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PATRIA Y HUMANIDAD

DE UN AMIGO A UN GRAN AMIGO

DE UN AMIGO A UN GRAN AMIGO

Luis Sexto

Palabras leídas en las honras fúnebres de Antonio Moltó Martorell, presidente de la Unión de Periodistas de Cuba, fallecido el 15 de agosto de 2017

Queridos amigos, colegas, condolientes todos:

   Renuncio hoy  a desdoblarme. Renuncio a leer estas palabras como periodista, como profesional que registra el acontecer sin que la voz le tiemble o el pulso vacile. Hoy, ahora,  como en  todos los aquí presentes, el periodista habituado a interpretar el dolor ajeno, no sabe cómo expresar su pena. Sólo la siente, la siente en silencio, como  en un recato que, en vez de aliviar, ahonda la tristeza y la soledad. Y aviva la reflexión.

Sí. Uno reflexiona en estas circunstancias que nos reúnen, y pide permiso para  confesar que, cuanto más nos adentramos en los años, cuanto más trabajos y días  acumulamos, vamos pagando la audacia de ser viejos. Sí, amigo míos, uno se va quedando sólo, uno va perdiendo la riqueza de los compañeros más cercanos, más afines. Me siento, como tantos aquí presentes: como el arbolito que ha perdido la sombra y la fortaleza del caiguairán vigilante e imbatible.

   Nosotros, que conocimos a Antonio Moltó, sabemos que nuestro jefe, nuestro amigo, era como un río subterráneo. De las aguas de su bondad, de su capacidad de comprender,  de su lealtad a los valores que defendió desde muy joven, hemos sido testigos y beneficiarios. Lo recuerdo cuando le otorgaron la réplica del machete de Máximo Gómez, esa condecoración que premia la obra sin aspavientos. Mientras pasaba a sus manos ese  símbolo de entereza y fidelidad, sus labios se apretaban como en una sonrisa que no quiere abrirse. Pero uno, que lo conocía de tantos empeños acometidos juntos, como los dedos de las manos, para intentar justificar nuestro oficio con actos de honradez y creación, uno intuía, digo, que la pretendida sonrisa era una lágrima mordida para que la emoción no se despeñara.

Moltó supo contenerse. Quizás su educación sentimental, su ética, la índole noble de su carácter le facilitó conducir procesos, orientar profesionales.  Y, sobre todo, sumar voluntades. Porque tenía la virtud de sorprenderte. Mi amistad con Moltó comenzó en los primeros años de los noventa. Yo lo conocía de vista. Del ICRT pasó un día a Tribuna de la Habana, como encargado del cierre. Yo, entonces, hacía lo mismo en Trabajadores. Y cuando subía al taller de composición tenía que verlo  de pie, acodado a una mesa revisando las pruebas del periódico que entonces dirigía Roberto Pavón Tamayo. Lo veía sólo,  aplicado, atento. Y yo pensaba: Qué clase de hombre este. Cuánta humildad y entereza. Ayer dirigiendo en la TV y hoy dirigido en una de las tareas más ingratas de un periódico. Nunca hablamos durante aquellas jornadas de cierre.

   Pasado el tiempo,  me llamó a casa. Ya él ejercía como director de política editorial en Radio Rebelde. Yo trabajaba en Bohemia. Aquel día de 1993, ó 94, que no preciso,  me recibió en la emisora, y me dijo que proyectaban un programa que se llamaría Hablando claro, cuyo objeto editorial consistiría en enfocar, explicar, enjuiciar aquella etapa que empezábamos a llamar período especial. Otros compañeros se sumarían, dijo. Le pregunté que cuándo empezábamos. Y me respondió: ahora mismo. Eres el primero en atender a mi llamado. Serás el primero: inaugurarás Hablando Claro. Comentarás la despenalización del dólar. Por supuesto, esa confianza, que lo honraba a él más que a mí, me convirtió en amigo de Antonio Moltó. Amigo agradecido, entre otros periodistas como Pepe Alejandro, Renato Recio,  Eloy Concepción...

Colegas:

   Me han colmado de honor  al hablar ante la memoria de nuestro presidente.  Y lo han decidido dándome el título adecuado. Hablarás como amigo. Sí, como amigo que compartió tareas, como amigo que presenció su insaciable aspiración de crear, de ser útil, de aglutinar… La encomienda me enaltece.  Pero no crean que me resulta cómoda. Ante un hombre que yace definitivamente para desaparecer en el polvo, y ser polvo,  cualquier persona, conmovida ante el semejante que actuó, soñó, amó, podría estimar como válidos los adjetivos más lúcidos de nuestra lengua. Como sabemos, los muertos merecen siempre el respeto ante los sentimientos de nuestra especie. Pero en el expediente de Antonio Moltó  Martorell el temor del que habla no radica en exagerar, sino en  quedar por debajo de los merecimientos del que ya no es sino un recuerdo que poco a poco se macera en el dolor.

   Tanto tiempo a su lado, me permitieron quererlo, y sobre todo valorarlo. Tantos años me facilitaron experimentar su humildad, esa capacidad de exaltar, de elevar a otros y él quedar por debajo. Esa humildad que lo impelía a consultar una decisión, oír el argumento del otro, y  tras un debate fraterno rectificar o adecuar lo que proyectaba. Poseía el don de la inteligencia, sostenida por el carisma de la modestia. En Antonio Moltó  se coligaban las ideas  y la emoción. Lo vi sufrir y reír. Puedo testificar su amplitud de criterio. Su pasión por crear.

   Entre mis tesoros –como en los tesoros de tantos aquí presentes- clasifica la amistad de Moltó. Moltó: Cabal. Solidario.  Sin doblez. Nada regalaba, sino ofrecía a quien lo mereciera y quisiera ser útil. Y nosotros sentimos la dicha de que él haya confiado en uno para la lucha actual, que ya no es, por el momento, de fusil engrasado o machete acerado, sino de fusil de ideas, de almas limpias, almas con el filo de la convicción y el empeño de comprender, convencer y conmover.

   Moltó, hermano, qué pedirte ahora, que pedirte si te alcanzo el micrófono y no lo tomas. ¿Qué te pido? Que tu memoria no descanse en paz, sino que siga trabajando en lucha, en guerra. Te necesitamos. 

