!Y POMPEYA ARDIÓ NUEVAMENTE!
Por Luis Sexto
Una bomba atómica para una ciudad de paja
En Hiroshima apenas había industrias. Era una ciudad de paja. Varios edificios sólidos y altos en el centro, como el Palacio de la Exposición Industrial. A partir de ese sitio, en horizontal dinamismo, se extendían las edificaciones típicamente japonesas de una y dos plantas, construidas de madera, caña, cartón, papel y paja de arroz. La atmósfera de guerra consistía en la llegada de tropas del frente o su salida hacia los escenarios de las operaciones, y el aullido de las sirenas que solían ulular inútilmente, en particular a las 5 y 20 de cada mañana, cuando un B 29 interrumpía el sueño de la ciudad en un vuelo que más bien parecía pasar con la costumbre de una ruta comercial. Era “El correo americano”. Así lo apellidó el pueblo, habituado a oírlo tronar sin que el aire se alterara.
Al amanecer de aquel 6 de agosto de 1945 también había volado el “Correo”. El sonido de otra superfortaleza volante a las 7 y 55 tampoco avivó la suspicacia. Las decenas de maestros doctorados en las ceremonias del té, cuyos cursos podrían largarse hasta tres años, y los expertos en la escritura con pincel y tinta china comenzaban sus clases. Los obreros emprendían en bicicleta el viaje hacia el trabajo. En Nagatsuka, a seis kilómetros del núcleo central de la ciudad, el rector del noviciado jesuita, Pedro Arrupe, conversaba en su despacho…
Arriba, en cambio, las tripulaciones de cuatro aparatos quebraron la usual bitácora de vuelo. Ya no se limitaron a mirar hacia abajo a aquella ciudad plana como una alfombra, desde donde no se empinaba ninguna hostilidad. Ese era el Día D. Hiroshima nunca antes había sido estimada en la estrategia operativa del mando en los Estados Unidos. Las flotillas de hasta 200 aparatos volaban cerca y proseguían hacia focos urbanos como Kure, Kobe, Osaka, Tokio, donde las fábricas humeaban en la producción de armamentos. Hoy, sin embargo, caerá en menos de un cuarto de hora una insólita, nueva arma. Los norteamericanos la llamaban “bomba atómica”, refiriéndose a un concepto físico y militar todavía pronunciado lentamente, como si masticaran una carne o una pasta desconocida. Los sobrevivientes del bombardeo la nombrarán pronto, en japonés, Pikadón: pika, relámpago; don, estruendo.
Con las investigaciones de un equipo de científicos, dirigidos por el físico Robert Oppenheimer, los norteamericanos se habían adelantado a la Alemania de Hitler en el uso militar del átomo, y adquirían sobre todo esa arma irresistible y secreta que, según el profesor de la Sorbona André Kaspi, había compuesto los sueños de Franklin Delano Roosevelt. Tanto se afanaba el presidente demócrata por fabricar “un arma secreta” que subvencionó, incluso, investigaciones de sustancias tóxicas capaces de generar enfermedades como el ántrax o el botulismo. Roosevelt, de acuerdo con Henry Stinson, secretario de Estado de Guerra, “hablaba conmigo (...) de su absoluta conciencia de la potencia catastrófica de nuestro trabajo. Pero había que llevarlo hasta el final. Nunca calló su satisfacción por esta arma secreta, construida bajo el rubro de Operación Manhattan, ni amenguó su deseo de que los Estados Unidos conservaran el monopolio atómico”.
EN SAN ANTONIO DE LOS BAÑOS
La flotilla había despegado de Timán, Islas Marianas. Los tripulantes aprendieron los ejercicios de esa misión sellada con el top secret del gobierno, en la base aérea de San Antonio de los Baños, en Cuba, isla del Caribe que entonces era un campo de experimentación norteamericano. Un avión de observación meteorológica encabezaba la formación y dos naves de reconocimiento la flanqueaban. En el medio, un B-29, bautizado como Enola Gay. A las seis horas avistaron tierra japonesa. A las 8 y 15, hora de Hiroshima, las compuertas del bombardero se abrieron, y una bomba de cuatro y media toneladas, con el ingenuo sobrenombre de Litle boy, se abatió sobre la ciudad confiada en aquella rara suerte de quedar siempre detrás de la aviación norteamericana.
AL OTRO LADO DEL FUEGO
A las 7 y 55 de la mañana las alarmas repitieron las advertencias rituales de que aviones enemigos se acercaban. Cuantos miraron al cielo vieron muy alto un B-29. Luego, a las 8 y 10 la alarma recomendó la distensión de los pocos que se habían inquietado. Transcurrieron apenas cinco minutos cuando un fogonazo, como si se hubiese oprimido el obturador de una cámara con flash de magnesio, pintó de luz el espacio.
El padre Arrupe se levantó de su silla rectoral en el noviciado de Nagatsuka. Se acercó a la ventana. Y entonces “un mugido sordo y continuado, más como una catarata que a lo lejos rompe, que como una bomba que instantáneamente explota, llegó hasta nosotros con una fuerza aterradora”.
La casa tembló como manos con el mal de Parkison. Los cristales, al fragmentarse, semejaron el toque de campanas tocando sólo una vez a muerto. Los tabiques de barro y caña se pulverizaron. Y las personas cayeron al suelo.
