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PATRIA Y HUMANIDAD

Escritores, músicos y pintores

EL LARGO FUTURO DE TOMY

EL LARGO FUTURO DE TOMY

Por Luis Sexto

En marzo del 20010, al presentar una de sus exposiciones, dije que con mis palabras iba a pagarle  a Tomás Rodríguez Zayas, Tomy, el privilegio de saberlo vivo y actuante, además de la dicha de quererlo y  conocerlo como artista sensible y periodista agudo, para quien toda la tristeza y la alegría del mundo cabían en un pincel o una plumilla con que transformar la vida. Nadie ahora, sin embargo podrá pagar nuestra tristeza: Tomy murió el 6 de septiembre pasado- así, sin pedirnos permiso, sin siquiera prepararnos, cuando sus 61 años eran sólo promesa de madurez y sabia concreción artística.

La muerte es tan dueña y señora, que con ella el lugar común recobra su eficiencia. Por tanto  no dudo en quitar a Bécquer la razón en una de sus Rimas. Qué solo se quedan los muertos. Pero qué apagados nos quedamos los vivos ante  ciertos muertos. Ante el deceso de Tomy perdimos la luz ceñida  con que el caricaturista iluminaba el acontecer del día sin  encandilarnos, más bien penetrando la médula noticiosa con trazos tan sintéticos que conjugaban lo serio y lo inteligente del humor.

Su carácter y su conducta eran también una conjugación. El talento y la humildad se aliaban para distinguirle la índole buena, y resaltarle la decencia que lo hacía respetable por respetuoso, cordial por generoso. Recorrió parte del mundo; publicó en diversos sitios; ganó premios relevantes. Pero en su estampa desarbolada, medio quijotesca,  asomaba la sonrisa y la discreción del guajiro nacido en Barajagua, Holguín. Del guajiro para quien, en el oficio de ser uno mismo junto con los demás, la fama fue como el árbol inevitable que había que subir sin comer los frutos tóxicos que ofrecían las ramas. Y empezó su aprendizaje pintando carteles y figuritas en la modesta y plural escuela de la Columna Juvenil del Centenario, en cuyos pupitres de trabajo agrícola y disciplina política Tomy mostró tempranamente la asiduidad  con que ejerció  su vocación hacia el arte de servir y convivir.

Suelo medirlo por este recuerdo. En 2002 viajamos a La Paz, para impartir varios cursos a periodistas y caricaturistas. Tomy fue el más útil de nuestro grupo. Además de la técnica,  enseñó a sus colegas bolivianos el valor de la unidad y la solidaridad. Y por primera vez, a su influencia,  todos  participaron de un concurso internacional. Él les ayudó a elegir las obras; les enseñó  a embalarlas y juntos fueron al correo para remitirlas a un lejano país de Asia. Él también envió la suya. Sus alumnos, luego, confirmaron el valor del cubano canoso y sonriente: el profesor había  ganado el premio. O más bien, el doble premio de formador de conciencias y maestro del arte.

 Varios de sus amigos, ante el féretro, justificamos el deceso de Tomy aceptando que había muerto erguido sobre una obra que testimoniará por un tiempo muy largo la mano creativa del autor. Tanto el presente como el  futuro  no le regatearán un nicho entre los principales caricaturistas políticos de Cuba. Su  combinación personalísima  de la línea y el color,  su incursión en el grabado y en la pintura, en el formato periodístico y en el mural, matizan su currículo. Cuando, fuera de momentáneos gustos y afiliaciones, la crítica intente fijar el  papel de Tomás Rodríguez Zayas en la historiografía de las artes plásticas en Cuba, se apreciará con despejada  visión que en el catálogo de Tomy nunca ha dejado de estar la alianza creadora de la forma y el contenido. La premura del quehacer periodístico nunca le impuso la dicotomía de hacer arte o política.  Más bien, los combinó, los junto sin estridencias: arte y política en consonancia, pues con aquel esta cobra la más  legítima y efectiva forma. Y con ambos coligados la obra de Tomy se convirtió numerosamente en una invitación al pensamiento y la sonrisa.  (Publicado en Bohemia, La Habana)

 

ELIO CONSTANTÍN, ESTILO, CULTURA Y BONDAD

ELIO CONSTANTÍN, ESTILO, CULTURA Y BONDAD

 Por Luis Sexto

En el aniversario 15 de su deceso.

Elio falleció el 12 de septiembre de 1995, a los 76 años

Con los años uno admite, entre otras verdades, que la vida nos da más de un maestro. Tuve varios en libros y en persona;  unos como autores predilectos y otros como amigos. Elio Constantín ya no sabrá que lo reconozco como uno de mis maestros. Y no le concedo esa gracia ahora cuando la edad hace ajustar cuentas, sopesar los aciertos, lamentar las torpezas. Fue al revés: Elio me regaló su atención cuando yo era un aprendiz inquieto por alcanzar el ideal que nunca he logrado.