APTITUD Y ACTITUD

APTITUD Y ACTITUD

 

Luis Sexto

   En algún momento nos damos cuenta de que el pasado pesa. Tanto pesa que retiene el ir hacia delante. Y de vez en cuando uno abre escaparates, gavetas, y revisa libreros, sobres,  y se deshace de lo que ya no sirve para vestir, o para leer, ni para que siga ejerciendo como testimonio palpable de una etapa.

   Hemos, pues, de echar algo atrás. Es como una imprescindible operación de limpieza, de desembarazo, sin que implique un volver a la nada. La madurez de un individuo o de una sociedad se afinca en saber elegir: elegir desde amigos o aliados hasta escoger qué ha de ir al contenedor de los desechos o qué merece seguir junto a nosotros.

   Hasta ahora, lo dicho compone episodios de la vida común. Son verdades tan evidentes que algún lector protestará por que le recuerden lo que sabe: Periodista, todos hemos vivido. Cierto. Mas, ¿hemos sabido vivir y en consecuencia dejar atrás lo caduco? Recientemente, visité la escuela donde estudié durante mi adolescencia. No fui a despedirme de ese edificio y de esos días deshojados hace más de 50 años. Mi escuela de Arroyo Naranjo, en Las Cañas,  aquel ámbito junto a un río, entre palmas persistentes, no será una de las cosas o lugares que deje atrás. En ciertas ocasiones regreso a observar el edificio y el paisaje circundante. Lo que allí aprendí es la base de cuanto soy. Podría haber sido peor, sin haber estudiado y jugado en aquel contrapunteo escolar entre la libertad y la disciplina.

   De ese viaje a lo vivido deduzco que  evocar y sostener las normas entonces asimiladas,  no es lo mismo que pretender regresar a la adolescencia cuando uno se acerca a momentos cruciales de la existencia: la vejez pesarosa y el posible cercano final. Volví para reafirmar de dónde vengo y repasar todo lo andado con los medios básicos construidos en esa mi escuela decisiva, para determinar exactamente hacia dónde voy.

   En lo social, el pasado tampoco podrá ser una rémora, ni una poceta de aguas estancadas. Pero, posiblemente, nos esté entorpeciendo. A ciertas personas se les figura que la sociedad cubana rema en la canoa de la confusión. Y me pregunto si esa dificultad para ver claro de noche se deba a quienes son incapaces de alumbrar y persuadir a los confusos de que Cuba necesita modificar su arquitectura interna y que, sin ninguna otra alternativa, aprender a administrar exige la conjunción de la flexibilidad intelectual y la beligerancia de la vergüenza legada por la historia de nuestra nación.

   El presente –quién podrá ignorarlo-  es la base del futuro. Más bien, el futuro hoy. Pero a esa dimensión temporal sin estrenar en los almanaques, no puede ir ni lo inepto del pasado, ni lo inhábil de la actualidad. Ya sabemos qué es lo peor de ayer: lo infectivo, lo absurdo, lo improvisado, lo irracional. ¿Y lo peor del presente? ¿Lo conocemos? ¿Hemos reflexionado sobre nuestra conducta individual y colectiva para preguntarnos si cuanto hago y hacemos es lo justo para trascender esta época de modificaciones, sin atascarse en una fallida buena voluntad que, en vez de contar  con cada uno de los ciudadanos, los  aleje?

   Una vez hablamos en este espacio de la urgente vigencia de los aptos y de los más aptos. Y uno a veces cree que la falta de acometividad en algunos y su inclinación a aplazar riesgos inevitables, convertirán las pruebas actuales en los riesgos del mediano o largo plazo. ¿Y qué se gana alargando soluciones, conviviendo con problemas?  Evaluando el costo de cada período, me parecen más costosos los riesgos cuyo afrontamiento se ha suspendido hasta más tarde. Porque, al llegar la hora demorada, quizás ya no podamos obrar, como ahora hemos  de obrar. Si lo menos útil del pasado ha de echarse en los desagües y extirpar así en nuestra mentalidad los condicionamientos retardatarios, tengamos en cuenta que el futuro no admite deudas sin exigir severos intereses.

   La mejor aptitud del momento, pues,  reclama una actitud ética. Ya vamos reconociendo que la ética está entre lo más dañado en nuestra sociedad. Y ese es el mayor riesgo en el país donde el Che Guevara denunció que quien, valido de su posición considerara estar por encima de las leyes y del respeto a los bienes del Estado y a las personas, obraría contra el poder que representaba, y distorsionaba los empeños nacionales. En dos palabras: se corrompería. 

Veamos claro, por tanto, que los actos sin ética contienen  también otro peligro: la decepción, la indiferencia  de los que piden señales de luz para orientarse en sus dudas y en cambio perciben sombras. Ojalá todos podamos volver a  nuestra escuela inicial y releer las lecciones de ayer bajo una luz más pura y luego repartirla.

DE TRAMPAS, TIEMPOS Y CONDUCTAS

DE TRAMPAS, TIEMPOS Y CONDUCTAS

Texto de presentación de la novela Las trampas del tiempo, de Hugo Chinea, publicada por la editorial Capitán San Luis, 2015

por Luis Toledo Sande

   Como cuentista ha ganado Hugo Chinea dos premios  relevantes:Escambray’60 (1969) le granjeó el David, que la Unión de Escritores y Artistas de Cuba destina a autores que no hayan publicado libros; Contrabandidos(1972), el Luis Felipe Rodríguez, que, otorgado por la misma UNEAC, apuesta por la consagración.

   Además de los citados, a él se deben otros libros del mismo género:Los hombres van en dos grupos (1975), una selección representativa de los anteriores, y De las raíces vive el árbol (1982), que también aparecieron en colecciones editoriales prestigiosas para el ámbito más ceñidamente literario: Cocuyo, del Instituto Cubano del Libro, y Contemporáneos, de la UNEAC. Narraciones suyas se han incluido en antologías que han visto la luz en Cuba y en otros países, y preparó una de cuentistas de distintas naciones, publicada con el título de Lo mejor de la literatura universal (1999).

   Sus inquietudes no se han limitado a la narrativa. Con la pieza teatral Elementos (2012) triunfó en el Concurso Literario Benito Pérez Galdós, convocado por el Gobierno de Canarias y la Asociación Canaria de Cuba. También participó en la realización de La tierra más hermosa (2000), volumen al cual aportó los textos que acompañan a las imágenes, tomadas por diversos fotógrafos.

