LA CASA DEL CIMARRÓN
Por Luis Sexto
Esteban Montejo vagó durante años por el lomerío del nordeste del entonces departamento central. Era hombre de monte, huidizo, rebelde. Los árboles, la manigua, las cuevas le sirvieron de techo para guarecerse de la lluvia o del relente. Ya centenario, sus memorias ―espigadas por la sensibilidad de Miguel Barnet― conformaron la Biografía de un Cimarrón, en la que hubo un recuerdo para una de esas casas montunas: la cueva de Guajabana, cerca de Caibarién, donde durmió sobre un esponjoso colchón de guano de murciélago.
Es la misma a la que ahora llegamos, fatigados, pero con la emoción enfervorizada. Acabábamos de escalar unos 80 metros de la falta sur del rocoso Cerro de Guajabana; casi verticalmente, agarrados a piedras, raíces, gajos que las lluvias habían convertido en asideros ensebados. Ya en una dolina, especie de vallecito, cultivada de plátanos por guajiros de las sitierías aledañas, y sombreada por guásimas, almácigos y frijolillos, la cueva nos tienta con su bocaza a la derecha. Pasamos, y se explaya de improviso un salón semejante al vestíbulo de un hotel; fresco, colmado de anárquicas figuras que estalactitas y estalagmitas modelan con la audacia de un escultor liberado de las academias. Parecen idolillos, o manos, o búcaros, o parejas de enamorados.
Esta nave fue, en tiempos de fundaciones telúricas, el sumidero del río Guaní, que discurre al pie del Cerro, y que arrastraba, cuando lo vadeamos, en vez del agua limpia que bebió Esteban Montejo, el mosto del complejo agroindustrial Heriberto Duquesne. Se nos presentaba como un pantano. Si en el siglo XIX hubiera podrido el aire como el día de nuestra excursión, el mal olor habría espantado al cimarrón con mayor rapidez que los perros de los rancheadores.
Pero aquellos parajes conservaban entonces su agreste inocencia. Y Esteban permaneció 18 meses en Guajabana, burlándose de las reglas del fugitivo, que prescribían la movilidad constante. La cueva lo invitó al acomodamiento. Y el cimarrón cambió todos sus miedos a duendes, güijes, cocorícamos y majases por la seguridad y la atmósfera de un hogar. Para él, la cueva “era igual que una casa por dentro”y estaba allí “como aquel que dice, veraneando”.
Hastiado, al fin, se introdujo en el bosque a hacer lo que le reclamaban los músculos ociosos: andar y andar en una libertad prisionera de la cautela.
Pero el cimarrón se marchó de Guajabana sin conocerla enteramente. No se decidió a recorrer la galería que lo hubiera conducido a otro salón, el del resolladero. O del sumidero. Porque no se ha podido precisar si Esteban se hospedó en la entrada o en la salida de la caverna. Por ambas puertas permite el acceso, aunque la trepada es menos abrupta por el sur, ruta ―la nuestra― que lleva al hoyo donde las aguas del río se perdían, hace milenios, en el subsuelo.
EL OLOR DEL HOMBRE
El círculo de una linterna de bolsillo se adelanta por el túnel, cauce fosilizado del Guaní, que curvándose del suroeste al nordeste, se alarga unos cien metros, con un ancho promedio de diez. Las excretas de los murciélagos ya no aplanan el suelo; varios años atrás las sacaron para fertilizar campos agrícolas. El paso ahora baja o sube declives. Caminamos lentamente. Medio giro a la izquierda. Otro a la derecha. Y relampaguean las luces del respiradero.
Es menos ancho y despejado que el salón del sumidero. Pero también abunda la geometría cavernaria, esculpida por gotas de agua carbonatadas en un taller de paciencia. Y, sobre todo, el olfato capta, mediante inexplicables sensaciones, un ambiente de hospitalidad, de hueco materno, como si allí el hombre hubiese dejado su olor. Y, en efecto, lo dejó. En este mismo espacio, en los intestinos del Cerro, desde donde vemos al mar encimársenos en una cercana visión, el Grupo Espeleológico Cayobarién desenterró, en 1981, restos de un asentamiento siboney: residuos alimentarios, instrumentos de trabajo, y la osamenta de siete aborígenes. Nosotros, tan sólo en una búsqueda superficial, recogemos huesos de jutías, fragmentos de quelonios y conchas marinas ―que al menos yo aún conservo―, desechados por los indios unos nueve siglos antes de que supiéramos que ellos habían utilizado la bóveda del resolladero de Guajabana.
LA PRESENCIA DE LO ALTO
El Cerro de Guajabana tiene el prestigio del solitario. Con 110 metros es la única altura estimable en la franja arcillosa, donde se aglomeran los más densos palmares de Cuba, entre Remedios y Caibarién. Desde los tiempos coloniales, Guajabana, que en lengua aborigen significa tierra llana, recibió el nombre de Caja del Muerto, por su similitud con un sarcófago. En la cima, que llamaban la Vigía, la vista del custodio seguía la silueta blanquecina de algún barco, en cuya cubierta podía estar, en zafarrancho, alguna dotación pirata. A su espalda, un valle rematado, algo más al sur, por la Sierra de Bamburanao.
La belleza de la cueva mayor ―existen otras menores― tocó campanas en la Isla. Y en 1800, el sabio Alejandro de Humboltd la reconoció durante su primer viaje científico a Cuba, aunque no hay certeza documental. Sí la hay, en cambio, de la visita del Obispo Espada. En un recorrido pastoral, el mitrado de La Habana, aprovechando su estancia en Remedios, se llegó a la cueva célebre. Su ilustrísima se esforzó democráticamente en ascender una altura que su secretario, en el acta de la visita, calificó de inaccesible. Era el 2 de abril de 1805. Y el prelado, que los anales cubanos recuerdan por sus ideas y obras de progreso, grabó su firma en una pared de la caverna. Y hasta 1907, según el dato de José A. Martínez Fortún, historiador de Remedios, se apreciaba la rúbrica episcopal. Hoy se aprecian otras de menos rango y fama, que en distintos tiempos quisieron perpetuar sobre la piedra un paseo dominical o la furtiva pasión de un amor a deshora, y dañaron la integridad natural de la cueva con el grafito, la pintura o la punta de una aguja.
Mas no era el único perjuicio. Ya, en el momento de nuestra misión reporteril, hace varios años, jutías, cotorras y pericos se aproximaban a la extinción en Guajabana. La dinamita, que regularmente estallaba en el extremo derecho, ejecutaba su faena destructiva desde hacía tres lustros. Tres siglos más adelante, según los cálculos de los operadores de la cantera allí abierta por el Ministerio del Azúcar en Villa Clara, sólo un alvéolo quedará del Cerro, cuya verdadera riqueza, aseguran en Caibarién y Remedios, no radica en su materia rocosa, ni en sus yacimientos de zeolita. Trasciende esos valores desgastables, para erigirse en símbolo histórico nacional. Voces de una comunidad aborigen y de un esclavo prófugo claman por que el Cerro que fue su habitación, continúe como sombrero de monte sobre testa de sabana.
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Fabian Pacheco Casanova -