DE PARÍS AL CARIBE
Luis Sexto
El único dato diariamente comprobable en los orígenes geográficos y sociales del café es que el mundo cabe en una taza: cuando un sector duerme, el otro amanece bebiéndolo. Por lo que se relaciona con sus orígenes, podría decirse que en Etiopía descubrieron sus propiedades estimulantes, en tiempos medidos como antes de nuestra era, y que hacia el siglo X de la nuestra, pasó a los países arábigos, que le dieron nombre científico -Coffea arábiga- e inventaron el “café” como espacio físico donde beber la infusión y que derivó en uno de los principales establecimientos socializadores de la humanidad.
Pero habría que dudar de tanto dato. Porque en “Les Cafeiers Du Globe”, publicado con fecha de 1929, según referencias bibliográficas, el investigador francés A. Chevalier asegura que ningún indicio fiable confirma que el café se haya plantado en Arabia antes del siglo XIV. Y alega una prueba que estima definitiva: ni el Coran, ni la Biblia hebrea o cristiana mencionan el café.
En cambio, parece saberse que el café llegó a Cuba en un complicado recorrido. Empieza hacia 1714, cuando el alcalde de Amsterdan -otras fuentes dicen que fue el emperador Mohammed IV- regaló al rey Luis XIV una postura del cafeto. La colocaron en los invernaderos reales donde vegetó como una rareza, porque sólo se cultivaba en Abisinia y Arabia, y desde hacía muy poco en Java y Sumatra.
En esos días, viajó a París el oficial Gabriel Desclioux. Quizás una tendencia a las empresas imposibles lo inspiró a creer que el café podía aclimatarse en el Caribe. Y se agenció un gajo. Al regreso a la isla de Martinica, la travesía derivó en una réplica del Calvario sobre el agua. Y Desclioux pudo darse cuenta que su espontánea vocación botánica o empresarial lo transformaba en un elegido. Ah, señor, sería inútil contar con detalles los infinitos cuidados que he necesitado otorgar a esta delicada planta, durante el largo viaje, y las dificultades y vigilancia que le he dedicado para evitar que un hombre envidioso la destrozara.
Ante tanta quejumbre uno puede creer que el oficial francés tuvo un acceso de fiebre, o una neurosis lo poseyó durante el viaje, que como tiempo mínimo tardaba dos meses, y que en esa ocasión el mar osciló entre los enviones del viento tempestuoso y una espesa calma chicha, un estar abotargado, que por su frecuencia redujo las reservas de agua de la nave. Durante más de un mes, el oficial compartió su ración con el cafeto, mirando receloso de un lado a otro. Porque debía guardarse de un holandés, que enterado de la misión de Desclioux, quería echarle al mar o arruinarle con agua contaminada la gloria de ser el primero en traer la raíz de la amarga, placentera, estimulante bebida al Nuevo Mundo. O pretendía impedir que los intereses de Holanda tuvieran un competidor en las Américas. . Señor, a veces me desesperé, confiesa Desclioux. Y llegó un momento en que sentí una pena infinita ante mi impotencia para proteger aquel tallo fino y delicado como el de un clavel.
Ya en su casa, la primera acción de Desclioux fue plantar el arbolito en la zona de su jardín más propicia al crecimiento. El oficial habla por momentos como si le hubiesen asignado una misión mortal por la gloria de su Francia. ¿Qué entresuelos resuenan en las intermitencias de esta historia tan ingenuamente natural? ¿Qué podría entonces saberse del café como para que tras la planta primigenia en el Nuevo Mundo se concertara el espionaje, el peligro, la persecución? Parece que ya se sabía toda la reserva de placer y negocio del cafeto. No lo creerá, señor, pero tuve que vigilarlo constantemente, ya que querían arrebatármelo, hasta que, al final, me vi obligado a rodearlo de una cerca de espinos y establecer una vigilancia permanente de tres soldados hasta su madurez.
Creamos desde el futuro a tan esforzado portador. Podemos suponer las razones de la inquietud casi enfermiza del francés: el café subía hacia las preferencias del comercio mundial. Y en 1726, cinco años después, la primera cosecha. Descliux confesó alborozado en sus memorias que el éxito sobrepasó sus mayores esperanzas. Recogió sobre dos libras de semilla, que distribuyó entre todos cuantos, según su opinión, dedicarían lo necesario al desarrollo de la planta.
Más tarde el café saltó a Santo Domingo. Y de ahí lo introdujo en Cuba Antonio Gelabert,. Ningún historiador duda de que este funcionario de las finanzas coloniales lo plantó en su finca de El Wajay, en 1748, cerca del hoy aeropuerto internacional de La Habana. En ese poblado celebran tradicionalmente la fiesta del café. Tienen el derecho de los pioneros. Y muestran la presencia, aun conservada de un cafetal donde, afirman, por primera vez en Cuba creció el grano que Martí llamó “la mejor forma del oro”, y que medio siglo después se transformó en "uno de los grandes personajes de la Historia de Cuba", de acuerdo con don Fernando Ortiz.
Sin embargo, una inexactitud nos aviva la atención. Hace unos cinco años, este periodista probó documentalmente que el cafetal Aurora, cuya casa de vivienda se conserva casi dentro del mismo pueblo, no fue el cafetal fundador. La finca de Gelabert estuvo situada en las áreas que en el siglo XX pertenecieron al ex presidente Alfredo Zayas, en las afueras de El Wajay. La Aurora perteneció a otros propietarios, y cuanto queda de patrimonio material lo define como un cafetal del XIX. (Tomado de La palma de la mano)
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