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PATRIA Y HUMANIDAD

ESPLENDOR Y FANTASÍA

ESPLENDOR Y FANTASÍA

Por  Luis Sexto

El reverendo norteamericano Abiel Abbot  fue testigo y notario de la ruina. Sus cartas, publicadas en un libro con ese título –Cartas-, lo impusieron como testimoniante minucioso de aquel esplendor y registró en su correspondencia varios detalles visuales  sobre el viento y la lluvia que iban lamiendo el suelo. En 1828, año de su recorrido turístico cultural por las lomas del Cusco y de San Salvador, anotó que ya  “había lugares tan desprovistos de capa vegetal” que ni los árboles podían prosperar.

Hoy, en cambio, la comunidad ofrece espacio para los ojos del presente y los oídos de la historia. Usted llega allí, y ve emerger el pueblo del Valle de la Moka, sobre las terrazas que le dan el nombre y le permiten ejecutar una tierna acrobacia sobre lo abrupto del terreno. La visión es un pincelazo de paz espléndida. Y fantástica, como los sonidos de tambores y cadenas que algunos confiesan oír, en ciertas noches,  provenientes del pasado remoto.

En esa zona declarada patrimonio mundial de la biosfera por la UNESCO, existe una relación, una simbiosis, entre la contemporaneidad y la historia. A fines del siglo XVIII comenzó a salpicarse de cafetales fomentados por colonos franceses que huían de la revolución en Haití. Le content, Santa Susana, La Moka, Santa Teresa, nombres que se impusieron en la región del Cusco, en la parte oriental de la Sierra del Rosario, al noroeste de La Habana. Los investigadores han determinado la presencia de más de 77 plantaciones dispersas por la cordillera.

Los caficultores aprovechaban los suelos próximos a senderos de comunicación natural  y a las corrientes de agua que en esas depresiones se arremansaban, luego de anunciarse con un murmullo precipitado. Y plantaban sus cafetos en valles y hasta en las cimas de las montañas, que aquí no sobrepasan los 500 metros de altitud. El grano llegó a Cuba en un complicado recorrido. Y empieza hacia 1714, cuando el alcalde de Amsterdan regaló al rey Luis XIV una postura. Lo colocaron en los invernaderos reales, donde vegetó como una rareza, porque solo en Abisinia y Arabia se cultivaba y desde hacía muy poco tiempo en Java y Sumatra. Pero de Martinica retornó a París con licencia un oficial, Gabriel Desclioux, quien creía que el café podía aclimatarse en esa isla del Caribe. Y se agenció un gajo de la planta real. Creció saludablemente. Y más tarde saltó a santo Domingo. De ahí, en 1748, lo introdujo en Cuba José Gelabert, funcionario colonial de finanzas, en cuya finca del Wajay, al sur de La Habana, creció el primer cafetal cubano.

Los inmigrantes franceses, que traían consigo una cultura  ilustrada,  refinamientos del vivir y agrotecnia adelantada,  levantaron sus cafetales para que perduraran, de modo que sus casonas de paredes pétreas parecían reírse de la eternidad, como parecían desafiar  la montaña sus techos agudos semejantes a sombreros de pico de cuatro aguas, sellados con tejas planas o de cola de castor inventadas en Europa Central contra la nieve.

El tiempo, sin embargo, se erigió en señor de las ruinas. Y hoy solo se aferran al pasado fragmentos húmedos, mohosos, ante los cuales puede intuirse aquella vida plácida, cómoda sólida, adulterada por la persistencia de algún pedazo de barracón donde los esclavos dormían sus quejidos y nostalgias. Hacia 1830, la erosión, el desarrollo de la industria azucarera y coyunturas económicas internacionales, terminaron con los cafetales.  Por décadas, el área permaneció pelada, carente de árboles, porque bajo el filo de la erosión también rodaron cuesta abajo ácanas, jocumas, ocujes, yayas, caobas, cedros. El reverendo Abbot  se fijó en esa tendencia a la ruina, contrastándola con la fugaz riqueza de algunos cafetales, como el Buena Vista. Sic transit gloria mundi, habría dicho el religioso ante la previsible decadencia del esplendor.

Hace unos 30 años se obró la resurrección. Donde feneció la vida, la vida regresó. Una epopeya ecológica rescató la naturaleza y reorientó la existencia de cuantos  malvivían allí fabricando carbón y criando cerdos. Trabajadores de diversos puntos del país, trazaron más de 1 200 kilómetros de terrazas para que la floresta se enraizara, y construyeron carreteras, puentes, casas que se basaron en las lomas sin dañar la tierra. El pasado, el modo de vida y de producción de las antiguas plantaciones, también ofrecieron interés a los planes turísticos. Un hotel, el Moka, se edificó dentro del bosque sin que  la flora perdiera un árbol o una rama. Y por ello, en el vestíbulo, el ancho tronco de una ceiba que sube al cielo se convierte en parte del bosque dentro del albergue, propiciando el descanso intelectual y la convivencia con la naturaleza.

Las ruinas –los escombros, como las llaman los pobladores de la zona-  integran ahora un complejo turístico cultural. Persisten los desechos de El Ermita, el San Marcos, el Santa Catalina, el San Pedro. El Buena Vista, cafetal que conservó la mayoría de sus objetos y propiedades, fue reconstruido lealmente, e ilustra las diversas soluciones que la arquitectura de los colonos franceses opuso a la abrupta topografía.  Terrazas, escaleras, rampas, plataformas se aprecian en el batey, convertido en un museo al aire libre que, enclavado sobre una cima,  es un mirador desde donde los ojos se clarean en el mural del lomerío y más al fondo, al norte, en el mar de El Mariel.

Paisaje e historia, naturaleza y pasado, ofrecen la posibilidad de un descanso, un paseo, donde el solaz y el conocimiento deshacen cualquier contradicción. Mas, los seres humanos entregan la mejor visión.  La comunidad está insertada en una estrategia turística cuyo centro es el poblado de Las Terrazas.  Podrá comer el visitante en un restaurante. Pero podrá hacerlo también en alguna casa. O beber  un café doméstico, colado a la cubana. O podrá adentrarse en el hogar de pintores que residen allí  recogiendo en sus obras la vida del pueblo. Está  también la tumba de Polo Montañés, el trovador, oriundo de este lugar, que en un año reciente surgió meteóricamente a la fama del mundo;  vertiginosamente la escaló, la gozó unos instantes y hace tres años murió en un accidente de tránsito.  Sus coterráneos aún lo lloran.

Al entrar en el valle, la impresión deslumbra. Un  golpe de vista junta, en una postal, el pueblito moderno, blanco y azul, colgado de las lomas, la exuberancia de la vegetación y la huella de franceses y de esclavos africanos, cuyos tambores y cadenas algunos confiesan oír en ciertas noches.

Basta. No más detalles. Cualquier otra palabra espantaría el duende de una imagen que ya no admite más definición que el sueño.

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