Pensándolo bien, yo no merecía su afecto y él no estaba obligado a manifestármelo por ningún compromiso. Lo movió su bondad. Porque si por algo hay que empezar al escribir de Elio Constantín es encareciendo sus generosos sentimientos. La cordialidad para él no solo se definía por modales mesurados, regidos por eso que aprendimos a llamar  buenas maneras, toque de urbanidad en la relación con el semejante. Era cordial porque, haciendo honor a la raíz latina de cor, cordis –ese latín que estudio de jovencito- su amabilidad habitualmente de turno procedía del corazón. Siendo yo adolescente, conocí su nombre en los periódicos y revistas, en particular en Carteles. Y cuando luego de haber insistido hasta el riesgo de molestar, gané en 1972 una silla en la redacción del Semanario Deportivo LPV,  el deporte que elegí era el mismo que distinguía a Elio: el fútbol. Y no resultó casualidad. Es que, supe después, estudié en el mismo plantel salesiano donde Elio había estudiado dos décadas antes. Es decir, que vivimos el mismo ambiente, estudiamos las mismas asignaturas y por supuesto jugamos el fútbol prescrito por nuestros profesores italianos.

Lo vi por primera vez en el estadio “Pedro Marrero”. Me le presenté. Me mostró su gratitud por haber elegido el fútbol –ese deporte que amaba tanto como a su oficio- para desarrollar mi aprendizaje periodístico. Cubríamos ese domingo el primer partido del campeonato nacional. Recuerdo que mi crónica comenzó describiendo el acto inaugural y hablé de la marcha Símbolo, el desfile de los jugadores y del discurso de apertura, y seguí con el comentario del partido. Al domingo siguiente le llevé la revista. Leyó. Y me felicitó por creer ver en mí a un joven periodista preocupado por la corrección y la elegancia. Así dijo.  Pero enseguida me señaló los errores evidentes. No debe usted  -advirtió- escribir para un semanario como si lo hiciera para un periódico diario. Ese acto ya es cosa fría; yo lo informé el lunes siguiente. Me miró sonriendo. Y me preguntó si me había ofendido. Le respondí que, al contrario, le agradecía la observación. Ah, ¿no se pone bravo? Qué bien, pues en este oficio el que cree que ha llegado,  no ha arrancado todavía. Desde entonces, conservé esa frase como mi máxima, la jaculatoria que me ha llamado a capítulo cuando la vanidad me ha hecho sentir gozo injustificado por alguna de mis letras.

Elio ya había llegado. Desde su iniciación en el periódico Pueblo, habían pasado muchos años de experiencia y de estudio. Su nombre de periodista se respetaba y se acataba. Colaboró, por ello, en el secuestro de Fangio, aquel acto audaz del Movimiento 26 de Julio para impedir el lucimiento de de una carrera automovilística en una Cuba enlutada por el asesinato de sus jóvenes.

¿Cómo encarecer el  estilo de Elio Constantín? Castizo sin ser rancioso. Correcto sin pedanterías.  Rápido como su andar; alegre como su carácter. Era un modelo. Entre nosotros entonces tenía fama de saber gramática como ninguno de los periodistas, salvo, quizás, Eduardo Héctor Alonso, otro maestro olvidado.

A Elio acudíamos en la duda. Y de él solicitábamos la clase magistral. Su cultura lo hacía apto para escribir de cualquier tema y en cualquier género; para dirigir un medio, escribir un editorial o ejercer como corrector. Demostró su universalidad, si es que hubiese sido necesario, cuando fue a Buenos Aires a cubrir la toma de posesión del presidente Cámpora.  Asistió como enviado especial a campeonatos de fútbol.  Profesionales de otros países lo reconocían por su dominio de la crónica futbolística. Una vez el famoso árbitro español don Pedro Escartín se dispuso a venir a Cuba. Antes de viajar le puso un telegrama a Elio para que lo esperara en el aeropuerto José Martí. No se conocían personalmente. Al menos, Elio si sabía de don Pedro. Pero dudaba que ese personaje, tan célebre en el orbe futbolístico, supiera de él hasta el punto de pedirle un favor tan íntimo. Y estimó que el mensaje provenía de alguna broma de la redacción de Carteles. Pero era cierto. Don Pedro Escartín  lo leía.

Seguimos viéndonos. Continué preguntándole sobre mis dudas. Una vez, en público, me elogió. Y ese gesto fue como la rúbrica de un compromiso entre él y yo: nunca dejar de trabajar por ser mejor y más útil. Si no lo he sido, la responsabilidad no corresponde a mis maestros.

En otro momento, víctima de una especie de calumnia, de ese artificio primitivo que alguno  utiliza para imponer su autoridad haciendo daño, lo llamé a Granma, donde ejercía como uno de los  subdirectores. Le expliqué el problema, y me recomendó que discutiera y defendiera mi crédito y que dijera que él, Elio Constantín, ponía el prestigio de su historia profesional para respaldar mi honradez. Esto lo cuento, porque es la única manera de pagarle a un maestro toda su bondad. Y si él podía apostar a mi honradez, era porque también junto a él, viéndonos de vez en cuando en los estadios o durante alguna visita mía a Granma para conversar, incluso viajando juntos una vez a Guatemala, aprendí lecciones de ética.

