y no pueden rajarse. Mira para eso.

“Eso”son los once hijos de Sabino, y los montones de niños de otros vecinos. Estos van surgiendo, misteriosamente, a nuestro paso, y acuden al rancho. Pronto estamos preguntando.

Pero antes hablamos con Brice. Esta es una buena tierra, nos había dicho. Pero ¿ qué significa para las malas tierras de Nuevitas? ¿Para las malas tierras de Nuevitas? Brice nos explica.

Para Nuevitas, Álvaro Reynoso no es de primera importancia. Nuevitas no tiene industria, no tiene agua; sólo muelles y pesca. Nuevitas es el mango de una horqueta cuyas puntas son los embarcaderos de Pastelillo y Tarafa. Por ahí sale el azúcar. Ahí se ganan el pan, los obreros.

Pero ese pan tiene que venir, principalmente, de Álvaro Reynoso. Álvaro Reynoso es, naturalmente, su cesta de pan (de maíz, de boniato, de plátano, de arroz, de frijoles, de yuca…).

La pesca de Nuevitas no es grande, pero es algo. Sus veleros salen hasta los bancos, pasados los cayos, y surten de pescado una buena zona del interior. Hace algún tiempo, una compañía americana quiso poner allí una fábrica de conservas de pescado. Otra, de piña. Una vez, una  compañía perlera trabajó en torno a los cayos Ballenatos, en el centro de la bahía. Más allá, en Cayo Sabinal, hacen carbón unos hombres primitivos. Todavía más al este, siguiendo por los cayos, abunda el ganado, y las compañías norteamericanas han hallado, y sellado, yacimientos de petróleo. Esas son posibilidades, son promesas.

Pro por el momento, Nuevitas vive también en precario, como los campesinos, pendientes de un fallo: el azúcar. Sin exportar azúcar, no hay Nuevitas. Falta de agua (salvo la de la lluvia) su riego es el azúcar.

Pero aun sin azúcar podría vivir, más estrechamente de su pesca y de su cultivo, intensificados. ¿Y si la Manatí se apodera de Álvaro Reynoso? La Manatí no sembraría maíz ni frijoles, ni plátanos. Eso, sería poco para ella, negocio chiquito. Lo probable es que convirtiera esas tierras en cañaveral y potrero. ¿Qué sería entonces de Nuevitas?

Álvaro Reynoso es su fuente natural de alimentos. Todo cultivado, con mejores caminos, con mejores transportes, con tractores, pudiera ser su sostén, su estabilizador, en buen y mal tiempo.

Pero por eso mismo es también fuente de discordia. Su problema no se limita al hombre que la cultiva y a la Compañía que quiere arrojarlo. Afecta a toda una región. Y no es tampoco problema político ni demagógico. Es problema humano, social y regional. Por tanto, nacional.

-La Manatí –nos dice el Alcalde- busca un golpe de efecto. Por lo civil la tiene perdida. Cualquiera que sea el título que pueda presentar –esos títulos, usted sabe, abundan como el marabú- tiene que ser inválido. Ha recurrido por la vía de lo criminal. Hasta ahora, ninguna de las causas, iniciadas hace tiempo, ha sido llevada a juicio. Pero puede serlo cualquier día. Hay síntomas de que la Compañía está apretando. Ha cursado telegramas a los jefes del ejecutivo y del ejército. Otros elementos, a ella ligados, han hecho lo mismo. Como efecto psicológico, como precedente, busca a toa costa un fallo favorable.

Para su caballo y señala hacia el enjambre de niños a la entrada del bohío de Sabino:

-Piense lo que sería de esas criaturas. Todavía sin una letra, sin nada, salvo lo que puedan darle sus padres. Piense lo que sería de ellos.

¿Qué pensará la Manatí Sugar Company?

( Lino Novas Calvo, narrador y periodista cubano, España 1903- Miami 1983)

 

ESTRELLAS ISLEÑAS EN EL EJÉRCITO MAMBÍ

ESTRELLAS ISLEÑAS EN EL EJÉRCITO MAMBÍ

Por Luis Sexto 

En la historia larga y gruesa por preservar en Cuba la integridad de la justicia y la libertad, el isleño tiene un papel fundador. Desde fechas inaugurales, el pequeño agricultor canario peleó contra las mandíbulas del latifundio ganadero o azucarero que pretendían desalojarlo para explayarse o arrebatarle el patrimonio del tabaco.

