JUEGO DE PALABRAS
Por Luis Sexto
Las palabras no mueren de enfermedad, ni de crimen. Uno las tacha, las enreja en la garganta, y reaparecen en otro papel, o se fugan por una rendija de cualquier lengua. Puedo hacer un informe personal del problema. Me había negado a escribir o decir actividad; no quería sucumbir a ese truco de la pereza que con actividad nombra toda acción, todo gesto humano. Pero caí, a pesar de reputarme como un asesino de ciertas palabras.
Mientras apremio el teclado o la boca, las vigilo, las aíslo, las desdeño. Y si se evaden de tan enconado control, al repasar las cubro de cruces como bajo un multiplicado EPD. También las tacho, con gusto fanático que nunca enmascaro, en las cuartillas de algún colega.
He convertido en un rectangular e impenetrable borrón a vocablos como salvataje, escrito por un corresponsal desde México cuando relataba las operaciones de salvamento de las víctimas de un terremoto, y a reconfort, sinónimo de consuelo en una nota informativa sobre los prisioneros políticos en el Chile militarizado.
En otro momento he hecho invisible al adjetivo muerto, pues el redactor afirmaba que en una aldea salvadoreña permanecía el cadáver sin vida de un soldado. Y he quitado una aureola al patrono de España a quien le habían doblado la santidad colocándole un san delante de su San-tiago.
Los diccionarios de la lengua son como directorios telefónicos desactualizados: nadie los consulta; tampoco entregan la verdad completa. Uno lo deduce al descubrir tanto desacato en la crónica que los periodistas escribimos para registrar, durante la agonía de un acontecimiento, otro tan principal como el que acaba de ocurrir. Es un trotamúndico y supersónico acto de historiadores que justifica sus faltas en la intransigencia del jefe de información que advierte, mostrando el reloj, que el tiempo en un periódico no posee las propiedades de un noviazgo moderno, exento de límites para la exploración de las formas.
Pero no solo entre personas de letra y prensa. También la innombrada ciudadanía modifica las definiciones de los diccionarios. El idioma se ajusta dócilmente a las filosofías y conveniencias coloquiales. Aquel hombre –recuerdo- se calificaba de extremadamente celoso. Nosotros dudábamos de su auto apreciación. Él insistía. Y le preguntamos con intenciones de ridiculizarlo:
-¿Sabes qué significa celoso?
-Sí. Y también lo dice y lo sabe mi mujer?
-¿Tu mujer? –repetimos a la vez, nosotros, que sabíamos el secreto.
-Sí, ella.
-¿Por qué lo dice?
-Porque ella tiene otro, y a mí no me gusta...
Yo, perseguidor, matador, asesino de palabras impropias o indeseables fui, sin embargo, burlado, vencido. Me negaba a escribir, a pronunciar actividad. Una tarde íbamos por la carretera de Pinar del Río a Viñales, el valle de los mogotes únicos; por esa ruta uno se pregunta si las carreteras beben, porque parecen trazadas a curvas de borracho. El automóvil rodaba despacio, más lentamente que lo marcado en la señal de vía. Delante, varios camiones avanzaban como arria de mulos. Gente guajira se aglomeraba sobre ellos. El paso era intolerable. Sol. Polvo. En una breve recta, Alcides Betancourt, chofer de Bohemia, ocupó la izquierda para desmandarse.
-Despacio –le pedí. Quiero averiguar.
Y desde la ventanilla tiré mi curiosidad haciéndola volar en la persistente palabra. La respuesta, voceada para que nos alcanzara, todavía me avergüenza:
-Esto no es ninguna actividad, compañero; es un entierro.
*Esta crónica fue publicada en la revista Bohemia en l988. Después supe que algunos se la atribuyeron al destacado periodista radial Orlando Castellanos. Al menos, dicen, él contaba la anécdota como propia. Ya difunto Castellanos, solo puedo perdonarlo, aunque reclamo, en estricta justicia, la paternidad de esta historia. Tengo testigos.
1 comentario
Jimmy -
Dudo seriamente que el guajiro careciera de su proverbial sentido de la ironía al afirmar que eso era un entierro.