Termino contando sobre su humildad. Era, además, humilde. Practicaba esa virtud ya tan rara, tan rara porque suele confundirse con servidumbre, sometimiento, miseria moral. Por supuesto, que la humildad es todo lo contrario. El latín le hacía recordar que la raíz de esa palabra es humus, es decir, tierra. Y que humildad es saber eso: que somos falibles, que la posibilidad del error nos acompaña como una mala sombra y que no seremos inferiores a otras personas, pero tampoco superiores. Una vez, creo que durante unos juegos panamericanos, puso uno de los titulares de la primera plana sobre deportes, que ha sido una de las armas de Cuba para agrietar el aislamiento. Exaltaba las medallas ganadas en la fecha anterior. Por la tarde, casualmente lo visité, y me confesó: Viste, hoy me equivoqué; olvidé que ese número de medallas que yo eché al aire como triunfo, estaban por debajo del pronóstico para ese día. Fui muy lejos…

Otros colegas podrán haber gozado de mayor intimidad; haber sido verdaderamente sus amigos. Yo solo puedo decir, ahora, cuando los años obligan a evaluar lo vivido, que fui uno de sus discípulos. Quizás el más pobre; el menos apto. Pero, a pesar de ello, me parece haber sido premiado por un privilegio.

LA PAZ SEA CON FRANCISCO DE ORAA

LA PAZ SEA CON  FRANCISCO DE ORAA

Obituario

Desde ayer, 28 de febrero de 2010,  el poeta Francisco de Oraa, premio nacional de literatura,  yace en el cementerio de Cristóbal Colón en La Habana.  Había nacido el 4 de julio de 1929  La Habana, pero en la niñez su  familia se trasladó a Caibarién, donde residió hasta 1960, año de su radicación definitiva en la capital del país.

Adolescente militó en la Juventud del Partido Socialista Popular. Muy temprano comenzó a mostrar vocación por las letras, pues colaboró en la revista de literatura para niños titulada Ronda, editada en provincia, pero de circulación nacional, y hacia 1941 dio a conocer textos suyos en Archipiélago, de Caibarién, que se distribuía por América Latina.

Después de 1959, con trabajos de carácter político y ocasionalmente literarios, difundiría su nombre en las páginas de Hoy Domingo, Revolución y El Mundo. En 1978 ganó el Premio Julián del Casal, de poesía, otorgado por la UNEAC, por su libro Ciudad ciudad. En 1986 le fue otorgado el Premio de la Crítica por su poemario Haz una casa para todos. En 1989 ganó el Premio La Rosa Blanca, de literatura para niños, por su cuaderno de versos Mundo mondo, y en 1998 nuevamente el Premio de la Crítica por la novela La parte oscura.

Cintio Vitier lo valoró del siguiente modo: "Un hombre silencioso, muy humilde, muy modesto, un poeta de una gran intimidad. No de una obra muy extensa sino muy intensa. Y, a partir del triunfo de la Revolución, lo colectivo con lo personal en una forma muy profunda. (Tomado de Granma)

 

UNA TARDE CON DULCE MARÍA LOYNAZ

UNA TARDE CON DULCE MARÍA LOYNAZ

Por Luis Sexto

Me acerqué a Dulce María Loynaz cuando la poetisa pensaba estar consumiendo sus últimos días, como aquella casa de su niñez que albañiles sin rostro demolieron y que ella reconstruyó en un poema donde techos y paredes se quejaban  por estar perdiendo lo vivido y lamentaban cuanto no habrían de vivir. Ya no escribía versos; más bien los releía convirtiéndolos en la médula de su fe en el pasado, o en el acta de la añoranza.

Transcurría  la tarde del 9 de octubre de 1981. Y  fue esa la única ocasión en la que vi y hablé con la poetisa. Ella habitaba entonces en una especie de voluntario retiro interior, y a la vez estaba negligentemente apartada de los medios culturales. Más adelante, de vuelta a la fama sonora y la publicidad machacona, asediada por la admiración y también por el cálculo, mi presencia quizás hubiera estorbado. Y permanecí distante, releyendo,  degustando, la anchurosa resignación  de sus Poemas sin nombre.

Tuve un pretexto para justificar mi visita ante una posible  resistencia  a las pretensiones de un periodista: devolverle dos cartas que me había dejado como herencia literaria Chon Tejera, la hija mayor de Diego Vicente, el cantor de “La hamaca”. Son dos tarjetas de cartón, de 13 por ocho centímetros que a pesar de su brevedad favorecen franquear la cancela íntima de la autora de Los últimos días de una casa.

Me marché conmovido. Y aún en el alma la voz lenta, como meditada, de la poetisa, escribí una urgente impresión que supuse sería en el futuro la introducción de un artículo sobre Dulce María y su obra, que fui aplazando. El poeta –escribía yo entonces- siempre es. Dulce María Loynaz regresa de una vida larga por el mismo camino de la poesía. Por muchos que sean los años que la separan de sus últimos versos, vuelve a ellos conducida por una vocación que se resiste al desencanto. La conocí encerrada en sí misma. Pero las fronteras de su yo son tan vastas como las del agua, y de vez en cuando se escapa a navegar tejiendo una poesía invisible en los círculos cortantes del recuerdo. Ya no escribe versos; los vive.

