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PATRIA Y HUMANIDAD

Escritores, músicos y pintores

FÉLIX PITA RODRÍGUEZ, MÍSTICO CIVIL

Por Luis Sexto

Nacido el 18 de febrero de 1909, en el pueblo de Bejucal, al sur de la ciudad de La Habana, el poeta y narrador Félix Pita Rodríguez  recibe ahora, al redondearse su primer centenario, la gratitud por haberse erigido como una presencia insoslayable en la conciencia de la nación. Sólo ocurre con los escritores que trascienden las cercas del individuo y se amasan con los dolores, las aspiraciones, la historia de su pueblo. Y de voz personal, se transforman en sonido, voz, lengua patria

Félix comenzó enamorado del Hombre; quiso interpretarlo en su porción invisible, en esos resortes de la conducta que a veces son un misterio. Era, así, un filósofo a lo popular: buscaba el hombre y recaló en la indagación de Juan Pueblo, Juan Desposeído, Juan Pobre, la forma doliente de ser hombre. Y viajó aparentemente impelido por el afán de parecerse a algún personaje aventurero de Salgari. En realidad, el vagabundeo por el planeta fue el impulso natural de su humanidad. Sus libros son trasunto de la experiencia en un callejón místico en Guatemala o en una posada marginal de Veracruz.

Nunca se embarrancó o temió el naufragio. Poseía la escalera para subir y aposentarse en el cuenco del humanismo popular, que lo convirtió en filósofo de la lucha y el cambio. La sensibilidad  -aguzada, fantástica escalera- le despejó cualquier nubarrón vanidoso y le cortó a tiempo el ombligo como pecado original. Para él, como poetiza en Las crónicas, la vida era como estarnos  “jugando nada menos que todo lo que debe ocurrir mañana”. Su divisa era una toma de posición humilde y doméstica: “Servir es más preciso que brillar”.

Y no mentía. Lo certificaba su militancia en el bando de los intelectuales angustiados por la suerte del Hombre en el Madrid asediado durante la guerra civil o en el París adonde recalaban los perseguidos del fascismo, o en La Habana lacerada por la tiranía de Batista, y más tarde, encendida por la fe en la revolución de 1959.

La revolución le insufló de una nueva juventud. Y con Las crónicas: poesía bajo consigna, Félix Pita Rodríguez olvidó sus deudas formales con el vanguardismo y el surrealismo, y se insertó en una poética cuyo compromiso con la revolución pasó del espíritu a la letra. Nunca como en ese momento de 1961, obra y hombre se soldaron en una irradiación unánime. El joyero de versos engastados con cinceles que esterilizaba en los vapores del lujo verbal,  renuncia a  comprar una parcela en los terrenos de la posteridad y se abstiene de levantar “un edifico de nieblas, / construido utilizando materiales del sueño, / sombras del subconsciente, / ni purezas definitivamente puras”.

En ese libro –coloquial y enfático, épico y lírico, arisco y dulce a la vez- el poeta desenmascaró el fantasma del panfleto. Durante siglos se pretendió apartar la poesía de las urgencias de la historia. Panfleto y su derivado panfletario adquirieron fama de soeces y fueron reputados como sinónimos de miseria estética. Félix  también lo reivindicó.  La poesía –nos quiso decir- acompaña al hombre en el amor o el dolor, la pérdida o la ausencia, pero no pueden agitarse campañas sociales sin el poema que impulse a la lucha entre el barro de las trincheras o el calor de las plazas repletas, y recoja, en auténtica palabra, en interiorizada metáfora, el empeño unánime del pueblo.

El pueblo lo “leyó”, sobre todo, en la radio. Fue uno de los escritores que aprovechó las posibilidades masivas del entonces reciente invento. Y en la década de 1940, se convirtió en uno de los autores dramáticos más destacados del circuito CMQ, al adaptar textos literarios al lenguaje radial o dramatizar las noticias como en la “soap opera”.

Poemas, cuentos, estampas surgieron en el transcurso de su obra, que terminó con la muerte del poeta el 13 de octubre de 1991. Sus cuentos, más que historias, son indagatorias en el alma humana. Libros de cuentos –como San Abul de Monte callado y Tobías- donde “no pasa nada” en el exterior, pero dentro de sus personajes se libra un drama colmado de contradicciones, de puja entre el bien y el mal, el deber y el placer, en una prosa que jamás renuncia a arroparse con la poesía. Y Félix Pita Rodríguez, poeta de resonancias místicas, de espiritualidad civil, es recordado hoy en Cuba por haberse negado a escribir, como decía Tobías, su personaje arquetípico,  “historias llenas de pajas”.

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Harold con su báculo de luz

Harold con su báculo de luz

Por MIGUEL BARNET

No por esperada la noticia nos sobrecogió a todos. Harold, después de una intensa agonía, se despedía de nosotros. Ya sabíamos que esto iba a ocurrir, pero cuando tuvimos la certidumbre del final un nudo en la garganta y la indecisión de cómo comunicárselo a los demás nos turbó. Harold era ya parte de nosotros porque desde la ausencia de Manila estuvimos junto a él más que nunca, a su música, a sus inquietudes intelectuales, a sus tribulaciones, a su gradual deterioro físico.

Era parte de nosotros porque su ejemplo cívico, su honestidad, su lucidez, y su coherencia eran un magisterio diario. Harold nunca tuvo 90 años, siempre fue un hombre joven, coloquial, lozano, amistoso. Sus juicios eran tabla de ley, sin paternalismo y mucho menos arrogancia, nos dió una lección mayor de inteligencia y mesura. Sus principios éticos y artísticos fueron inviolables, así como su conducta patriótica puesta a prueba en múltiples escenarios internacionales. Harold fue un intelectual orgánico que puso su música al servicio de la modernidad sin sacrificar la herencia histórica, sin violentar con excesos manieristas lo más puro de la tradición. Y puso también su vida al servicio de una causa en que los valores del otro adquirían prioridad y lo situaban en la dimensión más alta de la condición humana.

Lo cenital y misterioso se conjugan en su persona. Escribió: "La vida es un misterio, nadie sabe nada de nada, simplemente lo que hay que saber es vivir dentro de ese misterio que se convierte para mi en un privilegio, el privilegio de vivir".