Ese insumiso apego a la tierra lo mantuvo protagonizando en casi todo el período colonial lo que don Fernando Ortiz denominó contrapunteo del tabaco y del azúcar. Peleó el isleño además contra la ley real, contra el monopolio peninsular que dañaba, recortaba, el empeño económico del reducto tabacalero. Y sangre veguera y cuellos vegueros jalonaron desde el siglo XVI el martirologio de la rebeldía. Las crónicas relatan minuciosamente el litigio de 1720 a 1723. En este último año, los vegueros del sur de La Habana acometieron uno de los primeros actos insurgentes contra el poder de la metrópoli. Doce fueron ahorcados en el camino de Jesús del Monte, poblado canario por fundación. El terror impulsó a muchos a migrar hacia otros sitios. Y las vegas tabacaleras comenzaron a proliferar en la Vuelta Abajo.

José Martí, que tantas síntesis de hombres y de cosas de Cuba elaboró, condecora el espíritu rebelde, justiciero, del canario con esta caracterización:

"No hay valla al valor del isleño, ni a su fidelidad, ni a su constancia, cuando siente en su misma persona, o en los que ama, maltratada la justicia (...)".

Líneas más abajo, el Apóstol puntualiza, ubica el espacio épico: "¿Quién que peleó en Cuba, dondequiera que pelease, no recuerda a un héroe isleño?"

Se refería Martí al concurso de los inmigrantes de las Islas Canarias en la Guerra de los Diez Años. Porque, junto con el criollo — negro y blanco —, el africano, el español comprometido con la libertad, el chino y combatientes de otras nacionalidades, el canario obedeció a voces y clarines del Ejército Mambí, en la revolución fraguada en el ingenio Demajagua. Carlos Manuel de Céspedes da un testimonio parcial, pero insuperable de la militancia canaria en la manigua. Escribió en su Diario los días 25 y 27 de agosto de 1872:

"... Encontramos a la familia del teniente coronel (Pancho) Vega y hubo una escena: la reunión de todos sus miembros sanos y salvos al cabo de 4 años de guerra y en presencia de su gobierno".

Dos jornadas más tarde, precisa:

"La familia de estos Vega es toda de Canarias que vinieron aquí a buscar fortuna y han abrazado nuestra causa".

Y el isleño repite su presencia en la contienda que, preparada por Martí desde Estados Unidos, se manifestó el 24 de febrero de 1895 y terminó con la oportunista y conquistadora intervención del ejército norteamericano en 1898. Los canarios volvieron a vestir los harapos y comieron de la mesa enclenque y ocasional del mambí. Y de todos los españoles caídos sirviendo a Cuba en las filas insurrectas, el 43,2 por ciento era de origen canario. Cifra que sugiere a simple vista cierta preponderancia de los isleños sobre los oriundos de otras regiones españolas. Y sugiere cuánto de hidalguía, de arrojo, de abnegación impulsaba al isleño en la manigua. La muerte no lo detenía en el empuje o la carga mambisa frente a los cuadros peninsulares de donde partía el plomo repetido de los máuseres o asomaban los cuchillos calados de los fusiles.

Tanto coraje llamó a las estrellas. Y entre los 27 mambises que en la contienda del 95 mandaron con el grado de mayor general había un canario: Manuel Suárez Delgado, nacido en Santa Cruz de Tenerife en 1840 (afirman también que en 1844) y fallecido en Camagüey 77 años más tarde.

La biografía del General Suárez yace sepultada. Su nombre se menciona en memorias o diarios de campaña. Pero aún no se han sistematizado y aclarado, que yo sepa, la vida y los hechos del General. El investigador José Quintas, de Ciego de Ávila, presentó los primeros hallazgos de su indagatoria y con ellos mereció el primer premio del coloquio historiográfico canario celebrado en 1984 con los auspicios de la Asociación Canaria Leonor Pérez.