Desde 1938 los poemas de Dulce María Loynaz andan en el tacto de los lectores. Ese es el año de su primer libro –titulado Versos-,  que contiene piezas escritas desde 1920 cuando la autora decursaba por esa etapa que nos da la impresión de ser eterna: los 18 años. Lo releí. Luego repasé Juegos del agua, y Poemas sin nombre, y Carta de amor a Tut-Ank-Amen, y Últimos días de una casa. Y he vuelto a encontrar los oscuros ojos de tormenta donde se agita la violencia sofrenada, en una sensibilidad marcada al hierro por una condición humana que admite el exabrupto y la ternura, la desilusión y la quimera, el tumulto y la soledad. “Has perdido –jugando- el resplandor/ de una estrella: ¡Has perdido hasta una estrella!/ Y hasta una estrella he de encontrarte yo…/ Tanto puedo por ti, tanto… Voy a seguir la huella/ sobre el mar de una estrella/ que se perdió…”

Los poemas de Dulce María Loynaz trascienden la justificación de un momento. Y por ello no concibo que algún crítico de lupa y cátedra la engavete en una escuela o tendencia literaria. Es cierto que saltan líneas con acentos de Darío en, por ejemplo, las estrofas dedicadas a Cheché (muchacha que hace flores artificiales): Cheché “es delgada y ágil, Va entrada en el otoño. / Tiene los ojos mansos y la boca sin besos…/ Yo la he conocido en la paz de una tarde/ como el Hada –ya mustia- de un libro de cuentos.”

Pero aparte de influencias momentáneas, la poesía de la Loynaz está escrita para ayer y hoy. Poesía límpida que se sumerge en el agua –quizás el vocablo más utilizado por la poetisa-, buscando simbólicamente la limpieza, la clarividencia, un permanente estado de gracia mediante el liquido primordial del bautismo. Poesía exenta de las escandalosas metáforas vanguardista y desvinculada de la hermética imaginería de algunos que, con ímpetu de renovadores, sucedieron a la vanguardia poética. Si Ortega y Gasset tuviese razón en su aserto de que la poesía se despoja de naturalidad para erigirse en voluntad de amaneramiento, Dulce María Loynaz  tuerce sus gestos con una delicadeza, con una clásica transparencia que hechiza al gusto y lo transforma en una heredad visible para el pasado y el presente. Porque cuando la poesía no es pirueta del cerebro, sino vitalidad del pecho, la voz alcanza a devorarse a sí misma y resurgir nueva en el futuro. La sinceridad y el calor de vivir son la sustancia de la resurrección frecuente de esa poesía que, concebida en un momento, renace entre cenizas. La que estalla en la pirotecnia fantasmagórica de lo imitativo o libresco, se trasmuta en humo y podrá merecer el aplauso del instante,  tal vez jamás el de la posteridad.

¿No posee el olor y la textura del pan fresco La carta de amor a Tut –Ank- Amen? ¿Acaso ante el sarcófago del rey adolescente, cualquier muchacha sensitiva de hoy, no escribiría con las mismas palabras  este “delirio juvenil”que le disputa un novio a la inmovilidad de los siglos y la muerte? “Déjame decirte estas locuras que acaso nunca te dijo nadie, déjame decírtelas en esta soledad de mi cuarto de hotel, en esta frialdad de las paredes compartidas con extraños, más frías que las paredes de la tumba que no quisiste compartir con nadie.”

Esta “carta”fue escrita en prosa; integró un diario de viaje en 1929. Y en la prosa poemática, cuando el verso se desprende de la euritmia del maquillaje métrico y de la música exterior de la rima consonante, es donde  Dulce María Loynaz  logra una hondura agónica. No me refiero a su prosa novelística, en la cual ejerce también la poetisa; es la prosa -¿prosa?- en que cuajan las ideas poéticas con calidad y libertad irrepetibles.

Al llegar a su casa, me recibió en el portal donde la esperé unos minutos observando los patios, las estatuas, la sombra de aquella casona en El Vedado, que trasuntaba quietud, desasimiento, soledad. Llegó encorvada, como reducida en su estatura por la edad, pero cuidadosamente peinada, el rostro espolvoreado; fina, lúcida. Admito compungidamente que desaproveché aquel momento para entrevistarla. Pero me había despojado de mi curiosidad periodística. Y permanecí casi en contemplativo silencio ante aquel tótem de recoleta profundidad, de tristeza enraizada.

Me regaló sus libros de poesía, menos uno: Poemas sin nombre, que yo poseía porque también Chon Tejera me lo había legado, y que llevé esa tarde para que me lo autografiara. Escribió: “A Luis Sexto, que quiso conocer a la poetisa olvidada. ¿La recordará él algún día?” Pretendí decirle que ese título componía su poemario perdurable; inmunizado contra modas y épocas, libro en que se marca su voluntad de estilo, sufriente puja: “Esta palabra mía sufre de que la escriban, de que le ciñan cuerpo y servidumbre. He de luchar con ella siempre, como Jacob con su arcángel; y algunas veces la doblego, pero otras muchas es ella quien me derriba de un alazo”. Que en esas páginas –intenté decirle-  pervivía ella doblada sobre los recuerdos “como la mujer que vi esta tarde lavando en el río”. Y en las que uno develaba, con inéditos matices en cada relectura, las líneas de su poesía: lo religioso, lo bíblico, lo epigramático, lo erótico, lo femenino. Lo humano sin pose, ni técnica. El olvido borrando el olvido desde el olvido, como el alba a las estrellas... Nada, en fin, pude decirle. El elogio y la admiración también exigen sus pudores.

Había tomado las cartas que hacía tantos años había escrito. Las retuvo. Y luego me las devolvió como entregándome un pasado enmudecido para ella.

-A usted le serán más útiles.

Me preguntó si yo poseía Jardín. Y en ese momento debí continuar callado, o responder con el sí o el no de los que se protegen de cualquier intromisión del disparate. Porque, sin meditar, le respondí:

-¿Jardín? No tengo; vivo en altos.