Harold fue la quintaesencia del amor sin tregua hacia la especie humana. Para él, la vida fue gesta, desafío, aventura sin fin. Por eso se entregó a aquello que lo retaba y fue libre como todo gran artista. Con su optimismo nos organizó la vida cuando pensábamos que el orden del Cosmos se descomponía y nos caía encima. Maestro de muchos, amigo de todos, fiel de la balanza, Harold fundó una cofradía luminosa que hoy se reúne en este lugar para decirle adiós a sabiendas de que no entrará en el reino de los olvidados ni de la soledad porque siempre tuvo una familia numerosa junto a Manila, sus partituras y su pequeña colección de caballitos de porcelana y cristal. Harold, como hubiera dicho Lezama Lima llevaba la mayor cantidad de luz que un hombre podía mostrar sobre la tierra. En sus ojos esa luz era un aliento para los que tuvimos el privilegio de ser sus amigos. Me imagino cómo se tienen que sentir sus alumnos, los que más allá de la composición musical aprendieron con él el oficio de saber estar en este mundo, asidos al báculo de ética que llevó siempre y que nos entrega hoy como acto de última voluntad. No voy a contar historias personales ni a hacer un compendio de anécdotas que confirmarían con creces la recia y a la vez tierna personalidad de Harold Gramatges. Son sus compañeros más cercanos, sus discípulos y los músicos cubanos los dueños de ese tesoro que soy incapaz de profanar con pequeñeces.

A mi me ha tocado poner luz sobre la sombra que ahora lo acoge en el más profundo silencio. A mi me ha tocado decir que este gran músico santiaguero, nacido en 1918, dio a su patria los lauros más altos. Que su obra le hizo merecedor del premio Reichold del Caribe y Centroamérica otorgado por la Orquesta de Detroit en 1945, que fue alumno destacado de Aaron Copland y de Amadeo Roldán.

Que junto a otros músicos de la vanguardia fundó el grupo de Renovación Musical y presidió desde su fundación la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, que aglutinó lo más conspicuo de la intelectualidad progresista de esos años en encarnizado enfrentamiento a la dictadura de Batista. Que fue embajador, dígase mejor, embajador de lujo, de Cuba en Francia, que fundó el Departamento de Música de Casa de las Américas, que sus clases de composición en el Instituto Superior de Arte adquieren la clasificación de magistrales lecciones cotidianas del saber hacer.

Que dirigió la Comisión de Escritores y Artistas por la Paz y Soberanía de los Pueblos, que fue, es y será siempre el honroso Presidente de la Asociación de Música de la UNEAC y que su obra de creación posee un repertorio infinito que ha enriquecido el catálogo de Cuba y el mundo. Distinciones y premios, casi todos; desde la orden Alejo Carpentier y la Félix Varela de primer grado hasta el Premio Nacional de Música y el Iberoamericano Tomás Luís de Victoria en España. Ninguno de ellos lo envaneció, por el contrario sembraron mayor humildad en su vida.

Harold, ayer por la mañana cuando supimos que ya te ibas, todos los que estábamos en aquella mesa de trabajo de la UNEAC te buscamos entre nosotros, y te vimos, estoy seguro de que te vimos, y no fue una ilusión óptica.

Tú estabas allí erguido, aureolado de ese misterio que siempre te acompañó, con tu báculo de luz y tu irrenunciable elegancia, con tu sencillez y con tu entereza, a punto de pedir la palabra. Tienes la palabra ahora y para siempre, maestro.

(Al despedir el duelo del maestro Harold Gramatges en la mañana del 17 de diciembre del 2008

 

EL CUENTO DE NUNCA ACABAR

EL CUENTO DE NUNCA ACABAR

Por Luis Sexto

La cuartilla en blanco o el vidriado papel de la computadora, se presentan usualmente como la sádica sonrisa de un déspota, el guiño burlón de un misterio, o el guante tirado por un enemigo impredecible. Y los escritores, aunque no todos lo admitan, temen sentarse a escribir. Puede ello colegirse de confesiones y entrevistas. Cierto novelista holandés, que conocí en un hotel de Paramaribo y cuyo nombre se me perdió en aquellos días de diciembre de 1975, me definió la cuartilla en blanco como un edificio en proyecto al que hay que levantar. Y Norman Mailer, después de 40 años de frecuentarla la describió como una "señora muy fría".  Por esas dos definiciones y por la metáfora de García Márquez acerca de que escribir un cuento es como "vaciar concreto" y una novela, "pegar ladrillos", se evidencia que escribir no implica el ejercicio de un trabajo liviano, placentero. Tal vez porque algunos así lo estiman, personas poco dotadas o nulamente tecnificadas retan a la cuartilla en blanco. Y el resultado es eso: lo blanco, la nada. Se van en cero, como bateador sin jits en un partido de béisbol. 

He indagado en memorias y declaraciones de numerosos escritores extranjeros, y habitualmente les disgusta escribir, aunque aparenten en lo escrito que gozan de un juego hedonista. De un placer vivido a toda máquina. Escribir, por supuesto, no es un juego, ni ocupación de vagos. No juzgue mal a los escritores -periodistas entre ellos- que se aficionan a la conversación. Al hablar trabajan: limpian y tienden al sol sus ideas, o, en el intercambio, les suman perfiles complementarios. Tampoco rechace al que permanece silencioso, como alelado, o se aísla: sólo piensa, se concentra. Un libro, una crónica, se arman en la cocina de la meditación.

Cuando vea a un escritor doblado sobre un machete, una guataca, una escoba, no crea que trabaja. Simplemente, descansa.  Son variados y disímiles los modos de creación. Luego de recordar que Maiakovski advertía que no hay reglas para hacer de un hombre o mujer un poeta, Ilia Ehrenburg apuntaba: "Diferentes escritores llegan a la literatura por distintas vías, escriben de modo diferente y tienen diferentes maneras de experimentar el proceso creador." Sólo una regla permanece invariable y se ajusta a todos los temperamentos y las técnicas. La prescribió François Sagan y ella, temiendo le colgaran el escapulario melodramático de otros momentos, aclaró que podrá parecer "un poco folletinesco", pero "un libro se hace con leche, sangre, nervios, nostalgia, ¡con todo el ser humano, en una palabra!".  Y tales ingredientes suponen un esfuerzo, una aplicación demoledora. Flaubert construía lenta, escrupulosa, sistemática, obsesiva, terca, documentada, fría y ardientemente sus novelas. Y mientras escribía Madame Bovary –lo reveló Vargas Llosa-, "un buen día de trabajo" podía "significar media página definitiva". Aunque a veces estaba "loco de furor por haber pasado horas tratando de mejorar una sola frase". 

Otro fanático de la corrección fue Isaac Babel. "Hay -decía- quienes escriben algo y no soportan verlo más. A mí, en cambio, me cuesta escribir y me encanta modificar." Y añadía: "Podrán flagelarme en plena calle (...) pero no entregaré el manuscrito ni un día antes de considerarlo terminado.".  A Norman Mailer no le gustaba lo que escribía. Una vez le confesó a Le nouvel observateur: "Sólo muchos años después me digo: caramba, si esto es mejor de lo que pensaba. Por tanto no estoy impaciente por escribir. Reflexiono sobre un libro hasta que él se presenta de la mejor forma posible. Todo está en la preparación. Pero el hecho de escribir no es agradable." 