   Mientras espera por la publicación de otra novela, ofrece la primera suya que se edita, Las trampas del tiempo. Para llegar a ella lo prepararon sus libros de cuentos centrados en el tema sobre el cual vuelve: la lucha contra bandidos, especialmente en la zona del Escambray, y dispuso asimismo de su experiencia como combatiente en el terreno de operaciones. Se diría que aquellos relatos reclamaban de él una interconexión argumental y un abarcamiento de miras mayores que los reservados al cuento.

   En Las trampas del tiempo —publicada por la Editorial Capitán San Luis y con cubierta diseñada por Jorge Martell, quien encarna toda una escuela— desde las “Palabras preliminares” reconoce haberse basado en documentos. Los sometió a un tratamiento literario que, más que permitirle, le exigía disfrutar los recursos de la ficción narrativa, que lo puso en condiciones de trazar personajes que son seres humanos complejos: sacuden por la soltura del novelista en lo que pudiera definirse como “romper esquemas”. Vidas y hechos transcurren en situaciones propias de la guerra.

   Al final del breve pórtico el autor declara: “Ese singular mundo de instintos, inteligencia y muerte, de claros y de oscuros, me involucró entonces en su turbulencia para escribir esta novela”. En ella —le agrada al presentador apuntarlo con sinceridad y con un lugar común justiciero— desde el comienzo atrapa al lector, o a la lectora. La voz omnisciente fluye con dinamismo, entreverada con textos de sesgo epistolar y con lo que testimonian de sí algunos personajes: en forma de confesiones lo hace Aland Sender, y Estela Santarosa Julianez “a manera de un diario”. De algún modo ambos constituyen polos entre los cuales se desarrolla la acción y transitan las otras vidas. Pero el presentador no incurrirá en la impertinencia de contar la novela.

   El autor consigue bregar felizmente con lo que, parafraseando el título de un maestro del género, podría considerarse crónica de una muerte anunciada. La eficacia de Las trampas del tiempo radica en que recreacon valor literario un fresco histórico cimentado en tensiones dramáticas, en recursos de la conspiración y el espionaje —y el contraespionaje—, en la violencia bélica, en actos de venganza y sed de justicia, en apetencias sexuales y en retratos sicológicos vigorosos, logrados con pinceladas ágiles y fuertes. Así pueden mantener el interés del público, aun cuando este conozca realmente la historia recreada.

   Todo se mueve en el arranque de las transformaciones de un país que, para acometerlas, tuvo que derrotar a la vez enemigos armados por una potencia extranjera, y, entre los males internos, la carcoma de la ignorancia que la realidad precedente sembró hasta los extremos de un analfabetismo de grandes proporciones. La aparición fortuita de la novela cuando sobre hechos tratados en ella se está poniendo en la televisión cubana un serial, La otra guerra,pudiera abonar las posibilidades de disfrute de ambas obras. Es incluso una circunstancia que cabría aprovechar para la promoción de las dos.

   Chinea acierta al situar aquella contienda en un contexto internacional que vincula con ella y entre sí hechos del siglo XX, presentados con brío literario, no como denuncia tribunicia. En ellos estuvo la participación del gobierno de los Estados Unidos —CIA y traidores mediante—en la insurrección terrorista recreada, que no fue el único recurso puesto en función de doblegar a Cuba. También estuvo, igualmente al servicio del imperio, el intento del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo de enviar una legión de mercenarios en apoyo de los bandidos.

   Otro de los obstáculos levantados contra la Revolución Cubanafue la actitud de ciertos representantes de la jerarquía católica, a menudo exponentes de la España franquista. La criminal Operación Peter Pan fue uno de los capítulos en que intervinieron algunos de los sacerdotes que alimentaron las contradicciones surgidas entre expresiones religiosas —especialmente el catolicismo, pero no solo él— y la nueva política del país.

   Hace años que aquí se dejó atrás el espíritu fomentado a partir de aquellas contradicciones, y, además, junto con el crecimiento o la proliferación de religiones hasta desconocidas antes en el país, la desmemoria asoma como un peligro que no cabe justificar echando mano a los excesos de distinta índole —incluidos los, más que ateos, ateocráticos— que puedan haberse cometido antes. En las nuevas circunstancias habrá quienes se sorprendan ante los modos como el novelista caracteriza a determinados religiosos —en particular sacerdotes— que sirvieron a las fuerzas criminales, a diferencia de los que no traicionaron a su pueblo ni torcieron la fe.

   Para apreciar la solidez de la Revolución, y del apoyo popular que la llevó al poder y la ha mantenido en pie, bastaría su victoria contra los escollos que la hostilidad de sus enemigos le han puesto en el camino. Puede así el novelista ahorrarse entusiasmos oratorios al recordar el saldo de aquella Lucha Contra Bandidos: el solo recuerdo de ese triunfo de Cuba, y de la forma como fue asumido por la dirección revolucionaria y el pueblo —que en alumbradora mayoría la respaldó—avala suficientemente el peso, el valor, la calidad de la sucesión de triunfos revolucionarios.

   Hasta aquí se han apuntado algunas de las características llamadas a garantizarle a la novela una buena acogida por parte del público y de la crítica. No se ha intentado hacer de ella, en ningún plano, una valoración exhaustiva, que tampoco se planteó el novelista al recrear los hechos. Otros serán los modos y las perspectivas de un historiador. Procede recordar —y ello pudiera traslucirse en la novela y su contrapunteo con la realidad tratada— que aquella Lucha Contra Bandidos no se circunscribió al Escambray y a sus alrededores, sino que se extendió a varias partes más del territorio nacional.

   La novela muestra algo que siempre valdrá tener en cuenta: aquella guerra no se libró como un mero enfrentamiento entre dos fuerzas armadas. En quienes intentaron aplastar a la Revolución se aprecia la participación foránea, sobre todo —ya mencionadas— la estadounidense y la del dictador dominicano, que se valieron de elementos del ejército vernáculo que la Revolución había derrotado, y de terratenientes a quienes—dígase con un vocablo que hizo época— ella siquitrilló. En lo tocante a las tropas que defendieron y salvaron la Revolución, acaso el papel de las organizaciones revolucionarias desborde las posibilidades de una novela que ni siquiera se caracteriza por ser extensa.