 

 

 

 

 

 

UN ALMUERZO CON SOLER

UN ALMUERZO CON SOLER

Por Luis Sexto

La única vez en que José Soler Puig me visitó fue suficiente para agregarle a la casa donde resido en el Vedado, hace casi 45 años, un valor literario o artístico más. Porque en este edificio fui vecino del violinista Diego Bonilla, uno de los miembros del Grupo Minorista, y antes vivió el escritor venezolano Andrés Eloy Blanco y hasta su muerte reciente la profesora Delfina García Pers, dilecta discípula de la investigadora Carolina Poncet. En frente se ubica la casa del que fue políticamente controvertido, pero periodística y estilísticamente acatado y disfrutado, Ramón Vasconcelos, y una cuadra más abajo, aquella donde Enrique de la Osa enhebraba su Sección en Cuba para Bohemia. 

Aquel día Soler almorzó en mi casa un pollo cuyo desdén por las masas tratamos de pasar por alto mediante una charla, durante la cual la voz abaritonada y despaciosa del novelista movió la batuta. Luego, en una sobremesa de casi toda la tarde, efectuamos el careo de preguntas y respuestas que semanas atrás habíamos concertado en Santiago de Cuba. Yo pude alguna vez haber leído las novelas de Soler, y haber muerto de angustia en Bertillón 166, y caído con El derrumbe, y soñado en El pan dormido, y haber mirado por las rendijas de El caserón, pero recuerdo sobre todo el resplandor humano, la antigua humildad filosófica del escritor. Humildad complicada. Artista consciente de cuanto sabía y realizaba, pero con un núcleo cálido de hombre a quien el vivir lo superaba haciéndolo más raso, despojándolo de las lentejuelas de un oficio que vive del aplauso. 

Quizás por ello confundía a primera vista. Algunos se espantan ante la humildad y la tildan de torpeza, porque para ellos el almidón y el cepillo de la vanidad han de ser el destello del talento.  Le ocurrió a aquel periodista de esmerada presencia -extranjero o cubano, no se sabe- que Soler vio acercarse a una vecina y preguntarle algo. El novelista estaba sentado en el piso del portal de su casa, en el reparto Sueño, con los pantalones un tanto recogidos y con los pies en chancletas o cutaras. Parecía un jugador de dominó vespertino esperando las fichas y la mesa. La señora respondió señalando al escritor. Y el extraño apuntó hacia Soler, como diciendo: ¿¡Ese?! Y se marchó mirando hacia atrás. Tal vez asustado. 

Sin proponérmelo, aquella entrevista, realizada en 1988 y aún parcialmente inédita, sirvió para que José Soler Puig se colocara ante un espejo y con el paño de la verdad borrara colorines, desfiguraciones de su vida. Se decía entonces que el novelista había aprendido a escribir copiando a lápiz Los miserables. No lo negó. Él, dijo, no creía en el talento. Solo en el trabajo. Su mérito consistía en ser un obrero. Y si lo hubiera sido en la actualidad, habría sido ejemplar. Le gustaba trabajar. Y por ello prácticamente pasaba el día con su obra en las manos o en la cabeza. Hasta soñaba con la solución de los problemas que le iba planteando la novela en creación. Si logró algo fue por su capacidad de trabajar y meditar. Porque, cuando comenzó su fervor literario, escribía muy mal. Y "me pasé años, veinte, veinticinco años copiando", reproduciendo otros textos para aprender la técnica. Pero no copió enteramente Los miserables. Solo fragmentos. Porque, si no, habría estado aún pasando a papel la fatigosa novela, con una ampolla en el índice del tamaño de un huevo. 

Más o menos en 1935, con unos veinte años de edad, la idea de ser escritor lo intranquilizaba tanto que, además de copiar páginas ajenas como método de aprendizaje, escribía un cuento diariamente. El que le parecía aceptable lo remitía a la revista Carteles, que publicó algunos. Leía, además, cinco o seis horas diarias. Y trabajaba. Desde los nueve años se acercó al trabajo, y aprendió a respetarlo entre los panaderos. Su padre poseía una panadería. Y el niño desenraizó sus amaneramientos pequeño-burgueses entre los operarios, y comprendió temprano cuánta injusticia campeaba impune cuando unos sudaban y otros, por ser tan solo dueños de los medios de trabajo, recibían el mayor beneficio. Ya su padre  -desde la igualdad de la muerte- debe de haberle perdonado que siendo tan pequeño aprendiera a repudiar a la clase en cuyo ámbito material e ideológico había nacido. 

Entre esos cuentos de ejercicio tozudo y reglado, Soler envió uno a Cúspide, empeño editorial que, en el central Merceditas, en Melena del Sur, dirigió José Cabrera Díaz, entre 1937 y 1939. La revista publicaba poesía, cuentos, ensayos, asuntos de historia, de cultura. Y entre sus firmas aparecían Fernando Ortiz, Mirta Aguirre, Enrique Serpa, Ángel Augier, Dora Alonso, Fina García Marruz.  El de Soler, según su autor, fue el primer cuento de ciencia-ficción escrito en Cuba. Se llamó “Sueño infernal”. "Fíjate qué enredo. Al amante de cierta mujer le injertan, por error, el cerebro del marido engañado. En aquellos momentos la operación era, al menos, legalmente irrealizable. Me muero de la risa cuando lo releo." Pero, al verlo publicado, continuó escribiendo. 