Entre el acto de escribir y el momento de realizarlo se interponen a veces ciertas operaciones, manías más bien, que aplazan el acometimiento, el acople del creador y la máquina, la pluma o el lápiz. García Márquez las llama pretextos en una entrevista con La Gaceta de Cuba. "A mí, por lo menos, me da mucho terror sentarme a la máquina de escribir. Le estoy dando vueltas, viéndola ahí, y hablo por teléfono, prefiero leer primero el periódico; voy ganando tiempo (...) Entre la máquina de escribir y uno, uno va creando una cantidad de obstáculos que pueden volverse espantosos."

  Marcel Proust escribió sus libros en una habitación de paredes acolchonadas. A prueba de ruidos. Tal vez si le hubiera faltado semejante hermetismo, habría hallado el pretexto para tirar sus proyectos al limbo de los inocentes: el aplazamiento.  Probablemente, la Isla del Diablo que en lo inmediato le promete la cuartilla en blanco, compulsa al escritor a madurar la obra en la cabeza. Ezequiel Martínez Estrada dijo que hacia 1930, Horacio Quiroga escribía muy poco. "Pero aún no había madurado su aversión a hacerlo. Produciendo lentamente, construyendo mentalmente el cuento hasta en sus menores detalles; una vez encabado lo trasladaba al papel sin que tuviera que retocarlo mayormente.". 

 Juan Marsé intenta desligarse cuanto pueda de la construcción de la obra. Sortea el orden. Porque, al parecer, el orden esclaviza con la disciplina. Generalmente parte de recuerdos personales, o experiencias ajenas. "De alguna manera estas imágenes se relacionan entre sí o yo veo una posibilidad de relación para organizarlas." Y cuando nota que de ellas puede resultar una historia interesante, empieza a redactar de manera muy caótica. "Incluso puedo empezar por un capitulo final o por la descripción de un personaje que no sé dónde meteré luego. Voy acumulando material, se va estructurando el libro, se va haciendo por sí solo".

El escritor de ficción afronta una dificultad suprema según el criterio de José Revueltas. El creador elabora "con mucha lentitud" una vivencia que procede de una memoria ficticia. "Tiene que recordar lo que imagina, lo que no existe." Por ello, "amo profundamente el orden, sobre todo en el trabajo, y creo que nada se puede hacer sin la cabeza lúcida y que no hay peor contrariedad que pensar que se puede escribir con hongos alucinantes o con alcohol en la cabeza".  Juan Carlos Onetti piensa un tanto contrariamente. A la propia periodista mexicana que entrevistó a Revueltas -Margarita García Flores- le admitió que "generalmente bebo cuando escribo". Pero poco. "Casi siempre bebo como una incitación, porque soy muy perezoso para sentarme a escribir. Entonces saco unos tragos y, no sé, me despiertan la voluntad..." 

Pablo Neruda era también medio vago, según  Matilde Urrutia, la viuda. Sus poemas, por extensos y rotundos que fueran, no le exigían una labor larga, paciente, incómoda. "No trabajaba casi nada. Se sentaba a una mesa y escribía como si le dictaran. En 40 minutos o menos de una hora hacía su trabajo diario." La oda al abecedario la compuso en una reunión en la casa. Su esposa le recordó que aún no la habían enviado a El Nacional. Y el poeta le dijo: ahora la escribo. "Se sentó a una mesa en la que había gente tomando vino. Llegaba una muchachita y lo interrumpía, llegaba otro amigo que preguntaba algo, y Pablo escribía, escribía. Tomaba un trago y decía ¡salud! Y luego me entregó la oda para que la pasara en limpio. Parece muy elaborada y fue escrita en una reunión.". En esta técnica portentosa, además de un talento pulidísimo, se adivina la previa y demorada cocción mental del poema.

Lo fundamental de la creación se resuelve en las horas cuando aparentemente uno permanece sin hacer nada.  Ese trabajo silencioso apuntala, consolida la intuición que luego irrumpe en minutos.  Son pocos los ejemplos. Pero no dudo en aseverar que son universales. Con más o menos intensidad, con cambios entre uno y otro que no lastiman la regularidad, los escritores se comportan con similares actitudes y normas ante la cuartilla en blanco. Hace unos 12 años indagué entre cubanos, y las respuestas, que publiqué en Bohemia, se mezclan, se cruzan con las de los autores extranjeros recién nombrados.

Termino. Dejo estas cuartillas en la redacción. Y empiezo a calentar, en las circunvoluciones de mi habitación interna, la crónica del domingo próximo. ¿Habrá alguien que se atreva a afirmar que los escritores y periodistas no trabajamos...? 

 

CUANDO UN AMIGO SE VA

CUANDO UN AMIGO SE VA

Por Luis Sexto

Ha muerto Helio Orovio. Y sé que no ha muerto, para mí, solo el poeta, el musicólogo, esa figura que recogerán los obituarios como una pérdida de la cultura nacional; el autor del Diccionario de la música cubana, antecedente de otros proyectos, tal vez más voluminosos y precisos, pero que transitan la huella dejada por Orovio.

La noche del 6 de octubre, el noticiario de la Tv me aplastó contra mi sillón al oír la noticia. ¿Cómo es posible si hacía unos instantes, mientras revisaba el original que estoy acabando de escribir sobre Pedro Junco y toda la mitología de su bolero “Nosotros”, me dije: Debo llamar a Helio para consultarle este o aquel juicio; consultar su procedencia, su exactitud histórica o técnica.

Cuando pensé en él, no pude creer que podía ser una señal  telepática, como un aviso de su muerte. Tantas veces lo recordaba en el día; lo veía tan escasamente viviendo él tan lejos –ahora tan lejos- en Santiago de las Vegas, ese pueblito donde nació en 1938 siendo “nieto de Ramón el lector”, camino de Santiago por donde se le iba la nostalgia en sus poemas rumberos y rumbeantes, versos percutientes de músico popular estudioso, licenciado en derecho diplomático y fino poeta conversacional, irónico y maldito como José Z. Tallet, a quien le consagró la antología cimera soñada a sus 30 años.