Los apuntes de Quintas favorecen hilvanar una relación sumaria del General Suárez. De joven eligió la carrera militar. Sirvió un año en Marruecos. Durante la década de los 60, lo radicaron en Cuba. Aquí abandonó el uniforme. Y se ligó a los jóvenes contestatarios de la Acera del Louvre, sitio céntrico de La Habana donde confluían las aspiraciones e inconformidades políticas y sociales de la juventud radical y beligerante. Luego del 10 de octubre de 1868, Suárez emigró a Estados Unidos. Desde allí le resultará más accesible incorporarse a los seguidores de Céspedes. Y en 1869 regresó en la expedición del Perrit, al mando de Francisco Javier Cisneros y Tomás Jordán. Era El 11 de mayo. En el estero de Canalito, bahía de Nipe, costa norte oriental, los expedicionarios desembarcaron 2 340 fusiles Springfield y municiones. De acuerdo con los historiadores fue el mayor alijo insurrecto durante la Guerra de los Diez Años.

Suárez mandaba la compañía llamada Rifleros de la libertad. Establecido en la manigua integró las fuerzas del Mayor General Ignacio Agramonte. Entre otras, y con otros jefes, peleó en las batallas de La Sacra, Palo Seco, Las Guásimas, acciones que bastan para consagrar cualquier expediente patriótico.

Tras el Pacto pacificador de El Zanjón. El General Suárez puso hogar en Santa Clara. Participó en los secretos conspirativos de 1879, vinculado al abogado José Martí, entonces en pos de su historia. Fracaso. Nueva espera. Y el 16 de junio de 1895, de la ciudad se trasladó al campo de la guerra. Entre febrero y junio de 1896 fue jefe del Tercer Cuerpo del Ejército Libertador, en Camagüey. En ese cargo Suárez se aplanó en la pasividad.

"Ni dio combates ni realizó nada digno de mención", apuntó el General Loynaz del Castillo en sus memorias.

¿Por qué? Las causas siguen al parecer en la incógnita. Tal vez alguna injusticia contra sus méritos, una preterición, en fin, debilidades humanas que lo desilusionaron.

El Generalísimo Máximo Gómez lo destituyó en presencia del Ejército, luego de dirigirle violentos cargos que Suárez recibió con silenciosa resignación. Pero si no terminó brillantemente su faena militar, supo conservar la dignidad del patriota en medio de la adversidad y el bochorno. El propio Loynaz acotó:

"No por eso abandonó el campo de la Revolución, cuya suerte quiso hasta lo último compartir".

Otras estrellas distinguieron camisas canarias. General de división fue Matías Vega Alemán, nacido en Las Palmas en 1861 y fallecido en Santiago de Cuba en 1905. Y General de brigada, Julián Santana Santana. Nacido en Tenerife en 1830, murió en Las Tunas en 1931. Combatientes desde 1868, de ambos los datos son escasísimos.

Jacinto Hernández portó también las estrellas de brigadier. Fue uno de los generales veteranos de la guerra del 95 que más tiempo vivió en la República. En 1950 tenía 80 años. Entonces quedaban solo seis generales de los 140 que formaron el cuerpo de mando superior en la insurrección.

La biografía de Hernández es más conocida por causa de su longevidad. Además, fue un ciudadano destacado antes y después de la contienda. A los 12 años vino a Cuba. Precedía de Gran Canaria. Había nacido en 1863. Su padre lo aguardaba aquí. Se estableció en San Antonio de las Vegas, en el sur de La Habana. Cuando los jefes supremos del Ejército Libertador, Máximo Gómez y Antonio Maceo, invadieron esa comarca, el Generalísimo se entrevistó con Hernández, a la sazón alcalde del pueblo. Ambos acordaron que el canario se alzaría en armas. Cumplió. El 10 de febrero de 1896 se presentó en la manigua capitaneando a 400 hombres. Gómez lo promovió a comandante. Y al concluir la campaña lo ascendió a general de brigada. Don Jacinto operó en La Habana. En la paz fue el primer alcalde revolucionario de la villa de Güines. Concluido su mandato en los primeros años de la república intervenida, frustrada, por Estados Unidos, se retiró a su finca para cultivar caña de azúcar.

En mis indagaciones hallé también el nombre de José Fernández Mayato, coronel. Antes de alistarse en las filas mambisas, en Matanzas, participó en la extinción del incendio de la ferretería de Isasi, sita entonces en la esquina de Lamparilla y Mercaderes. El hecho se conserva con colores de luto en la memoria de La Habana. El fuego, que ennegreció el 17 de mayo de 1890, prendió dinamita almacenada en el establecimiento. Veintiocho bomberos perecieron. Y hoy se les venera, al igual que ayer, como mártires del altruismo, porque eran voluntarios vinculados a aquel suceso por sentimientos de generosidad y servicio público.