Soler, como de Matanzas Carilda Oliver, nunca pudo escribir fuera de Santiago, ni sobre otra mesa que no fuese la habitual, y con lápiz porque el bolígrafo le inhabilitaba la imaginación. Vivió en cuatro ciudades de Cuba. Y en ninguna -tal vez un poco mejor en Guantánamo- se acomodó como en Santiago. Por ello, hasta el día de la entrevista, creí que el novelista era la voz, la encarnación de su ciudad natal. Santiago de Cuba, confluencia de contrastes. Moderna y antigua. Marina y serrana. Segunda y primera...  Exactamente la segunda por población y tamaño después de La Habana. Pero no me  atrevería a regatearle la corona de la capital histórica de Cuba. El transeúnte pasa de una calle a otra, y en cualquier fachada lee una tarja donde se habla de que allí nació o murió o vivió alguien a quien la patria agradece una obra o la donación de su vida. Ciudad de las cunas y las tumbas trascendentales. Por Santiago comenzó la historia de Cuba en sus perfiles generales. Porque siendo Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa la ciudad primada, a tiro de arcabuz de La Española, le cedió en 1522 la prelacía del obispado y catedral de Cuba a Santiago, la última de las siete primeras villas, fundada en 1515. Y cedió a desgano los más encopetados pobladores, que poco más tarde partieron hacia la conquista de México, con la que ofrecieron al Reino un cuerno mitológico de riquezas. 

Todo eso es Santiago. Y Soler no lo ignoraba. Pero escribía solo sobre lo "más grande de Santiago" y que él conocía como a su propia alma: los santiagueros, a cuyos gestos, a cuyas réplicas a veces se adelantaba. En Santiago se estaba bien. En La Habana no podía meditar. Ruido. Actividad. Recreo. Seducciones. "Todo te lo dan de golpe. En Santiago, aunque ahora la aturde el ajetreo de gran ciudad, todavía se puede meditar horas sin que alteren tu ritmo." En Santiago ocurren situaciones curiosas que a Soler Puig le gustaban. Por sus calles anduvo, sobre un carretón, vendiendo pan, y trabajó en una fábrica de tubos y en otra de aceite de coco, y vendió seguros y solares, y se metió a soldado. Oía. Aprendía. "Ahí está la plaza de Marte. Hace muchos años los santiagueros decían de Marta, y los cultos comentaban: qué ignorancia. Pero razón tenía el pueblo. Era de Marta. Porque así se llamaba la señora que la costeó." ¿Quién le cambió el nombre, quién trajo a Santiago el dios romano de la guerra: los cultos o los incultos? Nunca lo averiguó. Su empeño consistía en alcanzar la magnitud de los santiagueros, cuyas virtudes principales, para Soler, eran sentir la cubanía apasionadamente, simbolizar la rebeldía del pueblo, ser sumamente fraternos, tan cuadrados ante la doblez que cuando dicen: qué le pasa, compay, calorizan sinceramente el dicho.

Los santiagueros lo trataron con veneración, con tanta, que pensó no merecerla. Lo agobiaba la duda de que no hubiese captado el carácter de ese ser que él creía conocer hasta el punto de tocar cada amor, cada odio, cada acción con el pensamiento. Era también santiaguero. Puro santiaguero. Y cuando fue a mi casa, a dejarse entrevistar y a compartir un pollo enhuesado, lo estaba confirmando en la plenitud de su humildad. 

 


MARIO BENEDETTI EN LA MEMORIA

MARIO BENEDETTI EN LA MEMORIA

 El escritor uruguayo Mario Benedetti falleció este domingo, 17 de mayo, en Montevideo a la edad de 88 años, tras padecer de una patología intestinal crónica que los últimos meses agravó su estado de salud.
"Falleció mientras dormía en su domicilio y en profunda paz. De a poquito dejó de respirar", dijo su secretario Ariel Silva, minutos antes que los medicos firmaran el acta que certificaba su muerte.
Luego de conocerse la muerte del célebre escritor, el gobierno uruguayo decretó duelo nacional y dispuso que su velatorio se desarrolle con honores patrios desde las 12H00 GMT del lunes en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo, sede del Congreso, señaló el vicepresidente de la República, Rodolfo Nin Novoa.El pasado 6 de mayo, luego de 12 días de hospitalización, el escritor fue dado de alta, ya que según informaron sus familiares, había "respondido excelentemente al tratamiento médico instituido, lo que determinó que se otorgara el alta a domicilio".

En aquel momento, se informó que el escritor se retiraba "estable, lúcido y que no requería otras medidas médicas salvo a las que era sometido antes de ser internado".

El escritor estuvo hospitalizado cuatro veces el año pasado en Montevideo debido a diversos problemas físicos.
En su última aparición pública, en diciembre de 2007, Benedetti fue condecorado con la Orden Francisco de Miranda por el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en un acto que se celebró en la Universidad de la República, en Montevideo.
Ese día Benedetti, que ya presentaba un estado físico deteriorado, fue saludado con una ovación de varios minutos en una abarrotada sala de actos de la universidad.Benedetti fue autor de más de ochenta libros de poesía, novelas, cuentos y ensayos, así como de guiones de cine, fue galardonado con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (1999), el Premio Iberoamericano José Martí (2001) y el Premio Internacional Menéndez Pelayo (2005).