Lo conocí en 1966. Todavía Helio no había cumplido 30 años. Y a mi me faltaban siete para hacerlo. Fui a verlo una tarde a El caimán Barbudo, en la redacción de Juventud Rebelde. Yo quería ser poeta y varios de sus poemas, publicados en el polémica mensuario juvenil, en aquella época fundacional, me habían conmovido por la sencillez, por ese lenguaje de casi todas las calles. Supuse que me comprendería. Me le acerqué y le dejé varios de mis versos aprendices. Se había comprometido a leer mis torpezas. Y una semana después dejó su criterio con Silvia Freire, la secretaria de Redacción. En papel gaceta, manuscrita a lápiz, la carta trasuntaba magnanimidad, cercanía.

¿Debo reproducirla? Si lo hago es para su honra póstuma. Le agradecí siempre su estímulo. Y una vez la publiqué en Juventud Rebelde, en una crónica que no hablaba de su futura muerte, sino de su fecunda existencia. “Hay momentos en los poemas que casi tocan la poesía, pero las caídas son muy visibles luego. (...) El poeta tiene que ser creador. No puede escribir por la voz de nadie, aunque ese nadie se llame César Vallejo. (...) Ahora bien creo que tienes sensibilidad, amor a la poesía y fuerza vital. Debes aprender a utilizarlas mejor.”

Cómo fue posible que Helio, ya entre las voces prominentes de aquella generación insurgente que en el Caimán Barbudo entonces lideraba, desde un extremo, Jesús Díaz, luego tan veleidoso, pudo expresar una crítica severa sin negarme la posibilidad de algún día  llegar a escribir un poema decente. Helio Orovio había salvado de la dispersión y la inseguridad mi vocación literaria.  Amarillenta, conservo esta carta entre mis papeles más queridos.

Helio Orovio era, sobre todo, una buena persona. Su mejor epitafio

 

LOS 88 AÑOS DE MARIO BENEDETTI

LOS 88 AÑOS DE MARIO BENEDETTI


Para el escritor y poeta uruguayo Mario Benedetti, nacido el 14 de septiembre de 1920, en su libro "Testigo de uno mismo", recientemente presentado, revisa "la larga sucesión de cosechas" de "nuestra modesta vida" hasta "volver a ser semillas".

La obra fue presentada el 26 de agosto pasado en el Centro Cultural de España en Montevideo, Uruguay, con la lectura de varios de sus poemas a cargo de Silvia Lago, Elder Silva y Rafael Courtoisie, además de que el intérprete Daniel Viglietti cantó algunos de los sonetos de Benedetti que figuran en su repertorio.

"Testigo de uno mismo" es calificado como una suerte de testamento literario. El libro iba a ser presentado originalmente en Buenos Aires, Argentina, en abril pasado, pero la fecha se fue posponiendo debido a problemas de salud del autor. No obstante, actualmente trabaja en un nuevo libro, "Biografía para encontrarme".

Benedetti es autor de más de 80 libros de poemas, novelas, relatos, ensayos y teatro, así como de guiones de cine y crónicas de humor; ha sido merecedor de lauros tan preciados como el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el Méndez Pelayo y el Iberoamericano José Martí.

Autor de una vasta obra literaria y poética que lo sitúa como uno de los intelectuales más prolíficos de Iberoamérica, comprometido con las causas sociales, el uruguayo que se consagró con la novela "La tregua" está festejando sus 88 años de vida.

Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti Farugia nació en Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó, República Oriental de Uruguay. Sus padres se llamaban Brenno y Matilde y por motivos económicos la familia se trasladó a Montevideo cuando él tenía cuatro años.

Así, inició sus estudios básicos en el Colegio Alemán de Montevideo, donde dio vida a sus primero poemas y cuentos. Debido a las restricciones económicas, Mario sólo pudo completar sus estudios secundarios como alumno libre.

Desde muy joven comenzó a trabajar como vendedor, taquígrafo, contador y funcionario público. El contacto tan temprano con el trabajo le permitió conocer a fondo una de las constantes que registra su literatura: el mundo gris de las oficinas burocráticas.

Entre 1938 y 1941 residió en Buenos Aires, donde trabajó para una editorial, sin dejar a un lado su pasión por la poesía y la novela.

De regreso a Montevideo, consiguió el soñado puesto de funcionario en la contaduría general de la Nación, pero cayó enfermo de tifus.

Estuvo dos meses con fiebres y diarreas que le ocasionaron la pérdida de 14 kilogramos. En esa dura etapa de su vida sólo lo animaba las visitas de Luz López Alegre, a quien conoció desde que eran niños y dedicó sus primeros poemas. Su entrañable amistad culminó en matrimonio, en marzo de 1946.

En aquella época, Benedetti se inició en el periodismo y formó parte del equipo del semanario "Marcha", la revista más influyente de la vida política y cultural del Uruguay y una de las más importantes de América Latina, la cual fue clausurada en 1974.

También dirigió la revista literaria "Marginalia", que duró hasta 1949, fecha en que pasó a formar parte del consejo de redacción de la revista "Número", al tiempo que publica el volumen de ensayos "Peripecias y novela".

De acuerdo con sus biógrafos, Benedetti publicó su primer libro de cuentos, "Esta mañana", en 1949, al que le siguieron los poemas de "Sólo mientras tanto". Su primera novela, "Quién de nosotros", apareció en 1953, y le siguió "Poemas de la oficina", publicado en 1956 y que fue una importante influencia para los poetas de su generación, sobre todo por el tono conversacional.

En 1957 viajó por primera vez a Europa, año en que inicia la Revolución Cubana, un hecho que marcó a todos los intelectuales latinoamericanos.

De igual manera, marcó el desarrollo literario y político del escritor uruguayo, pues como él mismo ha declarado le hizo mirar a América Latina cuando la mayoría de los intelectuales vivían deslumbrados por lo europeo.

Su siguiente libro fue "El país de la cola de paja" (1959) y un año después apareció su novela "La tregua", con la que Benedetti adquirió importancia internacional.

Tras el golpe de estado en su país en 1973, el poeta se vio forzado a salir de Uruguay, dando inicio a un exilio de 12 años por diversos países: Argentina, Perú, Cuba y España.

Su amplia producción literaria abarca todos los géneros, incluyendo famosas canciones, y suma más de 60 obras, entre las que destacan la novela "Gracias por el fuego" (1965) y el ensayo "El escritor latinoamericano y la revolución posible" (1974).

Además de los cuentos "Con y sin nostalgia" (1977) y los poemas de "Viento del exilio" (1981), "Inventario Uno" (1950-1985), "Inventario Dos" (1986-1991) y "Cuentos completos" (1947-1994).

También existe una biografía del poeta, escrita por Mario Paoletti, que se titula "Mario Benedetti, el aguafiestas".

Su trabajo "Canciones del más acá" (1989) reúne gran cantidad de escritos que han sido convertidos en temas musicales interpretados por más de 40 cantantes.