En 1920, el Coronel Fernández Mayato ocupó la jefatura del Cuerpo de Bomberos de la capital. Ganó el prestigio de trabajador honrado y eficiente.

Extraviados en los anales bélicos, o sin ser recogidos por estos, pueden rutilar en la opacidad del desconocimiento otras estrellas isleñas. La historia las despejará. Queden estas menciones como un acercamiento incompleto, como un acto de gratitud a los canarios que ante el apego a la madre patria injusta, prefirieron servir a la justicia en la patria de adopción.




UN DÍA EN LA HISTORIA

UN DÍA EN LA HISTORIA

Por Luis Sexto

 La noche en que Batista se fugó ni los borrachos andaban por las calles...  El general, renunciando a la última bala, había elegido el último de sus aspavientos napoleónicos: un golpe de Estado contra sí mismo.  Y desde la escalerilla del DC3 de Aerovías Q, una de sus empresas con base en el aeropuerto militar de Columbia, repetía a sus cómplices los detalles claves del libreto que pretendía conservar su memoria y su régimen de “hombre fuerte”. Después, la solitaria madrugada no sintió el ruido de aquella nave –y de dos más que la siguieron aventada de jerifaltes, lacayos y delincuentes uniformados- fuera de itinerario. Mientras,  en sigilo, ciertos personajes discaban  sus teléfonos avisándose unos a otros de que el Chief se había ido...

Todos sabíamos que la situación del país era la de un enfermo crítico que en las próximas 72 horas –plazo habitualmente médico- debía entrar en una crisis que decidiría su destino: vida o muerte.

La muerte tenía que ver también con que la gente no festejara en las calles el tránsito de un año a otro. Ese espacio de propósitos reformulados, esperanzas renovadas, promesas recalentadas en la probabilidad de un nuevo almanaque, era más íntimo, recoleto, familiar que nunca antes. En esos días, sobre todo en los últimos meses, los ciudadanos comunes podían convertirse en las víctimas trágicas de una equivocación, un error que nadie jamás resarciría ante un tribunal.

Mamá y abuela comenzaban a angustiarse cuando, hacia las 9 de la noche, papá no había llegado del trabajo o de la búsqueda de un sitio donde trabajar. Una tardanza, una ruptura de los usos cotidianos, a veces significaba la diferencia entre la vida o la muerte, la integridad o la mutilación. 

Esa madrugada, tal vez algunos automóviles, cola’epatos de hijitos de Miramar, rodaban desalados por el Malecón. Quizás aún en el Casino del Hotel Nacional, o en el cabaret del Capri, turistas, gángsteres norteamericanos y profesionales de la nocturnidad inauguraban ese jueves a 1959. Unas horas más tarde,  abierta ya la mañana, el año comenzaba como casi todos deseaban, pero como nadie podía imaginar.  Ni nadie podrá imaginar jamás: aquel fue un día único, irrepetible.

De súbito, la noticia partió de la voz inquieta, alterada, de una emisora que se distinguía por su sobriedad. Radio Reloj tocó a la puerta de uno, dos, cien, mil hogares atrancados por el terror, o la cautela, o el apoyo militante a la insurrección que había pedido silencio en las navidades y el fin de año. La nota confirmaba lo que se escuchaba entre silencios:¡Batista se fue! ¡Se fue Batista! Y la felicitación tradicional de ese primer día trastornó sus letras. Fidelidades, decía una vecina. Fidelidades, respondía el otro.

Allí, frente a la Decimocuarta estación de la policía, en Arroyo Apolo, delante de un gentío enfervorizado y ante una decena de policías boquiabiertos -que al parecer vestían uniformes sin manchas de sangre-, un mulato muy joven del barrio subió a un poste del tenido eléctrico, en las avenidas de 10 de Octubre y María Auxiliadora, y puso a flotar los colores rojo y negro del Movimiento. Las bodegas y los bares que habían abierto tímidamente, comenzaron a cerrar, y las amas de casa y los adolescentes, ese día sin escuelas, se arracimaron en la trastienda para avituallarse de luz brillante o kerosene, alcohol, conservas. Los ómnibus alargaron su frecuencia. Empezaba la huelga.

