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PATRIA Y HUMANIDAD

UNA MANO EN EL CAUTO

UNA MANO EN EL CAUTO

Luis Sexto - @Sexto_Luis

A propósito del Matthews, una estampa del Flora

Foto de prensa latina

EL TENIENTE JESÚS FELIPE Valdés Pérez empezó a experimentar una sensación que le ensanchaba el pecho y le estiraba su estatura, pareja a la de un adolescente a pesar de sus brazos y su tórax cubierto de vellos negros y tupidos. Su estatura interna  se acrecía mientras recibía las precisiones de una nueva misión. Nunca olvidará aquella orden, y muchos años después podrá repetirla palabra a palabra. El propio Comandante Fidel Castro, colocándole la mano derecha sobre el hombro izquierdo, le  orientó que cargara en ese “barco” varias cajas con latas de carne y leche condensada y las distribuyera en los lugares donde la situación fuera más apremiante. Ah, la leche, sobre todo,  repártela  a los niños...

   -Yo me voy en el otro “barco”. 

   Ese nombre había sido un modo de llamar a  vehículos anfibios de orugas, inscritos en la nomenclatura de la tecnología militar soviética como K-61. Su fisonomía, compuesta de una cabina con la nariz achatada y una cama, lo asemejaban a un camión. Un camión que navegaba. Fidel subió, y se sentó junto al operador. Los demás -William Gálvez, Carlos Rafael Rodríguez y el Jefe de la escolta- montaron en la plataforma donde el anfibio, diseñado para desembarcar 20 soldados desde un buque de transporte de tropas sin cambiar de medio en la playa, les facilitaba sentarse sobre un banco. Luego el carro se introdujo con la suavidad de un cocodrilo en el Rioja, afluente del Cauto cuyo caudal se desahogaba, al igual que otras corrientes de la zona, sobre la llanura, como si la asperjara con el agua incontenible de la desolación.  

   El teniente Valdés Pérez había traído los medios desde La Habana.

   El día 5 de octubre por la mañana, el jefe de la unidad 2030 de ingeniería militar, subordinada a las 1054 que a su vez respondía al Estado mayor General, le ordenó preparar una caravana para partir inmediatamente hacia la provincia de Oriente.

   -¿De qué tiempo dispongo, capitán?

   -Dos horas, teniente.

    Sobre el mediodía, tres K-61 ya estaban puestos encima de rastras, y listos una grúa, y talleres móviles de reparación y mantenimiento, y un pelotón donde alineaban exploradores dotados de motosierras manuales, artilugio apenas utilizado en Cuba.

   Valdés Pérez encabezaba la columna en un yipi Gas 69.

     La tarea encajaba en su vocación por lo riesgoso y lo imprevisto. Desde niño, en su natal San Luis, en Pinar del Río, se había embelesado viéndose dentro de selvas borrosas o sobre caballos gigantescos en aventuras inconcebibles como, en efecto, suelen ser las aventuras. Quizás por esa inclinación tumultuosa por el peligro, pudo desempeñarse en la lucha clandestina contra la tiranía de Fulgencio Batista, en ese espacio rural y urbano que se extiende entre San Luis y Guane. En 1959, desde el mismo triunfo de la Revolución, se había alistado en el Ejército Rebelde donde su pericia en la manipulación de equipos pesados y ciertos conocimientos de ingeniería lo habían recomendado para ejercer la jefatura técnica de su unidad.

   Al partir, espoleado por la violencia que el ciclón Flora descargaba en la zona oriental de la Isla, embargaba al teniente el íntimo regusto por el desafío. Miraba hacia delante y se evocaba calculando el peligro, evadiendo las sombras, domeñando las aguas movidas por la furia o la inconsciencia de la naturaleza. Pero, sobre todo, trasladando la esperanza a miles de personas aisladas, hambreadas, ateridas, golpeadas, apesadumbradas. Los valores de la solidaridad le transformaban el riesgo en un acto con el máximo de sentido posible. Una misión de salvamento y rescate implicaba que la vida de sus actores pudiera cambiar. La muerte o la mutilación coleteaban también, bajo la lluvia o dentro de las aguas, en torno de  cuantos se adentraran ahora en el valle del Cauto.

   -¡El Flora! Ese sí fue un ciclón.

   Lo vivió. Vio su ensañamiento, su honda pujanza, sus cabriolas desconcertantes en el mapa, yendo adelante y luego volteándose para girar otra vez y completar a arriba, al norte, el cierre de aquel lazo que más parecía un número 8 trazado con el tino de un miniaturista. Vio la herida en la tierra, y la angustia destechada de los damnificados, y la perplejidad de los cadáveres.

    No previó que allí, entre aquellas escenas de desolación y muerte,  iba a encontrar a la persona que de un  modo inconcebible le modificará la vida con un signo que muchos años después empezará a juzgar con modestia, pero con exactitud y justicia: un niño solo, asediado por las aguas. Cuando lo rescató se convirtió en su hijo.

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