UNA RELACIÓN SALUDABLE*
Luis Sexto
Publicado hace seis años, este artículo todavía mantiene cierta vigencia acerca de la relación dialéctica entre el dogma y la herejía
Ha sido una vocación inclaudicable del hombre la de actuar en contra de cuanto pretenda ser definitivo, inexorable, o le limite el pensamiento, el criterio racional, de modo que la historia de las doctrinas políticas y religiosas podría ser también la historia de la lucha entre el dogma y la herejía. Donde se plantó la cuadriculada y hermética aspiración de constituir una verdad inapelable, se irguió la heterodoxia para destapar cajas, demoler muros, deshollinar gavetas, aunque más adelante el heresiarca de hoy se convirtiera en el dogmático de mañana.
Fue contradictoriamente un religioso, un jerarca eclesiástico, pero a la vez un filósofo el que legitimó la herejía y a los herejes. Conocido es el apotegma de San Agustín en que el autor de la Ciudad de Dios y de unas Confesiones en plenitud de debilidad humana, reconoce el necesario papel regulador de los herejes: “Oportet enim heresses esse”. Esto es, el hereje opera como una rendija a través de la cual se filtra la prueba que afianza y perfecciona el dogma. Desde luego, el obispo de Hipona cocinó la idea para servirla en su mesa. No obstante, partiendo del criterio agustino de la necesaria y plausible heterodoxia, podemos emprender una aventura hacia lo profundo del dogma y sus paradojas.
Un escritor y periodista católico –periodista que punza, no complace- escribió, a fines del siglo XX, que “siempre que el hombre expone lo que ha hecho el hombre, da un juicio implícito sobre los hechos, aunque solo sea por sus omisiones o sus silencios”. Hasta aquí el francés Jean Guitton parece estar de acuerdo con casi todo el pensamiento de su época. Pero enseguida adopta una posición antidogmática: “Lo que a mi modo de ver lo deshonraría sería dar a entender que tiene la objetividad de un aparato, o que todo historiador debería interpretar los hechos de la misma manera.” Y más adelante, establece que “la fuente de todas las herejías está en concebir el acuerdo de dos verdades opuestas y creer que son incompatibles”.
Deduzco, pues, que el origen de las herejías se enraíza en la rigidez de la ortodoxia. La ortodoxia -el pensar apegado al dogma- no ha aprendido a utilizar la flexibilización como una de las fórmulas de su invulnerabilidad y, por tanto, de la perdurabilidad de las verdades que se estiman correctas. Dogma es palabra de origen griego que, teniendo una prosapia limpia, ha venido ensuciándose en su actitud irremovible e intransigente de “cosa acabada, terminada definitivamente”, que eso significa “dokein” cuando se une a un pronombre personal, yo, por ejemplo, he acabado.
El dogma carece de recursos. La razón no le es afín. Incluso el dogma la rechaza con un “odio lúcido”, y es lúcido porque posiblemente los dogmas intuyan que su caída depende, en primordial medida, de la crítica. ¿De que se sirven aquellos para apuntalar su inaccesibilidad al debate y al cuestionamiento? En la autoridad. En el poder de cuantos lo establecen, imponen y sostienen. Ha sido, así, adoptado por el autoritarismo como el garante de su poder incuestionable.
Focalizado en el plano de la religiosidad, quizás sea ahora menos dañino, aunque en una época atizó la candela bajo los pies de cuantos pretendieron removerlo o modificarlo. Y ocurrió así determinado por los vínculos e intereses comunes del poder político y las jerarquías eclesiales. Porque, cuando el dogma pasa a la política como instrumento, como piedra fundamental, comienzan los riesgos para los grupos, sociedades y Estados que lo organizan y ubican sobre un pedestal ideológico. Una de los problemas del llamado socialismo del siglo XX, el también nombrado real, fue la aplicación dogmática del marxismo. De guía para la acción, se transformó en “señor feudal” de la acción. Un rápido paneo por sobre la historia de las sociedades socialistas europeas, nos abastecería de actos tan irracionales que podrían añadir un nuevo volumen a la Historia de la estupidez humana, del húngaro Paul Tabori. El dogma, por insuficiencias reflexivas, es incapaz de detectar las contradicciones que se generan en su nombre. Y con estas, sobreviene la parálisis. Y con la parálisis, el lento deterioro de las sociedades dirigidas por el dogma filosóficamente político, que es el que me parece más actual y peligroso. El dogma religioso ofrece, en estos tiempos, la libertad de creer o no creer. Y nada pasa por norma, al menos en las sociedades occidentales.
Pero en la política, la cerca que bordea al dogma está vidriada con picos y fondos de botellas: se hiere quien los toque. La discusión, la discrepancia, la crítica se proscriben o se toleran entre condicionamientos. Y con ello el dogma se priva de su principal aliado: los herejes. Porque los herejes anticipan con sus audacias y temeridades la verdad más completa, que ha de sobrevenir en los días próximos. Al fin llega, pero nadie reivindica a sus gestores, porque se ha de pagar el precio por anticiparse. Pagarlo asumiendo el descrédito del revisionista o del inoportuno.
En las izquierdas, a pesar de la experiencia del socialismo europeo, de tan claras moralejas acerca del destino de los cerrojos y las mordazas, y en las derechas, no obstante los fracasos de ciertas “verdades inconmovibles” que prometen un “estado de bienestar general”, aún subsiste el dogmatismo. Es un hábito cómodo. Significa decidir en las cúpulas sin el esfuerzo que implica el debate. Y a veces, para cancelar el exceso de presión, apelan a la unidad del grupo, del partido, de la sociedad. Pero, a mi modo de ver, en la unidad propugnada por el dogmatismo no cabe la diversidad. Exige la unidad de los unánimes. Porque los dogmas no distinguen entre la necesidad y los fines, entre el derecho y la intención, entre la opinión y la oposición, la sugerencia y la impertinencia. Y por ello favorecen el desarrollo tentacular de la doble moral y sus normas éticas encapsuladas en apariencias sin esencias. Pero la unanimidad, reducida tan solo a levantar la mano, alguna vez empezará por resquebrajarse en nombre de los mismos derechos que el dogma reconoce –en apariencias- defender y garantizar: la libertad y la razón.
Parece escabroso comprender que la unidad política excluye la imposición de dogmas. Porque la unidad política se formula y reformula constantemente en torno de un programa, jamás alrededor de las abstracciones de una cosmovisión. Y su agente principal consiste en el esfuerzo de hombres y mujeres libres que alcen la mano para opinar, debatir, cuestionar sobre todo a cuanto no ayude a que la diversidad fortalezca la unidad. Y que debatan, opinen y critiquen como herejes necesarios para que impedir la dogmatización de las ideas y la burocratización de las acciones. Ah, sí. Dicho de paso, dogma y burocracia son afines. Como el maniquí y su vestido.
*Diario digital Insurgente, marzo de 2007.
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