Temprano, TeleMundo y el canal 12 iniciaron unas insólitas trasmisiones revolucionarias que orientaban, en cada planta, Carlos Lechuga y Lisandro Otero. La CMQ, la emisora de radio y televisión más influyente, también estaba tomada. El capitán de milicias González Lanuza, atrincherado en el edificio de 23 y M, se preparaba para frustrar la amenaza del general Cantillo de desalojarlo por la fuerza. Los golpistas y los batistianos de segunda fase necesitaban los medios de comunicación. Pero ya los habían perdido.

Hacia la media mañana, la radio rebelde difundía la voz de Fidel desde Palma Soriano, en la región oriental.¡Revolución, sí; golpe Militar, no!

La gente iba hacia el centro de la ciudad habitada de pronto por las consignas, la cólera, el júbilo. Combatientes clandestinos del Movimiento 26 de Julio irrumpían en las calles armados de revólveres, escopetas de caza, y luego de armas automáticas. En la Manzana de Gómez, un grupo de los llamados Tigres de Masferrer –periodista, senador, pistolero- intentaba defenderse de la justicia. La multitud, enardecida, operaba como un valladar frente al golpe de Estado concebido, como decía Fidel en su alocución, para arrebatarle la victoria al pueblo. Los signos e instrumentos de la opresión caían. Los dedos de los manifestantes señalaban a delatores. Las manos destruían los parquímetros que, como metálicos ladrones, exigían en cada espacio libre que los conductores depositaran una moneda para estacionar su automóvil; despedazaban también las máquinas traganíqueles de las casas de juego.

Mis  tíos, desempleados desde hacía varios meses, llegaron a casa con los bolsillos inflados de piezas de cinco y 20 centavos.Antes habían pasado por la calle Zapata. Un gentío que pretendía subir las faldas del Castillo del Príncipe, reclamaba  la libertad de los presos políticos. ¡Muera Batista! ¡Viva la libertad!Aferrado a un enmohecido concepto de la disciplina militar, el coronel Pérez Clausell, supervisor del penal, sudaba de modo que la camisa  amarilla del llamado ejército constitucional se tornaba oscura. Le temía a la muchedumbre apostada allí desde el amanecer. Pero no cedía, aunque tampoco ordenaba disparar. 

A las 10 de la mañana, llegó la orden del tribunal de urgencia de liberar a los reclusos por causas políticas. Sin embargo, el jefe se negaba a liberar a todos los condenados políticos. Al mediodía, un custodio, conminado por un preso, rompió a cabillazos la reja principal de la prisión, y luego los golpes retorcieron otra, y otra... ¡Libertad, libertad! El aluvión era incontenible. Presos políticos y familiares, combatientes y presos políticos, se abrazaban, se saludaban. Apenas se oían entre sí.

En el patio, los uniformes de los reclusos ardían en hogueras donde también se quemaba una época de dolor y vergüenza. Mientras, en su despacho, Pérez Clausell esperaba a que fueran las 3 de la tarde para suicidarse... Eso, al menos, dijo a los periodistas.

Los muchachos habíamos estado todo el día en la calle. La voz, agrietada por los gritos; las piernas, flojas por la carreras.  Algunos cosimos pedazos de tela roja y negra y nos los atamos al brazo izquierdo. Al atardecer, ya las milicias del 26 de Julio habían tomado la 14. Con su diseño de castillo feudal, tal vez para hacer más imponente y grosero las formas del poder, aquel recinto policial nos parecía inaccesible, misterioso; nos asustaba y a la vez nos azuzaba el deseo de entrar, pero sin que el miedo nos causara un vacío en la barriga. Me decidí. En la puerta, un miliciano, con un Springfield colgado sobre uno de sus hombros, me detuvo levemente. Le enseñé mi brazalete con los colores del Movimiento, y él miró hacia dentro. Una voz le respondió:

-Déjalo pasar; ese es de los nuestros.       

EL PRIMER VIAJE DEL DIABLO

EL PRIMER VIAJE DEL DIABLO

Por Luis Sexto

Dos años después de haberse construido la primera vía férrea en Cuba, las ocho locomotoras inglesas que la estrenaron fueron devueltas con sus tripulantes por el ingeniero jefe de los ferrocarriles de La Habana a Güines,  el norteamericano Alfred Kruger, que en cambio trajo desde los Estados Unidos cuatro máquinas Baldwin y sus respectivos operadores.

