ESO DE ESCRIBIR ES UN PROBLEMA
Acepté la tarea dichoso y agradecido. Entonces yo era colaborador de Bohemia, aspirante a integrar su plantilla, y la más antigua Casa entre los medios cubanos me encargó entrevistar a Onelio Jorge Cardoso que en esos días redondeaba 70 años. Pero yo no lo conocía de cerca. Simplemente lo admiraba.
El culto por el escritor partía primeramente de mi respeto por los ancestros, los antecedentes, los modelos, porque nunca tuve panza de Buda, ni complejo de Colón. Por tanto, me resabía el argumento y la forma de los cuentos primordiales de Onelio; recordaba en retahíla el nombre de sus personajes, y el tenerlos obedientes a la simple enumeración, sin haberlo pretendido en un ejercicio de memoria, era para mí una prueba de la prominencia literaria y la hondura humana de los textos del maestro de “El caballo de coral”.
Me le presenté una mañana en su oficina de la Unión de Escritores y Artistas, y al plantearle mi intención, se resistió. No precisé si porque no conocía la marca del entrevistador, o porque se había contagiado con la filosófica suspicacia de alguno de sus personajes, y todavía no había podido medirme la caja del cuerpo. Pero lo vencí con un argumento: vengo en nombre de la revista de la cual usted fue colaborador especialísimo. Lo acató, y me prometió responder el cuestionario. Dos días después me sorprendí al notar que las respuestas habían sido escritas entre dientes. Demasiado parco. Excesivamente reticente. A la pregunta de cómo escribía un cuento, si inventaba la fábula, o tomaba la anécdota de la realidad, me respondió en un tono que aprecié como de “encabronamiento”. “Mire, eso de escribir es un problema tan delicado como para estar inventando anécdotas, y la realidad, si no más, es tan rica como la imaginación. Total que habría mucho que hablar...”
Pude pensar que Onelio era un hombre amargo, ríspido. Pero, tiempo más tarde nos conocimos más de ojo a ojo. Y su bondad guajira -que a veces se le disfrazaba con malla de hoyos minúsculos para que no se filtraran las moscas o los mosquitos- me autorizó la confianza. En 1986, le pedí algunas cuartillas con el propósito de difundirlas como servicio especial por los circuitos de Prensa Latina. Me advirtió que hacía tiempo no escribía. Pero estaba pensando volver a sentarse ante la máquina y me prometió que el primer texto sería para mí. En efecto, semanas más tarde me telefoneó; lo visité. Cuca me abrió. Onelio iba a bañarse, mas no me obligó a esperar. Salió en el íntimo “short” y me entregó la crónica de un reciente viaje a Yaguajay, acompañado del poeta Raúl Ferrer. Habían visitado el central Narcisa, en cuya escuela ambos levantaron cátedra de llaneza magistral y de tierna pedagogía. Calificarla de hermosa, buena, bella, linda, equivaldría a lacerar la memoria de aquella crónica. Era un original propio de Onelio: con toda la fineza con que excavaba en lo más poético de un paisaje, lo más afilado de una emoción, lo más lancinante de un dolor. Le asigné un turno en una próxima emisión.
El final de la historia ya es previsible. Días después murió. La muerte suele ser también más rápida que el periodismo. Y aquella crónica circuló por las redacciones de los clientes de Prensa Latina como el testamento literario del narrador que, junto a Juan Rulfo –muerto también días antes o días después, que no me acuerdo- renovó el cuento latinoamericano.Al cabo de los años, todavía me pregunto la causa de aquella rispidez de Onelio cuando fui a entrevistarlo. Podría evocar mil razones especulativas o someras y podría actuar injustamente. Me inclino a concluir que la modestia de Onelio se protegía de los entrevistadores y las entrevistas. Porque al marcharme le dije que en otro momento, cuando él dispusiera del tiempo y la paz que ahora le limitaban los sucesivos homenajes por su cumpleaños 70, yo lo entrevistaría morosa, largamente. El, mirándome por sobre sus espejuelos, me recomendó:
-Sí, está bien; pero demórelo bastante.
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