   Pero si el autor y su novela no podían permitirse abordajes exhaustivos, mucho menos debe esperarse que trate de tenerlos el comentador. Además de cumplir con el deber de reservar para el público el acto valorativo por excelencia —la lectura misma, que le será placentera—, acosado por las exigencias del tiempo confía a ese mismo destinatario el placer de enjuiciar el título. Apenas dígase que las trampas aludidas no terminaron en aquel tiempo y con la derrota de aquellos bandidos.

   Quedan en pie otras trampas, y la menor no será la que pudiera encarnar el olvido de lo que significó para el país aquella contienda, como parte de lo mucho y arduo que ha tenido que hacer para mantener en pie un proyecto revolucionario asediado por las mismas fuerzas enemigas cuyos voceros lo llaman hoy a olvidar la historia. No todas las convocatorias en ese sentido son tan desfachatadas. Hay procedimientos más sutiles, como la proliferación de banalidades y representaciones brumosas que tienden a confundir la realidad, a velarla con mantos que pudieran parecer obra de tejedores ingenuos, pero no lo son, aunque incautos no falten.

   Si más de una vez en los presentes apuntes se habla de aquella Lucha Contra Bandidos, es porque hoy la nación está llamada a otras, para las que tiene vigencia literaria e histórica, y moral, la convicción que en su momento Rubén Martínez Villenaproclamó: “Hace falta una carga para matar bribones,/ para acabar la obra de las revoluciones”. Esa carga no podrán acometerla quienes, aunque sea solo y nada menos que por ingenuidad, terminarán siendo cómplices de los mismos bandidos contra las cuales urge lanzarla. Y menos aún estarán en condiciones de asumirla quienes cambian de casaca.

   Es igualmente claro que entre las trampas tendidas por el tiempo —término que, fuera del título de una obra literaria como la que nos reúne, vale sustituir también por vida, por historia, por realidad—se hallan el acomodamiento a la molicie ideológica, a las complacencias afincadas en la renuncia a los ideales de la salvación colectiva y, ¿hará falta decirlo?, en la corrupción. Nadie piense que son trampas demasiado abstractas. Lejos de serlo, toman cuerpo y afincan sus peligros en terrenos y actitudes que las favorecen: allí donde se empieza a brindar a los escollos de la inmediatez el servicio de creer que la lucha por la dignidad y hasta por la supervivencia misma de la especie humana es algo que carece de sentido porque se trata de un imposible histórico.

   La Academia imperial —que en el siglo XX se desplazó de Europa a la potencia de Norteamérica donde radica el estado mayor del imperio— se ha empeñado en imponer conceptos convenientes a sus intereses. Entre ellos figuran el presunto fin de la historia, o la reducción de esta a mero simulacro. Es algo que se aprecia fuera incluso de las ciencias sociales. Para que se confunda con el caos el movimiento universal y perpetuo de la materia, y que a la vez se imponga la resignación, se han dicho, como cuestión de ciencia, cosas de este corte: si se llena de bolas una vasija y esta se tapa, en su interior ellas se moverán caóticamente hasta el momento en que la vasija vuelva a abrirse. Para entonces habrán retornado a la misma ubicación en que se las había dejado.

   Tal afirmación pudiera tomarse como una tontería o un pésimo chiste, si no fuera una burda falsificación conceptual, cuando no una maniobra perversa. Recientemente un periódico cubano difundió de modo acrítico una interpretación de lo que significa que no se debe confundir la realidad con la percepción de esta. Claro que una piedra es una piedra, y lo que el observador ve es la representación, en su cerebro, de esa piedra, en lo cual impone mediaciones el mayor o menor grado de capacidad que tenga para captarla con sus matices. Pero una piedra es una piedra, aunque la noticia aludida glosara de este modo lo dicho por los autores del supuesto descubrimiento científico: “Las predicciones se basan en una serie de factores, incluyendo experiencias individuales y estado emocional. Lo que percibimos es un simulacro de la realidad”.

   Quienes en el mundo se sometan mansa o interesadamente a esas trampas, serán los aceptados por los medios imperantes, no quienes se propongan seguir defendiendo el afán de justicia y equidad. Si se trata de escribir y publicar novelas, los primeros serán los beneficiados por editoriales y sistemas de promoción poderosos. A los segundos, que serán devaluados, calificados de fuera de moda, les satisfará desafiar trampas, no sucumbir a ellas. Hugo Chinea sabe cuál es el camino digno. Sabe que, en último caso, estar entre los vencidos podrá ser doloroso, pero digno. Lo que no tiene remedio moral es figurar entre los vendidos, o coquetear con las fuerzas compradoras.

 La Habana, Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 8 de junio de 2017

PRESENTARÁN NOVELA DE HUGO CHINEA

El 8 de junio, a las 11am, en la Sala Caracol de la UNEAC, en 17 y H, Vedado, La Habana.

El texto de cootracubierta informa que Las trampas del tiempo es una novela política de espionaje, donde secuenta la historia, por supuesto, ficcionada, como le cuadra a toda literatura,de la agresión trujillista contra la revolución cubana entonces incipiente.

Muy bien escrita, con acertado manejo del lenguaje, combina la narración en primera persona del personaje protagónico, con la tercera persona del narrador omnisciente.

Los planos temáticos se dan adecuadamente, y se observa que hay una buena investigación detrás, y un profundo conocimiento de la historia. A veces adopta un tono testimonial muy realista que hace suponer que el narrador fue testigo de muchos de los acontecimientos narrados.

DEL AUTOR

Hugo Chinea Cabrera (Sancti Spiritus 1939). Narrador y periodista.
Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y Licenciado en
Ciencias Sociales
Ha publicado los siguientes títulos:
Escambray 60 (Premio David de la UNEAC); 1969
Contrabandidos (Premio Cuentos UNEAC); 1972
Los hombres van en dos grupos (Colección Cocuyo I.C.L.); 1975
De las raíces vive el árbol (Contemporáneos UNEAC); 1982
Lo Mejor de la Literatura Universal (Colección de antologías de cuentos
juveniles. Editorial SIMAR S.A.); 1999
La Tierra Más Hermosa (Editorial SIMAR S.A.); 2000
Obtuvo el Premio de Teatro del Concurso Literario Benito Pérez Galdós,
auspiciado por el Gobierno de Canarias y la Asociación Canariade Cuba
Leonor Pérez Cabrera. 2012. Es Doctor Honoris Causa. Universidad
Simón Bolívar. Colombia (1985).
Parte de su obra ha sido publicada en antologías cubanas,
latinoamericanas y en países del otrora campo socialista.