"Despistes y franquezas" (1990), "Las soledades de Babel" (1991), "La borra del café" (1992), "Perplejidades de fin de siglo" (1993), "Andamios" (1996) y "El Rincón de haikus", escrito en 1999.

Entre los reconocicimientos a los que Benedetti se ha hecho acreedor destaca el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional, por su novela "Primavera con una esquina rota".

Ha sido investido Doctor Honoris Causa en dos ocasiones, una por la Universidad de Alicante y otra por la de Vallalodid. Además de que el Consejo de Estado de Cuba le otorgó la Medalla "Haydeé Santamarina".

El 8 de marzo pasado, en una íntima ceremonia celebrada en su departamento del centro de Montevideo recibió el Premio Cultural de la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), en la categoría de Letras, que confieren los gobiernos de Cuba y Venezuela.

En 2008 el autor ha sido tres veces hospitalizado, la primera en enero cuando estuvo casi un mes debido a un episodio de enterocolitis, lo que causó preocupación en los medios intelectuales y sus millones de lectores fuera y dentro del país. (Tomado de Elcastellano.org)

FRAGMENTOS DE UNA NOVELA INÉDITA

Por Luis Sexto

Entonces jugaban con el globo del mundo en oficinas confidenciales. Hoy se congregaban en el despacho de Allen Dulles, el director de la CIA. Allí estaban, entre figuras subalternas, el general Cabell, asistente de Dulles; Richard M. Bisel, jefe de planes especiales; su segundo Tracy Barnes, y Howard Hunt, uno de los programadores de la política secreta contra el Gobierno  cubano.

La CIA estudiaba las formas de resolver definitivamente el “caso Cuba”. En un ángulo de la oficina, un atril sostenía un mapa de la isla. La figura del caimán se hacía visible para todos desde su oriental mandíbula estriada por los picos de la Sierra Maestra hasta la cola estrecha y plana de la península de Guanahacabibes. Jack Esterline, jefe de la Cuban Task Force, avanzaba en su informe mientras con el puntero  tocaba  diversos sitios en el papel azul y verde de la hoja cartográfica. Un tanto quejumbrosamente reseñaba el fracaso, enumeraba  la crónica de la decepción. ¿Qué había pasado? Desembarcos e  infiltraciones se deshacían en las arenas de los playazos más inadvertidos, o entre los bosques más enmarañados.  Evitó  ejemplificar, pero si hubiese querido, o si Dulles le hubiera exigido una versión más prolija, habría contado la suerte reciente de Tony Salvard. Con sus comandos, había tocado tierra en las proximidades del río Navas, en el norte de la provincia de Oriente. Vestían de guerra y portaban armas de guerra. La aventura, sin embargo, terminó rápidamente. Milicianos y soldados los toparon en Nabujón, y Tony apenas resistió.

Jake pasó enseguida a quejarse de que los vuelos con suministros a las guerrillas anticastristas en el Escambray, en el centro sur de Cuba, erraban los blancos, y armas y recursos logísticos concluían su caída entre los milicianos.

-Para la mayoría de los guerrilleros la situación es desesperada –advirtió golpeando el mapa como si el puntero, con geometría de varita mágica, pudiera transformar de un toque aquellas desgracias cuyas evidencias más rotundas aparecían en los periódicos de La Habana cuando, tras la captura, los hombre de la CIA se asomaban a las fotos medrosos y compungidos, rodeados de los soldados de Castro.

Un sorbo de agua favoreció una transición hacia planos más halagüeños. Y Jake, que regía las operaciones luego de salir del pensamiento de los teóricos,  pasó hacia el aspecto medular del informe:  la invasión. Lanzaremos –dijo- un batallón de paracaidistas sobre la ciudad de Santa Clara. El  puntero se posó en el centro geográfico de la isla. Los comandos allí aprestarán mediante la sorpresa y el trabajo especializado un campo de aterrizaje y luego destruirán carreteras y líneas de comunicación, cortando al país en dos mitades. De inmediato, simulacros de desembarco distraerán al mando castrista. Uno frente a la capital; otro en el extremo oriental. El ataque verdadero se efectuará por Trinidad, en la  costa sur central.

-Con el grueso de las tropas de Castro concentradas en La Habana y Santiago de Cuba, la brigada invasora tendrá un área limpia por donde marchar hacia el oriente y  el occidente recogiendo refuerzos entre la población que se sumará a los libertadores.

Jackes Esterline calló. Los presentes se miraron entre sí, u hojearon algún papel. Dulles, un tanto seco, inquirió por un epígrafe que se mantendrá invariable durante los meses venideros.

-¿Cuál –dijo- será el papel del clandestinaje?

Jake no pensó; suponía la pregunta.

-Lo usual, jefe. Crear confusión entre los ciudadanos; volar puentes, sabotear las comunicaciones, destruir obras económicas, quemar plantaciones de caña de azúcar...

 El cuatro de noviembre un mensaje cifrado entró en la base Trax, en Retalhuleu, Guatemala, donde instructores norteamericanos entrenaban a cubanos cuya procedencia incluía a ex militares prófugos, políticos destronados, propietarios expropiados, gángsteres perseguidos, jugadores desbancados, estafadores despojados y algunos obreros manipulados. Como suele ocurrir en las pirámides de mando, la jefatura de Trax no entendió momentáneamente aquella orden de variar con tanta prisa y rotundez  los fines y los medios del entrenamiento. De  preparar guerrilleros para la lucha en las montañas, había que adiestrar una brigada de asalto anfibia y aerotransportada , “un mínimo ejército de bolsillo”, pero eficiente en la táctica y el uso de artillería ligera y antiaérea, tanques, bazookas, y apta para ejecutar sabotajes con explosivos en la retaguardia del enemigo.

Dulles había analizado el riesgo con sus colaboradores más íntimos. Y lo aceptó sin consultar al presidente. Pronto habría mudanza en la Casa Blanca y pretendió, en un acto de zorro avezado en ese patio, alistar la propuesta para cuando el nuevo ejecutivo le concediera la primera entrevista de trabajo. John F. Kennedy izó el pulgar en signo de asentimiento. Dulles tomó sus lentes montadas grácilmente en armadura metálica y las limpió con un papel que extrajo del estuche. Parecía borrar la humedad de una lágrima. Más bien disimulaba una sonrisa que apenas ensanchó su boca de por sí ancha. Su nariz –pensó- mejoraba en sutileza y capacidad de anticipación mientras su silla giratoria de director perdía brillo por el exceso de uso.  Era lógico prever la reacción del nuevo presidente. Si antes  Eisenhower había levantado  el dedo favor  de la primera variante,   ¿acaso no solía la administración recién electa continuar la tendencia bélica de su antecesora?  Desde luego. Y los peritos en propaganda y guerra psicológica prosiguieron abultando la leyenda que justificara, en medios diplomáticos, las operaciones encubiertas, las presiones económicas. Las palabras claves recorrían las tres Américas, y  seguían hacia Europa. Alcanzaban incluso a Asia y a África: democracia, libertad de prensa, mundo libre, propiedad privada. Todos los valores esenciales de la civilización cristiana padecían la amenaza de Cuba y el comunismo.

