CRÓNICA TRANSEÚNTE
En el aniversario 490 de La Habana
El agua se despedazaba contra los arrecifes destellando puntos de estaño frío. Llegué a pie bordeando el muro del Malecón hasta el muelle de Caballería donde ya no atraca la lancha que nos pasaba al otro lado del canal de la bahía; ahora finaliza su travesía cuatro o cinco cuadras más al sur, en el de Luz Miré al norte. Contemplé el Cristo que desde la colina de Casa Blanca asume el gesto impertérrito de la bondad de una mano que se alzaba para bendecir. Luego aspiré el aire salitroso que mece, como un santo y seña de la hora, el aroma del café. Olor genital de La Habana Vieja, destilado de mañanita al vapor de diversos y variados establecimientos para turistas. Más allá de la superficie del aire inmediato, detecté el olor único e indestructible, mezcla de mariscos, pescado, gas, basura descompuesta, que se adelanta a los ojos de quienes arriban a la ciudad por ferrocarril.
La Habana penetra, sorprende primeramente por la nariz, en la atomizada bienvenida de sus efluvios más profundos provenientes de los intestinos de la bahía y el barrio industrial de Luyanó. Reinstalado en el olor predominante en derredor, tuve deseos de probar aquella infusión que seducía con un gusto original, irrepetible en las cafeteras domésticas. Me recomendaron el restaurante situado junto a la Catedral. Bebí el expreso. Fuerte. Oscuro. Rizado con el oro de la espuma. Y luego entré en el templo. Oré sin recitar. Mi oración fue una mirada fija, quejumbrosa, hacia el altar atestado de dorados barroquismos.
Mientras caminaba hacia la restablecida plaza del convento de San Francisco de Asís, reflexionaba en la mezcla de contradicciones de La Habana. En las celdas de este peñón pío y humilladero de la calle de Oficios, quizás el más antiguo de la villa, habitó durante un tiempo San Francisco Solano. La Habana era entonces más proclive a los aspavientos religiosos que a la íntima sinceridad de la fe, según hacían notar los libros que ciertos viajeros publicaron después de haberla recorrido desde el puerto –crucero de todas las ambiciones y maldades de las Américas- hasta los barrios periféricos donde crepitaban la opulencia y el vicio.
La Habana se originó en la contradicción. Ni aun el elogio de cuantos la visitaron en el siglo XIX, época de esplendor, esquivó ese destino que unce la ciudad a lo paradójico Y entre adjetivos de bella, plástica, incomparable, animada, bulliciosa, o títulos de émula de París y Londres, paño de lágrimas, las impresiones extranjeras anotaron que La Habana era festival de la muerte, asamblea de malos olores, puerto carísimo para comer e incómodo para dormir, donde se encontraba mucho de sorprendente y poco de admirable.
El viajero entonces desembarcaba en una villa donde la abundancia del dinero y del lujo le impactaba, y luego topaba con la fiebre amarilla o el cólera anidados en basureros y charcos; o en medio de la exquisita confusión de casas y edificios pintados de amarillo, verde, azul, contrastando con las luces y la sombras, tenía que “saber maromas” para andar por las escuetas aceras de intramuros; o seguro de que había llegado a un puerto de los de más alta civilización, debía pernoctar en el buque, pues no conseguía albergue en tierra, y en otros momentos no hallaba hotel montado a la europea para estar en compañía del confort. O no había agua. Porque ubicada tentativamente en dos sitios previos, en el sur y en el norte, se asentó la tercera vez junto a una bahía de bolsa, con un angosto canal de acceso, refugio providencial contra huracanes y propicia a las opciones defensivas de la ciudad, pero sin fuentes de abasto.
Quizás en ese revoltijo de contradicciones radica el hechizo de La Habana. En esa presencia impresentable, en ese abigarrado desorden, depositó su dechado de seducción. O se cobijó en sus habitantes, contradictorios también, indisciplinados desde los días liminares de la villa. Eran, según las quejas de los gobernadores, opuestos a cuanto se les mandaba y tan modelados a su arbitrio que todo costaba no poca dificultad. Gente por lo demás amorosa y hospitalaria, capaz de partirse en reverencias de cumplimientos, pero irrespetuosa hasta humedecer con sus escupitajos cualquier conversación y virar al revés el estómago de su interlocutor. Gente denodada para defender su ciudad del pirata o del corsario, y a la vez remolona para cumplir la vigilancia miliciana en las costas.
La Habana no se ciñó a nacer y progresar entre la paradoja. Trasmitió esa circunstancia a las sucesivas imágenes que de sí misma fueron forjándose en el hilo de los siglos. Haciéndose distinta continuó igual; se guardó fidelidad como en un matrimonio de un solo miembro. Y por ello para entenderla y explicarla, uno precisa leer en ruta inversa: del hoy al ayer. Sus problemas básicos no cuentan 30, ni 50, ni 100 años. El solar, la ciudadela, la periferia de cinc y cartón, el hacinamiento se multiplicaron por el imán infinito de la tradición cuando, luego de desaparecer la esclavitud, los recién entrenados proletarios negros asumieron a La Habana como la regenadora de las injusticias y angustias vitales que los habían bestializado. Y La Habana, que nunca construyó para la masividad, ni creó abasto propio, continuó recibiendo como a través de un viaducto promisorio, el éxodo provinciano en una república rutilante en su cabeza y opaca en el resto del cuerpo. Porque para el cubano, la capital no ha sido la urbe de las paradojas, sino la ciudad de las esperanzas...
En los últimos años del siglo XX, retomó su pervertido oficio de escandalizar. Ruido y provocaciones cortan el paso del transeúnte. Con apetito de alguna emoción rara, autoricé que me sedujeran mediante un españolizado sí, hombre. Y aquel cicerone sin mangas me llevó por el Malecón. Sobre el muro recitó una frase copiada quizás de Alejo Carpentier. Las gotas de una de las recientes marejadas le encristalaban la piel; de lejos hubiese parecido que sudaba el centavo que proyectaba quitarme. Este muro -decía- es la quintaesencia de las ensoñaciones habaneras. Eso pasaba como justo y bueno. Pero todavía me pregunto qué tipo de español se habría figurado él que soy, porque frente a la farola del Morro me informó que en ese castillo había peleado contra los ingleses el General... Elpidio Valdés*.
*Héroe de una célebre historieta infantil cubana de Juan padrón
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Fabian Pacheco Casanova -
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