Ciento setenta años atrás, bajo la dominación colonial de España, Cuba se convirtió en el séptimo país en construir un camino de hierro al unir, en su primer tramo, a la capital con el poblado de Bejucal.

Aquel el 19 de noviembre amaneció lloviendo. En la estación de Garcini, el agua y el humo, el hollín  y  el ruido se confabulaban para dar la razón a cuantos argumentaban que el progreso pertenecía a la jurisdicción del diablo, cuya presencia más visible, audible y palpable había adoptado forma en la negra armazón de la Rocket, locomotora de vapor Stephenson, montada sobre diez ruedas y con una chimenea tan alta como la torre de un ingenio.Entonces los caminos de la Isla estaban poblados de huecos, quejidos, maldiciones y bandoleros. Se iniciaba, así, el primer hilo de una red que unirá a las ciudades más emprendedoras y, sobre todo, facilitará a la caña de azúcar llegar desde lejanos campos a los trapiches, y luego, transformada en grano, rodar sin esfuerzo hasta el puerto de embarque. Entre los seis países que habían trazado las paralelas del ferrocarril,  no estaba España, que lo ejecutó en los primeros años de la década siguiente.

Todavía muchos habaneros temblaban ante la Rocket y su piafante caldera. Unos,  agoreros de domingo, prometían una explosión o el fuego. Y otros los secundaban con los deseos y las oraciones, porque el camino de hierro les arruinaría negocios tan lucrativos como el servicio de carretones y coches, la navegación de cabotaje,  la trata de esclavos... El Capitán General Miguel Tacón se opuso tenazmente a la iniciativa de algunos hacendados y el intendente de hacienda de la colonia,  Claudio Martínez de Pinillos, Conde de Villanueva, oriundo de Cuba. La disputa terminó a favor del progreso. El militar de poderes omnímodos  regresó a Madrid y su silla recibió a otro mandón más consecuente. Los intereses económicos suelen prevaler sobre los políticos.

Las paralelas se extendieron con el empuje de mano de otra esclava y de obreros –especie de lumpen proletarios- traídos desde los Estados Unidos, además de canarios contratados en sus islas y reclusos enviados desde la metrópoli. Según Crónica del primer ferrocarril, libro de la investigadora Violeta Serrano, los peones eran tratados como bestias. Con pésima alimentación y bajos salarios por 16 horas de labor, murieron  centenares en tres años de trabajo. Algunos se sublevaron; otros desertaron. Los habaneros vieron a obreros del ferrocarril y sus familiares pedir limosnas en las calles.

El ingeniero Alfred Kruger no toleró por mucho tiempo a los especialsitas ingleses. Cuentan las crónicas que exigían salarios y condiciones no estipulados en los contratos; corrían las locomotoras a velocidades prohibidas, las chocaban y pronto se deterioraron. Esos fueron los pretextos del ingeniero. Pero con la decisión de Kruger de importar máquinas y tripulantes norteamericanos, empezó a inclinarse hacia la esquina de los Estados Unidos el contrapunteo –ingeniosamente señalado por el sabio cubano Fernando Ortiz- entre King Dollar y su Majestad la Libra Esterlina.

A las ocho de la mañana del 19 de noviembre de 1837, la Rocket empezó a tirar de cinco coches para inaugurar el primer tramo ferroviario entre La Habana, en el norte,  y Güines, en el sur, fértil comarca azucarera. Aún hoy, el ferrocarril sigue la misma ruta. Ya no parte de Garcini, en la intersección de las calles Oquendo y Estrella, en el centro de la ciudad. Ni tampoco de la estación de Villanueva, terreno que hoy ocupa el Capitolio. Parte de la estación de Tulipán, cerca de la Plaza de la Revolución, por donde pasaba en sus orígenes, y continúa, como antes, hacia Vento, Mazorra, Aguada del Cura, Rincón, Bejucal y sigue a Güines.

El viaje terminó ochenta minutos más tarde. Los setenta pasajeros que apostaron al progreso, bajaron sanos, sin polvo, en la estación de Bejucal, distante a uno 20 kilómetros de La Habana. Se saludaban y felicitaban por haber compartido aquella aventura tan rápida. Algunos, sin embargo,  calificaron la velocidad de endemoniada.La Rocket  había volado  bajito: veintitrés kilómetros por hora.  