Para el aparato clandestino que tanto inquietaba a Allen Dulles y que él nombraba “el frente interno”, había en Cuba diversidad de elementos. Aunque las operaciones del G2 habían desarticulado a grupos de conspiradores en las ciudades, los más  sólidos, compuestos por  militantes de la Juventud de Acción Católica, la Juventud Obrera Católica, la Agrupación Católica Universitaria y otras asociaciones laicas de la Iglesia, intentaban recomponerse y extenderse. Y con frecuencia humeaba un incendio, se oía una explosión; moría un trabajador, herían a un niño. O desde una pared, un muro, un baño público, consignas que llamaban a rebelarse contra la revolución ostentaban la firma de movimientos como el MRR (recuperación revolucionaria), o MRP (revolucionario del pueblo), o DRE ( directorio revolucionario estudiantil), o MDC (demócrata cristiano).

La embajada estadounidense en La Habana influía en esos grupos. Los oficiales CIA que habitaban el rígido  edificio de Calzada y Malecón, en El Vedado, reclutaban, incluso, a personajes del gobierno revolucionario. Recientemente se pavoneaban de haber captado la adhesión del Humberto Sorí Marín, comandante del Ejército Rebelde y ex ministro de Agricultura. El doctor Sorí había renunciado al puesto, porque la Ley de Reforma Agraria trascendía sus aspiraciones reformistas entre cuyos linderos él pretendía conservar indemne la propiedad latifundaria, predominante entonces en  los campos de la isla.

Robert Wiecha se acercó al ex ministro. Concertó con él un encuentro en una suite del Hotel Nacional, previendo que el G2 no podía medir con suspicacia una visita al albergue insignia de la hotelería cubana,  foco y mentidero de personajes y satélites que aún mantenían vigente el cosmopolitismo de cuando la mafia norteamericana había establecido su plaza directriz en ese ecléctico castillo, erguido frente al mar sobre la colina de Taganana. 

-¿Whisky o ron?

-Whisky, sin hielo -prefirió e cubano que hoy vestía una guayabera blanca, en vez del uniforme verde olivo. 

Sorí no demoró en aceptar las propuestas del diplomático. Saber que los americanos confiaban en él y le destinaban un libreto significativo, con también significativos emolumentos, en la guerra contra el fidelismo comunista, lo indujo a creer en la certeza de proyectos subversivos en los cuales él, habituado a los riesgos del guerrillero, apenas tendría que exponerse. El escueto bigote que individualizaba el rostro común del ex auditor del Ejército Rebelde, se desplegó en una sonrisa mientras apretaba la mano de Wiecha.  (De la novela inédita Las espadas del paraíso)

 

 

 

EN BUSCA DE UNA ESTRELLA

Por Luis Hernández Serrano

 

Nació el 2 de julio de 1945, en General Carrillo, barrio de Remedios, en la provincia de Las Villas, pero aunque el calendario es indiscreto a matarse, no puede ser cierto que vaya a cumplir 63 años, porque dice sentir exactamente los mismos impulsos adolescentes de cuando tenía 17.

Su padre, Manuel Sexto López, era un simple peón de vía en el ingenio San Agustín, después llamado Chiquitico Fabregat, y pasaba nueve meses sin trabajo, acompañado de su esposa, Elda Sánchez Mesa. A ellos debe mucho ser un hombre sensible, periodista, poeta, profesor de jóvenes periodistas y joven él todavía para sus intentos de escribir libros, porque, en definitiva, como dijera bien Gabriel García Márquez, "los cincuenta años son la juventud del escritor". Nos referimos a LUIS SEXTO SÁNCHEZ, así, con mayúsculas.

— ¿Tu infancia, Luis?

—Con diez años me negué a un deseo de familia. Era el sobrino predilecto de mi tía paterna, pero ella tenía la obsesión de que yo fuera médico. Le contesté que no, que yo iba a ser poeta, periodista y escritor.

¿Y esa respuesta tuya?

—No sé por qué a esa temprana edad le hablé de ser poeta, si fue a los 17 que empecé a leer más seriamente.

¿Y de muchacho?

—En verdad fui lector desde niño, pero de los comics, los suministradores de mis primeros prejuicios políticos. No sabía, por ejemplo, qué era el comunismo y en los muñequitos de Los Halcones Negros "aprendí" que era "un cáncer". Lo repetía como una verdad, sin saberlo a derechas.

— ¿En qué comics descubriste que no era así?

— ¡Buena pregunta! Pero no lo descubrí en ningún comic, sino vivencial, dramática y a veces trágicamente en la propia historia de mi Patria, no solo en la que leí, sino en la que viví y sufrí y en la que estoy aun peleando por preservar la independencia y mejorar la justicia social.

— ¿Cuál crees que es la mejor medicina contra los prejuicios políticos?

—La militancia en la vida, meterse en la multitud, entrar en el pueblo, para curarse de los prejuicios de toda índole, incluso de los raciales, tan abundantes todavía.

— ¿Cuál fue el primer libro que leíste?

Moby Dick, de Herman Melville. Después leí las Selecciones, de Reader’s Digest. Y más tarde otros libros que no pueden subestimarse, de Julio Verne, de Héctor Malot y de otros autores.

— ¿Y el primer libro de poemas?

—A los 17 años: Las crónicas, poesía bajo consigna, de Félix Pita Rodríguez, en 1961, un título decisivo para mí. No lo sabía entonces, pero lo sé ahora, porque en él encontré una poesía fuera de lo tradicional, de lo clásico. Una poesía de lo nuestro, emparentada con el tiempo nuevo, con la modernidad y el instante histórico.

"Aquella poesía libre, sin rima, coloquial, me hizo creer que escribir poesía era muy fácil. Después, con los años, vi que la dificultad radicaba precisamente en esa aparente y suave facilidad".

— ¿Cuándo viste algo tuyo en letra de imprenta?

—En un poema Publicado en 1966 en la sección Taller de Juventud Rebelde, a cargo de Eduardo López Morales. Me dio tanta vergüenza haberme visto en letra de molde que entonces, por un tiempo, no volví a escribir poemas.

— ¿Tu primer trabajo periodístico?