Su última obra publicada, el poemario "Testigo de uno mismo", fue presentada en agosto del año pasado.

Antes de su último ingreso, Benedetti estaba trabajando en un nuevo libro de poesía cuyo título provisional es "Biografía para encontrarme".
Al conocerse de la noticia de su muerte medios internacionales resumieron la noticia con estas palabras: "El escritor Mario Benedetti murió hoy en Montevideo y dejó huérfana a la literatura uruguaya y latinoamericana de uno de sus poetas y narradores más prolíficos, venerado por generaciones por su ética social y su melancólico canto a la vida".
Benedetti abordó todos los géneros literarios, en los que reflejó una mirada crítica de izquierda que le llevaría al exilio y a ser, hasta sus últimos días, un firme detractor de la política exterior de Estados Unidos.
Sus poesías fueron cantadas por autores como Joan Manuel Serrat, Daniel Viglietti, Nacha Guevara, Luis Pastor o Pedro Guerra, y sus novelas más famosas llevadas al cine, como "La tregua" (1974) o "Gracias por el fuego" (1985), a cargo del director argentino Sergio Renán.
Este exponente por antonomasia de la llamada generación uruguaya de 1945, la "generación crítica", nació el 14 de septiembre de 1920 en Paso de los Toros, en el Departamento de Tacuarembo.
En 1928 comenzó sus estudios primarios en el Colegio Alemán de Montevideo, donde, según contaba el propio Benedetti, gustaba de escribir en verso las lecciones e incluso sorprendió a sus maestros con un primer poema en ese idioma.
Antes de dedicarse a la escritura, Benedetti hizo de taquígrafo, cajero, vendedor, librero, periodista, traductor, empleado público y comercial, oficios que supusieron un contacto con la realidad social de Uruguay que fue determinante a la hora de modelar su estilo y la esencia de su escritura.
Entre 1938 y 1941 residió en Buenos Aires y en 1945 ingresó en el semanario Marcha como redactor y publicó su primer libro, "La víspera indeleble", de poesía.
Residió en París entre 1966 y 1967, donde trabajó como traductor y locutor para la Radio y Televisión Francesa, y luego de taquígrafo y traductor para la UNESCO.
En 1968 fundó en La Habana el Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas, que dirigió hasta 1971, y encabezó el Departamento de Literatura Latinoamericana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de Montevideo, entre 1971 y 1973.
En los setenta desarrolló una intensa actividad política, como dirigente del Movimiento 26 de Marzo, del que fue cofundador en 1971 y al que representó en el Frente Amplio, coalición izquierdista que alcanzó el poder en 2005.
Su obra
En una época trepidante, el escritor uruguayo publicó obras como "Esta mañana y otros cuentos" (1949), "Poemas de oficina" (1956), "Ida y vuelta" (1958) y "La tregua" (1960).
En 1949 Benedetti avanzó en su carrera periodística con su labor en la destacada revista literaria Número, compaginando al tiempo sus tareas de crítico con una carrera imparable como escritor.
Con el golpe militar de 1973 renunció a su cargo universitario y se exilió, primero en Argentina y después en Perú, donde fue detenido, deportado y amnistiado.
Benedetti se instaló en Cuba en 1976 y un año más tarde se trasladó a Madrid, donde permaneció hasta 1985, cuando, con el fin de la dictadura uruguaya, puso fin a doce años de exilio.
Entre las obras de esta época aparecen "Letras del continente mestizo" (1967), "Inventario 70" (1970), "El escritor latinoamericano y la revolución posible" (1974) y "Con y sin nostalgia" (1977).
Su obra teatral "Pedro y el capitán" (1979) fue representada en Madrid en 1981 y un año después aparecieron sus "Cuentos" y la novela "Primavera con una esquina rota".
En 1984 publicó "Geografías" y "El desexilio y otras conjeturas" y tres años después, tras volver a Uruguay, se convirtió en miembro del Consejo Editor de la revista de izquierdas Brecha.
De 1985 data su colaboración con Joan Manuel Serrat en el disco "El sur también existe".
A partir de entonces su producción es imparable, con títulos como "Despiste y franquezas" (1991), "La borra del café" (1993), "Andamios" (1996) y los poemarios "Mas acá del horizonte" (1997) y "La vida, ese paréntesis" (1998).
En la década siguiente aparecieron "El porvenir de mi pasado" (2003), "Memoria y esperanza, un mensaje para los jóvenes" (2004) y los poemarios "El mundo que respira" (2001), "Existir todavía" (2004) y "Vivir adrede" (2007), entre otros.
Numerosas distinciones
Benedetti recibió numerosas distinciones, entre ellas la Medalla Haydee Santamaría del 30 aniversario de la Casa de las Américas en La Habana (1989) y la Medalla Gabriela Mistral del Gobierno chileno (1996).
Además, el premio León Felipe de España a los valores cívicos (1997), el Iberoamericano José Martí y el Internacional italiano de Literatura La Cultura del Mar, ambos en 2001, año en que también fue nombrado "Ciudadano Ilustre de Montevideo".
El escritor, doctor Honoris Causa por universidades de España, Uruguay y Argentina, quedó viudo en 2006 de Luz López Alegre, con quien se había casado en 1946.
En 2007 fue condecorado con la Orden Francisco de Miranda en grado de ’generalísimo’ por el Gobierno venezolano y en 2008 obtuvo el I Premio ALBA del Fondo Cultural de la Alternativa Bolivariana para las Américas en la categoría de Letras. (Tomado de Telesur)

