UN CUBANO SATO
Luis Sexto
Publicado en Cubahora
Tanto o más que una influencia literaria, Ernest Hemingway es un vínculo corporal entre la cultura norteamericana y la cubana. No compone, como puede suponerse, la única, ni la primera, presencia de un escritor estadounidense en Cuba. De ninguna manera podría el autor de El viejo y el mar beneficiarse de la exclusividad; demasiado corta la distancia entre ambas tierras y excesivamente evidente el papel de los norteamericanos en Cuba, como para reclamar la excepcionalidad.
La preeminencia en el tiempo empezaría, hasta tanto se descubra otro nombre, por María Gowen Brooks, poetisa que acreditaba sus obras con el seudónimo de María del Occidente. Residió en el cafetal de San Patricio, propiedad de su hermano, en Limonar, Matanzas, durante un período enmarcado a fines de la década de 1830 y principios de la siguiente. Murió en 1843. En ese “Edén perfecto” que era entonces un cafetal -según calificativo del viajero norteamericano John G. Wurdeman-, compuso el primer canto de un reconocido poema épico norteamericano, de contenido bíblico y que tituló Zophiel. Al marcharse, la poetisa escribió estos versos en su Adiós a Cuba, y que cito traducidos por Argelio Santieteban: Amo tus moradas recogidas. / Amo a tus hijas ojioscuras/ en cuyo pelo de azabache más brillan las flores escarlatas de la granada.
Otros escritores de los Estados Unidos asocian su nombre a Cuba con diverso relieve. De Truman Capote han dicho –entre ellos Lisandro Otero- que tuvo un padrastro cubano y posiblemente el autor de A sangre fría haya nacido en Matanzas. Stephen Crane se suicidó saltando la borda de un barco en aguas cubanas. Y Hart Crane, uno de los innovadores de la poesía norteamericana, murió en 1932 de paludismo contraído en Cuba. Escribió un poema titulado Cantera insular, varios de cuyos versos dicen, traducidos por Omar Pérez: Es a veces/ al anochecer, como si esta isla alzada, flotara en baños indios. / En el anochecer cubano los ojos/ andando el camino recto hacia el trueno… Arthur Miller, William Styron y William Kennedy visitaron alguna vez a Cuba.
Pero, quizás, ningún escritor vivió tanto y tan seguido en Cuba, ni se identificó tanto con el país y su pueblo como Hemingway. Ese es el título que le corresponde. Entre Cayo Hueso, Europa, África y Cuba discurrió la mayor parte de su existencia. En La Habana, en el hotel Ambos Mundos, cerca de la catedral y el castillo del Morro, escribió Por quién doblan las campanas. Más tarde, compró la casa de Finca Vigía, en el poblado de San Francisco de Paula, desde cuya colina se ve la bolsa de la bahía de La Habana.
Por esa ligazón cotidiana, la estatuaria vivencial del escultor José Villa Soberón puso a Hemingway como antes: acodado sobre la barra del Floridita, en su rincón predilecto, en pose de echarse hacia delante y oír cordial y socarronamente a cualquier parroquiano que le haga compañía.
El gran trágico de la contemporaneidad prefería beber su daiquiri en el Floridita y su mojito en la Bodeguita del Medio. Admitía así que se había suscrito a ambos tragos de la alquimia alcohólica cubana y a esos dos restaurantes entonces y todavía célebres en La Habana. Puede parecer que el escritor, que había asegurado en Adios a las armas que no existía nada más placentero que un trago de güisqui, estuviera haciendo algo más que una elección gustativa al preferir las bebidas criollas.
Digámoslo de un golpe: estaba confesando una inclinación, un afecto, por esta isla a la cual mencionó por primera vez en 1933, en un artículo publicado en Esquire y que se tituló Marlin Off the Morro: A Cuban Setter. No asombra que la Isla, verde y frutal, y su mar candente aparecieran en una colaboración periodística por la cual Hemingway ganó 250 dólares. Admira, sobre todo –como ha afirmado Mary Cruz, una de las estudiosas de la obra del autor de Verano sangriento-, que el paisaje, los detalles típicos de La Habana como el Morro, el caserío portuario de Casablanca, trasciendan su naturaleza de “postal turística”, usual en cualquier visión extranjera, y sean descritos con la emotividad del que no solo ve las cosas sino que está dentro de ellas.
Son varias las obras de Hemingway donde aparecen Cuba y su gente. Aparte de los reportajes, en Tener o no tener, El viejo y el mar e Islas en el Golfo hay una imbricación cubana que reconoce que Cuba fue algo más que un escenario para un escritor cuya estética primordial, desde su aprendizaje en el Kansas City Star, le exigía encarar y reflejar la vida con una autenticidad sin fisuras. Es decir, con pasión. En El gran río azul, Hemingway confiesa algunas de las razones por las cuales radica en Cuba. Al leerlas, uno sabe que subyace algo más profundo que la simple sensación del confort y el paisaje. Pero lo calla: “Muchos le preguntan a uno por qué vive en Cuba; les contesta simplemente que le agrada vivir allí. Es difícil explicar la fresca brisa matinal que sopla incluso en los días más calurosos de estío sobre las colinas que rodean a La Habana. No es necesario explicar la posibilidad que se nos ofrece de criar gallos de pelea, adiestrarlos y participar en competiciones dondequiera que se organicen, por tratarse de un asunto lícito. Es una de las razones de vivir en aquella isla.(...) Pero hay muchas más cosas que uno no dice; (...) entonces uno les explica que la principal razón de vivir en Cuba es el Gran Río Azul, de tres cuartos a una milla de profundidad y de sesenta a ochenta millas de ancho; desde la finca y a través de un hermoso paisaje, se tardan cuarenta y cinco minutos en llegar a él, donde hay la mejor y más abundante pesca que uno ha visto en su vida.”
Cuentan crónicas noticiosas que en uno de sus regresos a Cuba, meses antes de su muerte, Hemingway besó la bandera cubana al desembarcar en el aeropuerto José Martí. Un fotógrafo quiso que repitiera el gesto para poder congelarlo en la emulsión de su película, y Papa se negó. Su acto había sido sincero y no admitía la escenificación publicitaria o periodística. Sin embargo, uno de los reportajes de la entonces naciente televisión cubana lo conserva respondiendo preguntas, luego de haber merecido el premio Nobel, en 1953. Entre otras palabras, Hemingway, el que bebe su daiquirí en el Floridita y su mojito en La Bodeguita, el que reside en una colina casi al sur de la bahía de La Habana, se declara implícitamente abierto, democrático, mezclado, como el carácter de nuestros compatriotas, al decir: “Yo soy un cubano sato.
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