—Dos años más tarde, en 1968, fui estimulado por un autor al que considero uno de mis maestros, el francés León Bloy. Un día me senté ante la máquina de escribir y organicé lo que yo llamo mi primera crónica: "Semblanza de León Bloy". Volqué en esas líneas mis impresiones sobre el autor de El Desesperado.

— ¿Y qué pasó?

—Yo era un pequeño amigo del  escritor y crítico José María Chacón y Calvo. Le llevé esa crónica a su casa, en la calle I, en el Vedado, cerca de la mía. Se la enseñé y me dijo: "Se la mandaré a Alfonso Junco", escritor mexicano que dirigía la revista "Ábside". Unos dos meses después me llegó por correo aquella publicación con la crónica y una breve cartica de Don Alfonso, felicitándome. Yo tenía 22 años. Era agrimensor y trabajaba en el central Amancio Rodríguez, entonces en la provincia de Camagüey.

— ¿Cómo asimilaste aquel temprano éxito?

—Es muy curioso. Ciertos estímulos en vez de hacerme avanzar, me han detenido. Parecía que yo ya podía tener las puertas abiertas como redactor. Don Alfonso Junco era un escritor conocido, estudioso de la lengua y su revista literaria una de las más viejas de América Latina. Sin embargo, sentí miedo de no ser digno de tal gesto y quedarme por debajo de lo que se esperaba de uno. Tal vez por eso he sido tan lento en escribir: el miedo me ha esterilizado. Dora Alonso me alertó de ese peligro.

— ¿Y…?

—Pero yo quería ser periodista a pesar de todo miedo; era mi sueño y me preparaba sobre todo leyendo mucho. Aunque me gradué en la Universidad, los libros fueron realmente mi primera Universidad. Siempre quería escribir y no escribía. Concebía los libros en la cabeza, pero nunca iban al papel. Lo más que hice, becado, fue llenar las páginas calladas de un diario íntimo. Aún lo conservo.

— ¿Lo has vuelto a leer?

—Sí.

— ¿Qué te han dicho?

—Que yo pude haber hecho mucho más.

— ¿En cantidad o en calidad?

—En ambos sentidos. En vez de aplazar mis libros para cuando estuviera preparado, pude haberlos iniciado antes. Y… ¡es posible que alguno de los que vean estas palabras mías se alegre de que yo no haya empezado antes!

— ¿Tu primer trabajo en un periódico?

—En el semanario deportivo LPV, que dirigía el colega Francisco Mastracusa.

— ¿Qué surgió de ahí?

—Ya no me fui más del Periodismo. Así comenzó mi carrera. En LPV estuve cinco años. Pasé a Trabajadores al darme cuenta de que había hecho mi aprendizaje básico, para escribir sobre otros temas. Era quincenario. Me fui, siendo ya diario, a los diez años.

Fue una escuela…

—LPV fue mi enseñanza secundaria en la prensa y Trabajadores el nivel superior. Pasé a Prensa latina. Empecé atendiendo asuntos de Estados Unidos y terminé como jefe de la redacción cultural y editor de turno: ¡una intensa escuela! Después entré en la revista Bohemia, donde permanecí 14 años.

"Si Trabajadores fue la Licenciatura, Bohemia fue el Doctorado. Un periodista se doctora en verdad cuando se ha cujeado en la vida y es capaz de andar, de sufrir y de llorar con la gente. No concibo al periodista aséptico, incontaminado, insensible, que no crea que su oficio es un sacerdocio. Bohemia me permitió escribir sobre lo que quería, conocer al pueblo y recorrer el país".

— ¿Y Juventud Rebelde?

—En 2000 pasé a este diario, al que debo haberme permitido terminar mi vida profesional envuelto en la vorágine y en las luchas de mi pueblo. Potenció en mí todo lo que puede quedar de rebelde y de joven, lo digo con sinceridad. En sus páginas he disfrutado las crónicas de los domingos «En primera persona». Soñé escribir esas remembranzas personales que bebí en creadores como Rubén Darío, Gómez Carrillo, Pablo de la Torriente Brau, Rubén Martínez Villena, Jorge Mañach, Raúl Roa, personas que escribían en "yo" sin prejuicios y sin falsos escrúpulos de modestia, porque en realidad el "yo" de mis crónicas es el "nos" de todos los que me leen.

— ¿A quién debes agradecimientos?

—Ortega y Gasset se refirió a que "el hombre es él y su circunstancia". Parafraseándolo digo que "uno es uno y quienes lo quieren", porque si te falta eso, el camino es tortuoso, lento, escabroso. Puedo decir que al entrar en el Periodismo hallé personas que apostaron su confianza a mí, como José María Chacón y Calvo, Alberto de Jesús Calvo, Enrique de la Osa, Waldo Medina y Pepín Ortiz, quienes me estimularon mucho.

— ¿Y le debes a algunos más?

—No alcanzaría ni un periódico entero, pero no puedo dejar de mencionar a mis amigos Guillermo Cabrera Álvarez —que ahora cumple un año de fallecido en Guaracabuya, Placetas, Villa Clara—; Julio García Luis, Antonio Moltó, Eduardo Montes de Oca, Félix Guerra, Renato Recio, Jorge Garrido, Iraida Calzadilla y Roger Ricardo, Víctor Joaquín Ortega, Magali García Moré, Caridad Miranda, Pedro Viñas y José Alejandro Rodríguez, talentosos, sencillos, sinceros, críticos, incondicionales y consecuentes con su oficio, sus ideas y sus sentimientos.

— ¿Por qué te jubilaste?

—Para tratar de escribir los libros que fui aplazando siempre, aunque sigo haciendo la columna Coloquiando, de los viernes en Juventud Rebelde. Pienso acabar de escribir narrativa y poesía.

— ¿Desde qué óptica has escrito como periodista?

—Desde la ética y la cultura. Lo más importante es sobreponer el interés y el valor humano a lo noticioso, sin desdeñar esto último.

— ¿Tu felicidad más grande?

—No ha llegado todavía o tal vez llegue después que pase. Uno quizá no es consciente de la felicidad en el momento en que la goza.

 —¿El mayor dolor?

—Estar lejos de mi madre y de mis tres hermanos y, sobre todo, haber perdido a un hijo, aunque no quiero ser patético. También será muy doloroso morir sin alcanzar lo que consideré "mi estrella". Siempre todo lo que he hecho ha sido para alcanzar una estrella y, como decía Martí, alcanzarla puesto de pie sobre el yugo. (Publicado en CUBAHORA )

 

 

 

 

 

 

EL CRIMEN QUE NO COMETERÉ

EL CRIMEN QUE NO COMETERÉ

Por Luis Sexto

No mataré a mi maestro. 

