LA PACIENCIA DEL PAPEL
Por Luis Sexto
Recuerdo haber comprado el Diario de Ana Frank hacia 1964 o 65, cuando los precios de La moderna poesía, en Obispo y Bernaza, pesaban menos. Entonces, como hoy, el mundo exaltaba a la muchacha por su Diario, publicado en 1947 con 1 500 copias y cuya cuenta actual atesora 60 traducciones y 30 millones de ejemplares vendidos.
El sueño de Ana Frank -que confesó que su mayor ciencia consistía en conocerse a sí misma- era ser periodista, escritora, novelista, mujer célebre. Y lo cumplió sin vivir más de 16 años y solo con 324 cuartillas, escondidas antes de que la GESTAPO revolviera la casa clandestina de su familia alemana y judía, en Ámsterdam. Solo un libro y una multitudinaria fama que ha solidificado el nombre de la autora –según una selección de la revista Times- entre las cien personas más influyentes del siglo XX.
Cualquier escritor se desanimaría al compararse con Ana, juzgando abultado el propio currículo editorial y sabiéndose casi desconocido, u olvidado. Pero ciertos únicos libros dependen de autores únicos o de circunstancias únicas, o de ambos a la vez. Porque si Ana Frank no hubiera muerto de tifus en el campo de concentración de Bergen Belsen dos meses antes del aguillotinamiento del nazismo, no sabríamos de su Diario: ella misma aseguró que nunca lo mostraría a nadie, salvo al amigo o la amiga que no tenía. O si lo leyéramos con la autora viva y madura, nos parecería quizás el anticipo adolescente de un estilo.
Leí el Diario de Ana Frank en la sexta edición de la editorial argentina Hemisferio. Posiblemente en aquellos tiempos de los 60, mi edad, próxima a la de la autora adolescente, estorbó que la asumiera dotada precozmente de los escalones de la ascensión. Tuvo que hacérmelo ver el prólogo del francés Daniel Rops, durante el momento en que el prólogo, para mí, se trastoca en epílogo. Porque los leo como si fueran la poslectura, las últimas palabras del libro. Acudo a su presentación después de haber formado mi criterio sobre la obra. Leer es un descubrimiento, a más de un deslumbramiento. Y descubrir es una vivencia original, exclusiva, personal, de esfuerzo propio. Al final, el dedo del especialista podrá rectificarnos. Completarnos. Darnos la razón. O aventar la neblina.
Y la crónica de Rops aún me zumba en los oídos. El traductor trasladó el ritmo enfático, incisivo, de siete leguas, del prologuista. Y yo me rendí ante aquella furia que grababa a dentelladas en mi memoria la personalidad de Ana Frank. “Acabo de doblar la última página de este libro, y no puedo contener mi emoción. ¿A qué habría llegado la maravillosa niña que, sin saberlo, ha escrito esta especie de obra maestra?” Releo a Rops. Y he vuelto a releer a Ana. Me he dejado conducir por el tono conversacional de su Diario, mudo interlocutor al que ella nombró Kitty, la amiga o el amigo del que Ana Frank carecía aquel 12 de junio de 1942 cuando su familia le regaló, por su cumpleaños 13, una libreta para que anotara sus pensamientos y sentimientos infantiles. Luego, al tener que esconderse en una apartamento simulado –el anexo en español, o la casa de atrás en alemán- derivó hacia un testimonio que ha sido y será el balido de la oveja en la conciencia del lobo. Insufrible reproche.
Otto Frank, el único sobreviviente de la familia, fue el primero en comprender que el diario de su hija no era el acta de caprichitos, enamoramientos furtivos y fugaces, quejas sobre papá o mamá que él podía suponer según el manual desactualizado de la educación filial. Los padres solemos conocer fuera de hora a nuestros hijos. Y los lectores admitimos también tardíamente la influencia de un libro en nuestra vida. Porque uno o dos años después, empecé a escribir un diario. Quizás Ana Frank me había trasvasado la necesidad de hablar con el papel, de mirarme en las letras más recónditas y sin aspiraciones de gloria para aprender a conocerme. Porque, como ella se dijo citando un refrán, “el papel es más paciente que los hombres”.
Y ciertos hombres menos humanos que un libro.
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Fabian Pacheco Casanova -
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