CÓMO LO "NIXONIANO" LE QUEDA GRANDE A TRUMP

 

Desde Washington DC

Por Patricio Zamorano
Director ejecutivo de InfoAmericas.info

    Nixon está imbuido dentro de la cultura política de Estados Unidos tan profundamente como el hot-dog del 4 de julio. Tanto es así, que el escándalo de corrupción y crimen del expresidente de EEUU en los años setenta quedó para siempre grabado con un nuevo adjetivo del inglés: “nixonian”. El concepto simboliza de forma superlativa todo lo que legó el exmandatario, quien renunció justo a tiempo para evitar ser expulsado de la presidencia por una acusación constitucional del Congreso: paranoia profunda contra sus enemigos, un narcisismo enfermizo, irrespeto patológico por las leyes de la misma república que él lideraba.

   ¿Suena familiar? El último escándalo mayúsculo de Trump ha reflotado, ahora personificado en carne y hueso, el viejo adjetivo de “nixoniano”. De otra forma no se puede explicar el sinsentido político y comunicacional de haber despedido al director del FBI, James Comey. Para aclarar un tema vital: el director del FBI dura en el cargo 10 años, y es una de esas funciones “sagradas e intocables” que prueba la voluntad de los presidentes de EEUU de ser supervisados judicialmente, presión que están obligados a observar. Esto es debido a que se supone que el director del Buró de Investigaciones Federales goza de independencia, y debe estar (en teoría) al margen de las presiones políticas, para garantizar que las investigaciones que realiza sean imparciales y lleguen hasta el final, no importa las consecuencias. Por supuesto, esto da origen a deformaciones (el poder sin trabas sin duda corrompe), y la historia reciente dio origen a reyezuelos como J. Edgar Hoover, quien abusó por años de su poderío y espió sin restricciones legales, manipuló a políticos y opinión pública, creó perfiles secretos de sus enemigos y en fin, gobernó el área oscura del país por décadas. El único director del FBI que ha sido expulsado es William Sessions, despedido por Bill Clinton en 1993 debido a malversación de fondos públicos.

   Trump, la verdad, cometió una serie de hechos esta semana, tan extraordinariamente extraños, que deja cimentada la idea de que su administración no tiene, en realidad, una agenda programática inteligente y meditada. Nuevamente, como otros escándalos anteriores, su equipo comunicacional quedó a la deriva y las acciones “trumperas” no pudieron ser defendidas ante las cámaras por sus subalternos, que intentaron reaccionar de forma apresurada y sin un mensaje central. Su jefe, Trump, tampoco ayuda. La Casa Blanca aún no se pone de acuerdo en quien tomó la decisión, ni cuándo, ni cómo, ni las razones “reales” del despido. Trump pasó en cosa de semanas, desde alabar fuertemente a Comey (recordemos que las acciones del director del FBI perjudicaron a la entonces candidata Hillary Clinton), para luego expulsarlo repentinamente. Todo esto, una semana después de que Comey declarara ante el Congreso de forma pública que en efecto el FBI está investigando a Trump y sus asesores por los contactos ilegales de su campaña con el gobierno ruso. No solo eso (y la verdad, es sorprendente): al otro día de expulsar a Comey, el miércoles, Trump se reunió en la Casa Blanca con el ministro de relaciones exteriores ruso, Sergey Lavrov. Pero incluso más (siquiera escribirlo causa conmoción): se reunió y retrató en una foto a plena carcajada de ambos, con el embajador ruso Sergey Kislyak, el mismo polémico diplomático cuyos contactos con el general Michael Flynn provocaron su despido como asesor de seguridad de la Casa Blanca. El mismo embajador que ha puesto en aprietos al yerno de Trump, Jared Kushner, que también se reunió con él, sin ser parte del gobierno de EEUU aún, mientras las sanciones contra Rusia estaban vigentes. El mismo embajador es también protagonista de los problemas de imagen de Carter Page y J.D. Gordon, todos ex asesores de Trump. El propio ex gerente de campaña de Trump, Paul Manafort, tuvo que dejar la campaña en 2016 debido al escándalo de sus vínculos rusos y con personajes cercanos al propio Putin.

   ¿Qué pasa con un equipo de comunicaciones o de asesoría política de Trump, que no logra detener un acto tan abiertamente riesgoso como reunirse con las autoridades máximas de la política exterior rusa, al otro día del despido del principal fiscalizador en el tema? ¿Y en momentos en que justamente el Congreso, el FBI y la prensa están investigando con fuerza los vínculos con el gobierno de Putin, que se supone es el enemigo número uno de EEUU?

 

   La verdad sea dicha, para opositores y admiradores: quienes pensaban que el ímpetu que catapultó a Trump a la Casa Blanca estaba basado en una conspiración cuidadosamente planeada, y que iba a poner en práctica una estrategia de genialidad para operar discretamente desde la Casa Blanca para sus objetivos políticos y financieros, deberían estar decepcionados. Trump no es Nixon, un maestro de las operaciones estratégicas, un gurú de lo clandestino, del golpe secreto contra sus enemigos, del ajedrez de causa y efecto. Trump, muy a su pesar, se está convirtiendo en algo tan transparente como el agua en su praxis política, simplemente porque no es un “genio político” ni es un “genio negociador”, como hizo creer a millones en la campaña electoral. Es con toda apertura y claridad, un empresario menor con varias bancarrotas a su haber, que ha luchado a punta de estrategia mediática, imagen pública y fanfarronería para llegar a ser quien es (los millones de dólares de su padre no estuvieron mal como salvavidas, por cierto), y que no tiene ni la menor idea de qué está haciendo con el poder omnipotente que tiene entre las manos. En ese sentido, aunque ambos terminen sus presidencias de forma dramática, es lamentable, pero lo “nixoniano” le queda grande al actual presidente Trump.

Nixon, sin duda, concordaría.