Aunque  León Bloy haya repudiado al suyo –Barbey D’Aurevilly- seguiré respetándolo, alzando su nicho como si con el tiempo ganara un puesto cada vez más selecto en el escalafón de la gloria, aun cuando yo llegue a aceptar, quizás contra toda lucidez, que puedo escribir mejor que mi maestro. Los que me instan a incinerar sus páginas, alegan que es demasiado antiguo y desmesuradamente personal, y por ello ya parece críptico.  Me lo advierten porque una tarde reciente de verano comenté que aún le debía a mi maestro, a mi autor predilecto, el libro que soñé dedicarle a mis 22 años.    

León Bloy o la violencia del amor. Así pensé titularlo. Y quién es. Qué ecos levanta. Qué propone al hombre de la postmodernidad. Las objeciones se repiten, insisten, intentan doblegarme, y luego recomiendan: mátalo. O –de nuevo el recurrente mandato- tuércele el cuello, como al cisne de los modernistas.

No lo mataré.

Habría que dilucidar antes cuáles son las aspiraciones del hombre configurado por la tan encarecida postmodernidad. Y qué le ofrecen los escritores de esa corriente más fantasiosa que real, más especulativa que concreta, retrógrada por la vía del extremo opuesto: el navegar en círculos,  que  es una vuelta a lo primitivo mediante la estilización del gusto y el vestido. Con lo cual la estampa del hombre en la vidriosa red del ciberespacio, resulta la de un solitario cazador de desnudeces, en cuya oreja derecha cuelga un teléfono celular  con la geometría imperfecta de un signo de interrogación. Moderno o postmoderno, el hombre sufre habitualmente las mismas necesidades de afecto, amparo, justificación ética. Y como en cualquier otra época sigue experimentando la desazón de su destino irreversible: quedarse a solas con la muerte.

Mi maestro, pues,  no merece morir porque todavía me está dictando a gritos. Es tal vez el único hombre al que le tolero las admoniciones en voz alta. Porque León Bloy escribía en un grito. Más bien era un grito desbordante de fe, de la prístina fe de un cristianismo desafiante, retador de todo lo verosímil, lo lógico, lo palpable, lo racional con que justificamos una existencia global sin espíritu, ni trascendencia, hedonísticamente encarnizada en un edénico hacer sin responsabilidad. León Bloy nunca estuvo de moda, ni se atuvo a la moda. Ahora necesitamos que sea puesto como una moda reivindicadora de cuanto ha perdido la literatura en el último siglo. Que venga, desmelenadamente, a ultrajar el realismo sucio, o las bagatelas seudo místicas, o las exigencias de un mercado que no tolera los libros sin sexo crudo, sin sangre, sin la banalidad y la presunción como control del índice cualitativo de la escritura.

Con una edad que  casi triplica mis 22, ya he aprendido que las actitudes de un hombre, de un escritor también, no son solo válidas por su afinidad con la razón o la verdad; más bien lo son por la intensidad, por el grado de pasión que fluye en la acción o la escritura. León Bloy desafió a la ortodoxia religiosa, al menos la jerárquica; insultó las conveniencias sociales; obró contra la razón; pidió tal un mendigo, un Mendigo ingrato como se calificó. Pero se respetó a sí mismo irrespetando la hipocresía, el descoco, los aspavientos de una  generosidad calculada para enmascarar la vergüenza. Puso en alto, en un altar de pobreza, a la honradez.  Y solo conservó, además de los títulos que él mismo se atribuyó como Desesperado y Vociferador de lo Absoluto,  el que le estampó Rubén Darío en un libro que intentó ser justo al concederle la originalidad de Los raros.  Extrañó lo llamó recientemente Abelardo Castillo, también conquistado por ese escritor aborrecido y menospreciado a la vez que  incomprendido, e incomprendido por temido.

La honradez empieza dentro del hombre. Como la libertad. Y como la violencia. Cuanto más honda la honradez más justificado, más puro, el furor y la libertad que lo elige y gobierna. Miguel de Unamuno, otro violento, confesó que Bloy le agradaba por que sabía indignarse. Pero saber indignarse asusta a las mediocridades, a los apegados a posiciones y créditos. Y el autor de La mujer pobre fue despreciado, rechazado, satanizado por cuantos, en la sociedad francesa de entonces, se inclinaban ante el poder político, el dinero, la vanidad. La violencia les repugnaba, incluso la violencia del amor, que era la pasión que exaltaba a Bloy y convertía sus escritos en un látigo en cuya punta colgaba la provocadora sonoridad de un grito. El grito  de la violencia. La violencia del amor.

León Bloy era, pues, un enfático. Su estilo se concretó como “en un estado de sitio permanente” al decir del español Ángel Zapata a propósito del énfasis en la escritura. Pero habrá que deslindar las esencias y las apariencias de lo enfático. Si el estilo de Bloy andaba habitualmente por los superlativos techos de la expresión, no era la hipérbole rabelasiana, la pantagruélica selección de los estrambotes para coser la frase o el párrafo, lo que campeaba en sus páginas. Más bien el desbordamiento de su propia naturaleza. El hombre Bloy espiraba a lo Absoluto. Y el escritor lo magnificaba como a través de un carillón celestial. El término medio le estaba prohibido por aquel celo que bíblicamente lo devoraba, como al salmista. Aquel celo de la Casa de Dios. Aquel celo encabritado contra la impureza, empeñado a que la sociedad volviera a penetrar en el ancho y silencioso templo de la Edad Media, donde Dios regía, reconocido e indiscutido, como Señor de la Historia.

He leído a Bloy repetidamente desde aquellos mis tiempos juveniles en que lo elegí como maestro, seducido por aquel estilo grueso, crudo, que aleteaba en su ira con como si fuese un elefante sacudiendo sus orejas, y que en la debilidad del hambre física y en la desolación de la angustia moral, golpeaba tan contundentemente que pocos se atrevían a acercársele para presenciar su agonía. Y de cuanto he leído –El Desesperado, La mujer pobre, Aquella que llora, Exégesis de los lugares comunes- me inclino a releer las páginas de su Diario y las cartas a su novia, Juana Molbech, hija de poeta, danesa protestante que la pasión de Bloy atrajo al catolicismo heroico de un alucinado. En esos libros –como he sugerido en otra página- queda su más abarcadora revelación: el hombre que escribía por la urgencia inaplazable de sacudir, barrer, expulsar, disgustar, vomitar frente a un espejo  pulido por los dedos de mil señoritas incólumes, después de haber sido dilacerado  por las uñas de mil malvados.

Mi maestro sigue vivo… Nadie más ha sido como él.