EL LIBRO QUE NO TENGO
Por Luis Sexto
Una mañana de 1961 o 62 concurrí a la Biblioteca Nacional por primera vez, inaugurando de paso los aún activos recorridos a pie por La Habana; en principio la tirada no se inscribió entre las caminatas: solo desde los Cuatro Caminos hasta la plaza de la Revolución. Al llegar, el pórtico me sobrecogió. De estatura de poco más o menos como el trapeador de mamá, ante el fuste de las columnas aprecié aquel portal con la psicología de una hormiga.
Dentro, aspiré el silencio del recinto –ancho, abanicado e iluminado por la cristalería de las ventanas-, edificado sobre líneas de sobria rectitud clásica. Entré con el susto de quien se cree en tierra extraña; pero mi propósito era allí lo más natural: leer Páginas Escogidas del escritor católico francés León Bloy, en una selección decidida por el propio autor de El desesperado, a quien por esos años de soñador y un tanto soñoliento aprendiz de literato, había elegido como modelo por su estilo provocador, polémico…
Luego en los ficheros, los recuerdos presentan una alternativa: o no supe registrar o los fuegos de León Bloy no oscurecían, con el incausto de su pasión por el bien, aquellas tarjetas blancas. Al decirlo solo utilizo el hecho como recurso de esta crónica de evocación y por tanto me desmarco de un interés crítico contra nuestra biblioteca principal, reserva bibliográfica de la nación.
Del deseo frustrado me salvó uno de los referencistas. Encorvado, de pelo blanco, y con una expresión dulcificada por la pulcra paz de aquel salón de lectura, me sugirió que quizás la librería de los Padres Paulinos, en los bajos del entonces Palacio cardenalicio, sede primitiva del Seminario de San Carlos y San Ambrosio, ofreciera ese título entre sus volúmenes. - y allí, tras el viaje en guagua -sería demasiado caminar, ¿no?- compré el texto de la Editorial Losada.
En el libro de Bloy descubrí páginas nuevas para mis afanes de discípulo, como el Diario. Y más tarde olvidé muchas páginas como olvidan los interesados en aprender: apretujando lo leído en una especie de desván inconsciente. Pero me acuerdo todavía del viejo referencista que tan cordial y sabiamente orientó las primeras peregrinaciones bibliográficas de este ya aprendiz de viejo.
Del bibliotecario cada lector podría hacer una figura. Y pocos coincidirían. ¿Será acaso la de este que con tanta nostalgia evoco, o de ese que mirando por sobre los espejuelos impone sigilo en el salón de lectura, o de aquella o aquel que rutinariamente, sin mirar, recogen las boletas y pide los libros que interesan al lector? ¿Qué es en suma el bibliotecario: un custodio, un almacenero de libros? Todo ello y mucho más. O nada de ello y todo lo demás: personaje básico de la cultura, cuya ciencia parte del corazón y luego se completa en los libros, los manuales, ante profesores que enseñan a clasificar, a preservar, a sentir el cuerpo vivo de un libro y promoverlo en un intercambio carnal, un trasvase de sabiduría.
Ciencia del corazón dije. Y no dije mal. Y lo sé porque antes de alcanzar la victoria suprema de ocupar una silla en una medio de prensa, fui bibliotecario en la Industria Deportiva. Y casualmente, las primeras lecciones –de clasificación y de cuidado de los libros, y de veneración por ellos- las aprendí en un curso impartido en la Biblioteca Nacional cuando el poeta y capitán Sidroc Ramos –hoy mi amigo y vecino- ejercía de director y se le veía recorrer salones y dependencias, alto, erguido, con su barba serrana y su uniforme verde olivo.
Pocas veces he regresado después a la Biblioteca Nacional. Porque, al convertirme en periodista, me volví bibliotecario de mí mismo, y llené la casa de libros y diccionarios y recortes impresos para no tener que invertir tiempo ante ficheros y anaqueles, en procura de lo elemental… aunque recuerdo, de pronto, que debo volver a la gran biblioteca: hace poco Araceli García Carranza prometió prestarme un libro que nunca, nunca he logrado contar entre los míos.
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