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PATRIA Y HUMANIDAD

La UH, un lugar con encanto

La UH, un lugar con encanto

Por Luis Sexto

Ante el transeúnte inadvertido, la Universidad de La Habana surge de pronto como un cuadro anacrónico. Inalcanzable en el tiempo. Como una pincelada única e irrepetible. Fue el punto de partida, el foco desde el cual empezó a irradiarse la educación superior en Cuba, durante sucesivas etapas que le facilitaron trascender los límites inaugurales. Su configuración arquitectónica, además, la singulariza de modo que hoy se yergue como un distintivo, un emblema de la ciudad sede.

La escalinata  -una de las maravillas arquitectónicas de La Habana- fue construida en cuatro semanas para que por ella subieran los jefes de Estado de la Conferencia Panamericana de 1928. Sin embargo, el recinto intelectual de esta casa de altos estudios cumplía en esa misma fecha 200 años de gestarse y perfeccionarse como un crisol de ciencia, arte  y ética.

El que sube la enorme escalera que sustituyó a la vereda de índole campestre por la cual se accedía a la colina, se percata al llegar a la cima, luego de ascender 82 escalones de atenuada pendiente, que ha entrado en un sitio cuya atmósfera ofrece el discreto fulgor de los edificios con alma. Las columnas y las líneas neoclásicas se juntan a la sombra de los árboles en la plaza para expresar los vuelos de un espíritu único –el de la cultura nacional-, cuyo estilo e ideal se depuró  en esas aulas que, de las penumbras de un convento, pasaron al aire libre en una  irrecusable vocación de progreso.

Data de 1728, siete años después de que el Papa Inocencio XIII firmó la bula que autorizaba al Consejo Real de Indias a concretarla en “la siempre fiel Isla de Cuba”. La Real y Pontificia Universidad de San Jerónimo se albergó primeramente en el convento de San Juan de Letrán, en la parte vieja de la ciudad, hasta 1902 cuando la trasladaron hacia la loma de la Pirotecnia, instalación militar que había servido de campamento a las tropas norteamericanas de ocupación. Entonces era un lugar casi desierto, una especie de oasis campestre a orillas de la urbe que concluía unos 400 metros más abajo, en la calzada de la Infanta.

Pero si las barracas, de madera basta, de grosera factura, no componían un asiento apropiado para una  que reclamaba espacio, su ubicación geográfica, por el contrario, se insertaba exactamente en un símbolo. La colina de la Pirotecnia se levantaba en lo que más tarde será, en su porción alta, la entrada del barrio más moderno y pujante de la capital, El Vedado, y desde esa eminencia se apreciaba lo que uno de los estudiantes más ardiente, original y beligerante, y más tarde profesor de ciencias sociales –el doctor Raúl Roa-, bautizó como “la techumbre heteróclita de La Habana”.  El símbolo radicaba en  que la ciudad toda se postraba a los pies del hogar donde se habían forjado, en el decursar de dos siglos, superando restricciones de épocas y circunstancias, denodados libertadores, agudos escritores, audaces científicos.

Desde Carlos Manuel de Céspedes, llamado el Padre de la Patria, hasta Fidel Castro, la mayoría de los cubanos más ilustres en ciencia, letra y decoro terminaron su formación en la colina universitaria. Entre las excepciones más notables, José Martí y Carlos J. Finlay  jamás oyeron una lección en estas aulas preñadas de tradición.  La España colonialista los obligó a estudiar en el extranjero.

El propio líder de la Revolución de 1959, quien en 1947, siendo estudiante de derecho, en una operación patriótica que empalmaba las generaciones actuales con las antiguas, trajo a la Universidad la campana con la cual Céspedes, en el ingenio Demajagua, llamó a sus esclavos el 10 de octubre de 1868 para liberarlos y ofrecerles la oportunidad de construir  una nación.

Con el desarrollo de la República, las barracas se transformaron en pabellones, y más tarde en edificios de solidez y sobriedad neoclásicas, cuyo eje, el Aula Magna, se edificó entre 1907 y 1911 como ámbito de palabras memorables, y posteriormente sirvió también de mausoleo para conservar las cenizas del Padre Félix Varela, precursor de la nacionalidad cubana y de la independencia nacional y uno de los profesores de filosofía que, en las aulas del Seminario de San Carlos y San Ambrosio, renovó la pedagogía en Cuba implantando el método explicativo. Los frescos de Armando Menocal, el pintor de la última guerra independentista, en 1895, enriquece el Aula con las esencias nacionales.

En ese entorno arquitectónico de severo perfil académico, emparentado con el ágora ateniense, la Plaza Ignacio Agramonte –otro de los  ex alumnos que dejaron  un brillante pergamino de graduado para convertirse en generales de la independencia- mantiene una serena atmósfera de paz donde parecen confluir el pasado y el presente. Al oeste, la biblioteca; al este el rectorado. Y entre ambos edificios, la explanada, trocada en parque umbroso, recoleto, donde millares de estudiantes han mirado al cielo elevando sus sueños como una ofrenda de fervor al futuro.

La Universidad continúa hoy en el mismo sitio, como el núcleo de donde han partido, hacia otros puntos de la ciudad, escuelas, filiales, facultades, además de nuevas universidades.  Al pasar por la calle de San Lázaro, el transeúnte advierte el pórtico adusto que, en lo alto, se empina, con sus columnas griegas, como una visión insólita en una de las esquinas más céntricas de la capital. Rematando la monumental escalinata, con los brazos abiertos, la estatua del Alma Mater perdura en un gesto de receptiva ternura. Obra del escultor yugoslavo Mario Korbel, esta mujer de bronce fulgura en un contorno de espiritual expresión que por unos minutos aquieta, amplia, las sensaciones de quien pisa el umbral universitario.

Entre estas edificaciones y arboledas, en efecto,  la mirada no permanece indiferente. El viajero, quizás, haya visitado otros centros universitarios del mundo. Posiblemente en Oxford o en La Sorbona, piezas de antigüedad, haya sentido esa aura que algunos llaman el rumor de la historia o el eco de las piedras. Son lugares con encanto, magia aprehendida en la intensidad de la energía vital con que los seres humanos emprenden y colman ciertas obras. En la Universidad de La Habana, aunque las piedras no acumulan todavía un siglo, uno presiente, huele, oye, una tradición muy vieja aletear en un espíritu de luz.

Es la palpable confluencia del arte y el saber. El gusto y el ideal. La historia y el sentido de la vida.

   

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