 

MEMORIAS DEL VALOR Y LA ENTEREZA

MEMORIAS DEL VALOR Y LA ENTEREZA Luis Sexto                                      

 El de la foto es el célebre torturador batistiano Carratalá

Hace poco leí un libro que se acerca a La Habana desde una perspectiva un tanto olvidada por unos y desconocida por otros. Pocos de cuantos viven hoy en la urbe seductora de ayer y de hoy, podrán identificar ciertos nombres, ciertas referencias de lugares, establecimientos y gente. “Me llevaron a la Décima”, o “entrando en El Encanto”, o “Carratalá me dijo”, o “Miguelito el Niño me golpeó”. ¿Qué dicen a la mayoría? Supongo que casi nada.

Por ello mismo, para que los recuerdos no perezcan entre las muelas del tiempo, se escribió este libro. Son memorias. Memorias que destilan sangre, dolor, duda, miedo, angustia y sobre todo entereza, heroísmo. El autor, Gaspar González- Lanuza, reconocido promotor de la cultura –en particular la ópera- que fue también combatiente de la guerra contra la opresión ha querido con su libro Clandestinos: héroes vivos y muertos, mantener vigente la acción y la entrega de cuantos, en las calles habaneras bajo la tiranía de Batista, afrontaron el peligro cierto de rebelarse contra la injusticia, el pillaje, la corrupción, en un frente complementario del Ejército Rebelde en las montañas. La lucha clandestina componía, en cierta paradoja que la honra, la retaguardia adelantada de las guerrillas.

En lo personal, me gustan las memorias. Es un placer adentrarse en la vida de personas que, aunque puedan ser desconocidas, nos cuentan su participación en episodios que los historiadores nos ofrecen sintetizados, encapsulados en juicios generales. Las memorias y las anécdotas son la parte más vital y atractiva de la historia.

 González-Lanuza –hijo de un reconocido combatiente internacionalista en España- supo contar su participación en la epopeya revolucionaría de los 50, subordinándose a la acción colectiva. Evidentemente, se aprecia que intenta minimizar su crónica personal, para resaltar la de sus compañeros y jefes. Está hablando, desde luego, de hombres que, de obreros o profesionales comunes, se transportaron de un salto a las cimas del coraje y la ofrenda sin tachas. A la excepcionalidad.

Relata, incluso, aspectos inéditos de hechos que impactaron a los combatientes, en el Llano y en la Sierra. Por ejemplo, el asesinato de Lydia y Clodomira, mensajeras de la Sierra Maestra. Lanuza estaba en posición privilegiada: tuvo la misión de proteger a Lydia. Su experiencia en el clandestinaje y su cautela y aprensiones no pudieron evitar el trágico, y heroico, final de ambas mujeres. Dada la cercanía y el afecto camaderil que lo unió a las combatientes, Lanuza llegó a precisar, mediante la investigación, los detalles del hecho y el destino definitivo de sus cuerpos.

Clandestinos: héroes vivos y muertos –Editorial de Ciencias Sociales, 2007-  se lee con facilidad. Es ameno. No leeremos, quizás, una prosa acabada, sabia –el autor no es un escritor profesional-, pero tampoco entraremos en contacto con una prosa formal, propia de los informes. El estilo intenta ser objetivo a veces; lírico otras, tratando de evidenciar la circunstancia íntima en que se envuelve el combatiente clandestino. Y lo consigue. Lo consigue sobre todo en un capítulo que el autor, creo que por modestia, inserta al final: su detención, sus torturas, a manos de  oficiales de la policía de Batista, algunos de los cuales se exiliaron meses más tarde en los Estados unidos y vivieron y murieron en Miami.

 Cuando uno escribe, debe buscar el efecto más impactante, el interés más cautivante. La vanidad o el egoísmo que alguno a veces intentan elevar al rango de defectos en un texto, son por hábito reproches aldeanos. Ningún escritor suele escribir por vanidad: trata de ser efectivo. Y me hubiera gustado leer al principio de este  libro el capítulo titulado “En la Décima Estación”. Es lo más logrado, porque es lo más personal.