Minutos después, calma. El Padre Arrupe se incorporó y tras averiguar si alguno de los novicios y el resto de la comunidad estaba indemne, comenzó a buscar en el jardín, junto con otros hermanos, el cráter de aquella bomba. Pero no lo encontraron. Fueron entonces a la cima de la colina para alcanzar mayor espacio visual. Y ante aquella visión increíble y cierta a la par, los padres recurrieron a la historia para explicarla: ¡Pompeya arde nuevamente! Ante ellos se explayaba, humeante, por el suelo calcinado lo que hasta hacía unos minutos era la ciudad de Hiroshima. En pie, sólo el nueve por ciento de los edificios, en jirones, de aquella ciudad con más de 400 000 habitantes. A lo lejos se vislumbraba la cúpula de la exposición industrial, que hoy, conservada, se le conoce como la Cúpula Atómica. Lo demás ardía. Más de 200 000 víctimas en una ciudad de paja.
El Padre Arrupe tardó cinco horas en penetrar en la ciudad convertida en una cicatriz por el fuego blanco de la bomba atómica. Su antigua profesión de médico le sirvió para aplicar las primeras curas, con agua boricada, a muchos de los supervivientes. Los detalles dantescos la primera explosión nuclear genocida, los contó en un capítulo de sus memorias como misionero en Japón. Tuvo el privilegio, o la faena sagrada, de sobrevivir para atestiguar sobre aquel Apocalipsis. Figurémonos que entrevistamos a este cura español que fue, a principios de los años 60, Padre General de la Compañía de Jesús.
-¿Fue necesaria la bomba atómica?
-“Militarmente Hiroshima tenía un valor innegable. No era una ciudad que bordase cielos con el humo bélico de factorías guerreras, pero era un puerto militar de embarque y desembarque de tropas. Pero América se preocupaba mucho más de las máquinas que de los soldados japoneses. Y estaba en lo cierto. Japón se rindió con su ejército intacto, porque le falló la industria con que hacerlo eficaz.”
-¿De aquella experiencia que no podrá olvidar jamás?
-Los “gritos desgarradores que cruzaban el aire como los ecos de un inmenso aullido. Porque aquellas gargantas, destrozadas por el esfuerzo de muchas horas pidiendo auxilio, emitían unos sonidos roncos que nada tenían de humano. Y clavándose en el alma, mucho más honda que cualquier otra pena, la que se experimentaba al ver a los niños deshechos, agonizantes, abandonados y sintiendo sobre sí todo el peso de su propia impotencia”.
-¿Necesitaban, Padre, morir?
-“No habían merecido ser víctimas de la guerra (...) estaban purgando pecados ajenos”.
DESDE EL BOMBARDERO
Tres días más tarde, el 9 de agosto, el coronel Paul W. Tilbets, piloto del Enola Gay, relataba a los lectores del diario francés Le Monde el episodio más original de su carrera de aviador. Compongamos una escueta entrevista para ordenar sus declaraciones:
-¿Visibilidad?
-Excelente.
-¿Resistencia por parte del enemigo?
-Ninguna.
-¿Dificultad para maniobrar? Ninguna. “...Arrojamos la bomba sin usar los instrumentos de abordo.”
-¿Sabía la tripulación qué tipo de arma portaba la nave?
-Claro. “...Cuando la lanzamos sabíamos que habíamos desencadenado un infierno, y por ello mientras la bomba caía alejé el avión todo lo posible del centro de la explosión. Es difícil imaginar lo que vimos después: aquel cegador fulgor, aquella aterradora masa de humo negro que subía hacia nosotros a una velocidad extraordinaria, después de haber cubierto toda la ciudad, cuyas calles y grandes inmuebles podíamos aún distinguir unos instantes antes.”
5 comentarios
Melanio -
el pobre Manuel Mercado que durante cincuenta y tantos anos no lo han dejado descansar
Quintin Moreton -
sobre le terrible experiencia de los horrores de la guerra,gracia a Dios que un pais como Cuba pudo casi totalmente sustraerse de esas terribles contiendad,bueno y tuve un sobrino que lo mandaron para Angola cuando estaba en el servicio militar y alli lo mataron,nunca comprendi que hacian nuestros
soldados casi ninos muriendo en esas guerras sin sentido,de contra no puedo olvidar el velorio sin muerto que nos obligaron a celebrar una comision de militares que vino a darle la noticia a mi hermana,cuanto dolor que mi familia y muchas como la mia nunca comprendieron,creo que fueronm miles los que se fueron para siempre,senor Sexto por casualidad perdio ud a algun ser querido en esas
"misiones internacionalistas"bueno aonque no haya tenido que pasar por este dolor le suplicamos que usted que es un maestro escriba algo bonito sobre los inocentes mandados a matar innesesariamente
YO CLAUDIO -
Bemba Colora -
Marcelino pan y vino -
SEXTO es lo que queria hacerle a este pais tu idolatrdo esperpento en jefe cuando en complicidad con sus derrengados hermanos sovieticos,metio los cohetes en Cuba en el ano 60,de espaldas a nuestro pueblo con el que en ningun momento conto,que tristeza para el que no pudo ver las ciudades americans convertidas en humo y fuego,fijate que todavia delira con eso y no quiere morirse sin ver una hecatombe nuclear,dime LUIS SEXTO,quien ataco primero en ese conflicto,como no publicas un trabajito sobre los marinos y civiles que murieron en Pearl Harbor el dia de la infamia,ya que eres tan buen redactor te invito a que desarrolles tus ideas hablando sobre ese tema,deja ver si tus patronos te lo permiten