DROGADICTOS DEL DESENGAÑO

DROGADICTOS DEL DESENGAÑO

 Por Lorenzo Gonzalo,

periodista cubano radicado en Miami

 

   La burguesía cubana se acostumbró al facilismo. Estados Unidos le brindaba ventajas para realizar su producción azucarera, deshacerse a precios favorables de una parte de sus producciones agrícolas y de los productos semielaborados de la incipiente industria agrícola que mostraba sus contornos desde fines de la década de los cuarenta. Disponían al instante de abastecimiento de herramientas y piezas de repuestos. Los deslumbraba un modo de vida que fue enraizándose con gran rapidez en la cultura citadina, especialmente en La Habana. Ya el reparto de Miramar y más tarde el Biltmore, llamado hoy Siboney, con sus grandiosas mansiones, reflejaban el modo suburbano de las capitales estadounidenses. El asombro se los tragó de una sola mordida. Entonces se infatuaron con el Norte. Peor aún, se dejaron querer y llegaron a pensar que eran los hijos consentidos del Coloso grande y omnipotente, cuya contribución fue decisiva para ganar dos guerras mundiales. No tuvieron en cuenta que la siguiente conflagración, Corea del Norte, técnicamente la habían perdido. Bueno, quizás lo recordaban, pero el Poder tiene el hábito de borrar lo que no le conviene o le desagrada. También muchas veces, quizás la mayoría de ellas, las cuenta a su modo.

 

   Ese facilismo, les impidió ver más allá de los acontecimientos cuando comenzó el proceso revolucionario. Aun cuando muchos de ellos hablaban de reforma agraria, industrialización, empresas nacionales y defensa de la soberanía, no fueron capaces de actuar, social y políticamente, hasta las últimas consecuencias. Pudo más la preocupación que le causara descubrir que el Norte se había disgustado con los nuevos acontecimientos y haberse convertido ellos mismos en platos de segunda mano. Ambos, Washington y este sector adinerado, parecía molestarles el arrebato popular de apoyo a una dirigencia que, al derrocamiento de la dictadura de Batista, se planteó realizar un viejo clamor de reformas, de las cuales la más importante, para un buen comienzo, debían ser las estructuras y concepciones de relevo. El pueblo cubano detestaba a los partidos políticos. Eran el tabú y el hazmerreír de toda la sociedad. Esto explica el apoyo ofrecido a Fidel Castro, cuando en medio de una controversia bizantina, de las tantas que florecieron en los primeros momentos, dijera “elecciones ¿para qué?” En aquel momento a la sociedad cubana, mayoritariamente le interesaba que se hicieran las reformas necesarias para beneficiar a los más desposeídos y dar un voto de confianza a quienes demostraron, con su desafío a la dictadura, constancia, disposición y voluntad de actuar.

 

   El engatusamiento que el Norte les causara, los llevó a acatar su dirección. Entregaron el mando a quien no era su aliado, porque los intereses que ambos defendían, no sólo eran distintos sino contradictorios.

 

   No entendieron la partida. De opositores posibles o mejor aún, de posibles favorecedores del necesario debate para encaminar el proceso, se convirtieron en las cabezas contrarrevolucionarias de la contrarrevolución elaborada por Estados Unidos de América, con su sede en Langley, Virginia, al servicio del Departamento de Estado.

 

   Hoy continúan con la misma cantaleta, apostando por mecanismos de alternancia de Poder que son cuestionados incluso por las sociedades donde se fundaron hace más de doscientos años. Corrupciones, desafueros y dudas sobre los objetivos que deben regir los procesos de renovación administrativa, han convertido el tema político en algo que a veces resulta poco serio. Las sociedades de hoy luchan, cada día con mayor fuerza, por exigir resultados tangibles a sus vidas.

 

   Pero los amanuenses no razonan, sino racionalizan, insistiendo que el futuro de Cuba se define en coordinación con Washington, sin entender que la Casa Blanca, en estos asuntos, ordena y manda, no negocia. Y cuando parece negociar la jugada, se guarda las barajas que finalmente deciden la partida.

 

   Los subcontratistas de la contrarrevolución de quienes les hablaba recientemente, insisten en ese estilo y además han obligado a quienes en Cuba protagonizan las estrategias dirigidas desde la NED, USAID y los otros organismos estadounidenses, a realizar actos ridículos que nada tienen que ver con los intereses de la Isla y en otros casos crean forcejeos de poder. Por ejemplo, las Damas de Blanco y la UNPACU, bajo la dirección de Berta Soler y de Rodiles, han enfrentado a la FNCA, insistiendo en la confrontación con el gobierno cubano en vez de engrosar el número de sus miembros, lo cual la FNCA considera el objetivo primario de esas organizaciones.

 

   Estas desavenencias, la falta total de receptividad por parte de la población, el descrédito y todo lo negativo que por décadas ha mostrado la estrategia estadounidense de cambiar Cuba desde fuera, imponiéndole sus criterios de gobierno, ha mostrado hasta la saciedad, su obsolescencia moral. Sin embargo, el desengaño no los hace reflexionar, impidiéndoles ver los inmensos paisajes de la realidad cubana que desmienten sus estrategias y discursos.

 

Se han vuelto adictos del desengaño. No sé si existirán centros médicos donde se atiendan casos semejantes, pero a pesar de sus fracasos, quizás les quede el consuelo de haber aportado una nueva modalidad al glosario de enfermedades adictivas.

 

19 de mayo del 2017


LA FIEBRE DEL LIBRO NO MATA

 Luis Sexto

   Como muchos, me parezco a aquel personaje de Rubén Darío, en “El pájaro azul”, que sufría ante un anaquel de libros deseando poseerlos todos. Y aunque no puedo decir con Rilke que he leído mucho, algunos libros me acompañan desde los 16 años. Por sus títulos puedo precisar los días cruciales de mi existencia.

    Leí al Juan Cristóbal a los veinte. Entonces me rebelaba contra una educación familiar inflexible, quietista, desgarradora. Cruz y raya, peso y límite. Y leí Adiós a las armas cuando afrontaba la primera e inevitable frustración de amor. Recuerdo el último párrafo. Terminé la lectura con una punzada en el lado cordial del pecho. Quizás por la intensidad emocional de la novela. O porque al igual que el teniente Henry, me despedía de la mujer amada como si dijera adiós a una estatua.

   Ambos libros fueron psicólogos que colaboraron en mi curación, revelándome en el código de las parábolas el modo en el que ellos actuaban en circunstancias semejantes. Nunca he leído por placer. El placer va implícito, soterrado, en la comunión del papel y los ojos. Leo para hacerme hombre. Lectura a lectura. Y con ese empeño elijo mis libros y los conservo en mi biblioteca. Y los manoseo.