MORIR POR EL PERIODISMO

MORIR POR EL PERIODISMO

Por Raúl Menchaca

A propósito del Premio Nacional de Periodismo José Martí

Conocí a Luis Sexto una lejana mañana de septiembre de 1982. Ambos formábamos parte de un aula universitaria donde aspiraban a obtener el título académico un grupo de periodistas en ejercicio, entre los que hoy sobresalen Sahily Tabares, Marisela Recasens, Idania Martínez, Rogelio del Río o Humberto Mayol.

Ya Luis era parte de la plantilla del diario Trabajadores y comenzaba a brillar con textos que se salían de la norma del periodismo cubano de entonces.

De Luis, siempre me llamó la atención su tranquila actitud ante la vida, una imagen externa que sólo oculta un telúrico afán por hallar las esencias del cubano, ese que con su labor día a día arrima el hombro en la construcción de un socialismo tropical y diferente.

En aquella aula de la entonces Escuela de Periodismo de la Universidad de La Habana nació una amistad fundada en mi admiración hacia ese calvo simpático, con una hondura de pensamiento que sólo tienen los privilegiados y que no le mata un humor singular, tamizado por una vasta cultura y un talante contestatario que sin embargo tiene un alto compromiso con Fidel y la Revolución Cubana.

Después, la profesión nos unió incluso en el extranjero y Luis siempre se reveló como un ser humano extraordinario que ha sabido pasar por encima de duros golpes de la vida y de las mezquindades e incomprensiones humanas.

Además de laborar en el hoy semanario Trabajadores, dirigió la redacción cultural de la agencia de noticias Prensa Latina. Trabajó en la revista Bohemia y en el periódico Juventud Rebelde.

En Radio Rebelde tiene especial participación en Hablando claro, el programa donde discute sobre la actualidad cubana junto a Antonio Moltó, otro grande al que el periodismo cubano aún debe mayor reconocimiento.

Pero Luis, que guarda una profunda vocación magisterial, tiene tiempo para impartir la docencia en el Instituto Internacional de Periodismo José Martí y en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana.

Mantiene en Internet el blog personal Patria y Humanidad, y como si fuera poco atesora además una extensa obra literaria, que incluye poesía, ensayo y cuentos, pero se confiesa sólo "un reportero".

Columnista de fibra, de esos que sufren cada semana ante la cuartilla en blanco, este villaclareño nacido en Remedios sabe de la polémica respetuosa y argumentada pero desprecia a los traidores y a los vendepatrias.

"En el periodismo hay que exponer el pellejo, y eso me gusta. En el periodismo uno se puede morir, pero incluso, eso me gusta. Me gusta tener una causa por la cual morir", afirmó en una reciente entrevista y así fijó su posición ante la profesión y la sociedad cubana actual.

Por eso, entregarle este año el Premio Nacional de Periodismo José Martí, que se otorga por la obra de toda la vida, ha sido sólo reconocer a quien ha vivido dispuesto a morir por el periodismo.

 

FINA GARCÍA-MARRUZ

FINA GARCÍA-MARRUZ

Por Luis Sexto

La experiencia general lo confirma: Ciertos autores a veces se convierten en autores predilectos. Uno los lee la primera vez y se anuda a ellos, se convierten en personas cercanas y recurrentes. En estos días, la Feria del Libro de La Habana le ha dedicado la edición de 2009  a la poetisa Fina García-Marruz, nacida en esta capital en 1923. Poetisa digo y puedo decir más, ensayista, aunque creo hallar una imbricación esencial entre el que escribe poemas y piensa ensayos.  Porque, creo, que tanto el método como el estilo del ensayista se apoyan en la lírica, en la poética actitud del que penetra en un tema por un impulso de amor, como en un poema.

Deben permitírmelo hoy. No puedo al hablar de Fina García Marruz, sin desechar mis emociones. La siento como a alguien invisiblemente cercana, influyendo en mí con su delicadeza de espíritu, la maestría de su estilo y la profundidad de su saber y su sabiduría. Demás está decir, pues, que la mantengo entre mis escritores preferidos. Cuando me dispongo a leerla, debo deshollinar mi conciencia: ir a las páginas de Fina, limpio moralmente como un niño recién nacido. Sus libros lo exigen. Porque sus poemas o sus ensayos, en particular, los que asedian la figura y la obra de Martí, son como un bautismo en las aguas de un ejercicio literario tan honrado que contagia de blancura a cuantos se le aproximan.

Es cierto que a veces, la obra se deslinda de su autor. Un gran libro puede estar escrito por alguien cuya conducta no corresponda a sus letras. Puede suceder. Pero en Fina García Marruz, letra y vida forman una misma unidad humana, ética, literaria. Y cubana. Porque esta mujer de cultura enorme, universalizada por sus vivencias y conciencia, es fundamental y vitalmente cubana. Hemos de gritarlo: Fina García Marruz, ¡honra de Cuba! Quien lee alguna de sus obras, ya en versos o en prosa, no la puede jamás olvidar. (Leído en Radio Progreso, La Habana)