   A mamá le inquietaban aquellos libros que poco a poco iban congregándose en la sala. Polvo. Cucarachas... ¡Hijo! Y le angustiaba mi desaforado apego a la lectura. Sobre todo los domingos, cuando las sesiones comenzaban a la misma hora que los programas infantiles de la Televisión. Temía que yo enloqueciera.

   ¡Mamá! ¡Qué cosas!

   Ella desconocía que la locura de los libros es un empezar a ser cuerdos. Porque sólo cuando uno está loco así, intenta ordenar lo revuelto. Don Alonso Quijano perdió los frenos leyendo. Y salió a los caminos disfrazado de héroe para vengar insultos, devolver palizas. Y convertir aldeanas en princesas. Ese acto de trocar a Aldonza Lorenzo, apestada con el ajo y el humo de cocina pobre, en una señora de castillo y caballero, me parece la gesta más perdurable de Don Quijote. Con ella reivindicó el ideal. Salvó la magia del sueño. Descabezó diferencias. Porque lo habitual es que no haya demasiados varones decididos a ser magos. Ni tantas mujeres dispuestas a mudar de vestidos en la copa de un sombrero.

   Ya mi biblioteca, subdesarrolladamente doméstica, reclama un inventario discriminador. Pero intuyo que no podré. No me alcanzaría el local de acero que, para preservar la cultura humana de una demolición atómica, recomendó construir el paradójico, incisivo y a veces un tanto ingenuo Giovanni Papini en su Libro negro. Son tantos los que deseo retener. Ni podría seleccionar qué títulos echaría en una mochila, con capacidad para 10 volúmenes, si eligiera vivir en una isla desierta. Mis libros simbolizan momentos, suspiros, que deseo memorizar en el fetiche palpable de un objeto.

   Pero algo más me lo impide. Cuando veo libros se me extravía la cordura. Me vuelvo ambicioso. Abro los brazos. Los quiero todos. Y un creyón de tristeza me emborrona la cara. Porque entonces lamento que mi dinero no proceda de Las mil y una noches. De todos modos, seguiré leyendo. La fiebre de libros no mata.

EL VIENTO DUENDE DEL PERIODISMO

EL VIENTO DUENDE DEL PERIODISMO

 Luis Sexto

  Uno se pregunta qué es ser periodista en un mundo donde hay que preguntarse a cada rato si lo que veo, oigo o leo es verdad o simple ficción teatral. Y por lo cual uno puede deducir que el “periodismo mediático” –que no es lo mismo que periodismo a secas- deriva hacia una mutación que oscila entre la escenografía y la tramoya en el tablado de guiñol del poder político y económico.

   El asunto es ya un plato común en el menú temático de la actualidad. Qué significa, pues, ser periodista en este mundo. No renuncio a repetir que el periodista, en los principales sitios habitados del planeta, y en los medios más influyentes es un auxiliar –directo o de soslayo- de los intereses geopolíticos de los Estados Unidos y sus aliados. Y no es raza nueva. Una de sus células matrices surgió y prosperó en la guerra hispano cubana americana, en 1898, cuando el astuto William Randolph Hearst -propietario de la cadena “mediática” del mismo nombre- le dijo más o menos así al presidente en Washington: Prepare la guerra que yo pongo las justificaciones. Que consistían en publicar, presuntamente despachadas desde La Habana, historias fraudulentas o manipuladas de modo que ante la opinión pública norteamericana se amontonaran  razones para avalar la guerra del naciente imperialismo norteamericano contra el senescente colonialismo español. ¿Alguna diferencia con las justificaciones para conflictos recientes?

   Ya desde los preliminares del siglo XX, el periodista a lo Emilio Zola o a lo John Reed se viene transformando en una figura con olor a naftalina o a formol. Raramente algunos, que suelen ser de izquierda, son capaces de echarse a las espaldas una causa y defenderla con ingenio, coraje, verdad, como en el caso Dreyfus, o se arriesgan a ser testigo abnegados, verídicos, objetivos, de un “México insurgente” o de “diez días que estremecieron al mundo”, o apuestan a la denuncia de “los hombres del presidente”. Por tanto, ser hoy periodista de vocación, servidor de la verdad -sobre todo de la verdad de los de abajo, los escarnecidos y oprimidos- es un modo fuera de moda dentro de la llamada democracia occidental o burguesa, cuyos medios se han centralizado o concentrado tanto que sus fines de servicio público se frustran bajo la avalancha de intereses privados o corporativos. Raspen la piel de una red de periódicos o de televisoras, o en la propia web y verán los vasos sanguíneos de un monopolio –aunque ya la actualidad no admita este término- vinculado a troncos empresariales de múltiples objetos y razones sociales.

   Casi no existen opciones. Ahora predominan los “periodistas mediáticos”. Han empezado a ser una categoría infamante. Su autoestima se disuelve ante las cámaras y las palabras, porque “median” entre la verdad y la mentira, entre el terror y los aterrados, entre la guerra y los que la fomentan y se benefician con la destrucción y la muerte. Antonio Maira, periodista español, inventó el verbo “cipayear”, que les encaja sin mayores regodeos. No escriben ni reportan, “cipayean”, en nombre de un  crédito concentrado a base polvos de estrellas extintas.

    Lo antedicho se empalma con una fecha reciente, 14 de marzo, día de la prensa cubana. Y resultaría inconsecuente evadir aquella noche del 11 de abril, 122 años atrás, en  Playita de Cajobabo, solitaria y arriscada. Servía como caja de resonancia cuando el mar se echaba un tanto airado contra las rocas. El golpe de las aguas acentuaba la sensación de soledad, como de espacio sagrado, donde Martí y sus compañeros de desembarco sentían crecer el pecho por la dicha íntima que reclamaba espacio hacia fuera. Puede uno verlos en aquella noche tormentosa, mientras recogían armas y jolongos antes de adentrarse en el monte inmediato. El periodista, que ahora imagina la escena bajo un sol airado y el forcejo del mar, piensa que ese ha sido uno de los hechos fundamentales de la patria que ningún reportero pudo cubrir.

   Si hubieras estado allí, qué habrías preguntado o qué habrías escrito. Posiblemente, mientras caminabas junto a los seis expedicionarios, a la primera pregunta, José Martí, con la delicadeza como de miel que humedecía su voz, te habría respondido que él también era periodista, y ahora redactaba su más vívida crónica. Ves la pluma y el cuaderno de notas en su bolsillo. Sobre las espaldas, la mochila abultada, y de su hombro izquierdo cuelga un fusil, casi del tamaño físico del Apóstol. Máximo Gómez se arrima y te advierte que las palabras ahora no hacen falta. Ni siquiera el Delegado las necesita, él, tan señor del verbo. Martí hoy supera su grandeza: Nunca antes -dirá Gómez el 19 de mayo de 1902, en el periódico El Mundo- lo vi tan grande como cuando subía cuestas bajo un peso que le doblaba el cuerpo frágil, pero le empinaba el alma.

   Y el periodista honrado de hoy, que se ha asomado de día a aquella noche única, decisiva para la historia de Cuba, se percata entonces que ha recibido la mayor lección de periodismo de todos sus años aprendiendo a sintetizar, a sugerir, a informar, a convencer. Imaginas que ese nombre lo has sentido desde la infancia como una presencia sólida, palpable, amiga,  y le oyes, como si las palabras gatearan sobre la manigua: Habrá momentos, cuando el enemigo de la patria amenace, que el periodista contenga su alfabeto, su técnica, su impulso de multiplicarse en papel y tinta, para hacerse uno con el pueblo y su causa.

      En Martí, el apóstol, Jorge Mañach reconoce que “Martí escribe de todo con un color y riqueza de datos cual si lo hiciera desde un mentidero madrileño”. Ese escribir de todo lo aproxima a la concepción renacentista de un genio como Leonardo: pensar y hacer de todo. Y no me parece un símil estrujado. Porque ensanchar el conocimiento, macerarlo de modo que se asimile a la ductilidad, resulta todavía un rasgo de los periodistas más aptos e influyentes. La especialización, tan recomendada, debe de ajustarse a la aparente paradoja de que la visión parcial ha de  tributar a la totalidad. El propio Maestro lo escribió en uno de sus apuntes: “Muchos hombres saben de Homero, y no de ardillas”. Sólo con uno de los dos extremos, los ojos de la cultura serán impedidos de dar la vuelta completa.

   Quieres preguntar, deseas proseguir concibiendo lo imposible. Y desde la niebla entre la cual se difumina, Martí, levantando el índice hasta la sien derecha, te hace recordar cuánto escribió sobre el periodismo. Y como no puedes retenerlo en la manigua, en ruta hacia su verde martirio, lo ves en el aula de sus libros. Y no te explicas por qué a veces en su obra, publicada sobre todo en medios de prensa, no aprendemos a respetar el legado del Fundador.

   Oiga, Maestro, repítale las fórmulas para que no lo tachen de pusilánime, ni de gris, ni de machacón. Digo –dice el Maestro- que “nunca se acepta lo que viene en forma de imposición injuriosa; se acepta lo que viene en forma de razonado consejo”. Pero, a fin de cuentas, qué nos toca hoy, cuando usted ya no está. “Toca a la prensa encaminar, explicar, enseñar, guiar, dirigir; tócale examinar los conflictos, no irritarlos con un juicio apasionado”. Sí; será necesario que la prensa salga “cada mañana por la ciudad como un viento duende, levantando caretas”, porque “no puede ser, en estos tiempos de creación, mero vehículo de noticias, ni mera sierva de intereses…”.

   Ha dicho Martí. Y  se va a llenar de vida una cuartilla para Patria. Porque nunca creyó tanto en el periódico, el Apóstol que lo usó para convocar a la guerra, para fustigar a los enemigos de la independencia y la justicia, para exaltar la ética. Y de Playita de Cajobabo, te marchas como oyéndole envuelto en fervor aquella última definición: “…El periódico es la vida”.  

   Mas no parece simple acabar de entenderlo. Ni programar en el orden del día la urgencia de que la prensa salga “cada mañana por la ciudad como un viento duende, levantando caretas”... Cuesta, sí, entenderlo y seguir el imperativo martiano, concebido incluso para los tiempos ardientes de hoy. Sin embargo, lo entendió uno de sus hijos más preclaros. Lo comprendió Fidel. ¿Cuándo Fidel no comprendió el papel del periodismo? ¿Cuando se negó a compartir con nosotros? ¿Cuándo no intentó facilitarnos nuestra labor?

   Desde la modestia que él nos ejemplificó con su delicadeza, su generosidad, su interés por todos y todo, desde esa modestia recuerdas las dos veces que viajaste con Fidel al exterior. ¿Y quieres decir acaso que era difícil cubrir las actividades de Fidel en el extranjero? Si, era difícil, al menos te resultó difícil por la brevedad del viaje, o por el intenso programa oficial a que él debía someterse. Junto a los demás colegas te ajustabas a la norma: eres periodistas, y sabes que nuestra tarea era informar de su presencia en ciudad tan hostil como Nueva York, o el Santiago de Chile, que entonces se recomponía de los pisotones de las botas militares.. Y buscabas  y rebuscabas. Preguntabas a su ayudante, o al viceministro del Exterior… Siempre había fuentes junto a él que valoraban el empeño del periodista.

   Al menos tú, que debías publicar en Bohemia después del regreso, estabas obligado a no repetir lo dicho por Granma, la radio  o la TV. En fin, te las arreglabas para encontrar el detalle que otros no habían visto, o el enfoque opacado por luces más fuertes en apariencias… Y tus textos, para 10 ó 15 páginas se publicaban días más tarde, sin que Fidel o alguien de su cercanía los revisara. Nunca Fidel pidió hacerlo. Respetó siempre a los periodistas Y confió en nosotros. Era, en verdad, nuestro colega.

     Lo ves a la claridad del 14 de Marzo. Ese día Patria y Revolución,  Martí y Fidel se juntan en un abrazo para advertir: Ah,  hermanos, el romanticismo no se quedó como lápida en el sepulcro de una época encartonada en infolios. Para nosotros, el periodismo es  un deber fuera del tiempo y dentro de todos los tiempos.

  Ahora, aquel poeta de  sedosos suspiros, ahora soldado, lleva a sus espaldas la mochila pesada, y en su hombro izquierdo el fusil, que casi lo iguala en estatura. Mientras, a su lado, Fidel espera el momento cuando la Historia le entregue la vanguardia  de la nueva y la misma revolución martiana, para  empezar a transformar nuestras ideas y vivificar nuestros sueños.