TRES MINUTOS
Por Luis Sexto
Hace años escribí de fútbol. Y lo reclamo como un mérito. En un país donde todos sus habitantes redactan anualmente, entre gritos y polémicas, sus reseñas y manuales de béisbol, quien se dedica a ver, juzgar y escribir de fútbol es una especie rara, casi insólita. Con muy poca compañía.
Yo he estado habitualmente en minoría. Así he vivido. Y no me quejo. He aprendido a hablar o escribir para los pocos interesados en cuanto digo o escribo. De modo que, queriendo ser periodista, me deshollinaron un espacio en el semanario deportivo LPV. Y cuando me preguntaron qué deporte podrían asignarme como obligación reporteril, enfaticé que yo prefería introducirme entre las redes del balón. Algo sabía. Y algo más aprendí asesorado por un amigo, más bien hermano, por quien mantengo en vigilia sentimientos de gratitud. Oscar Monroy –y sus hijos agradecerán la mención de su padre- educó mi percepción balompédica desde la cancha de su experiencia como comisionado nacional de fútbol y luego funcionario en la propia Comisión.
¿Por qué elegí el fútbol para estrenarme como cronista deportivo? Tal vez por la misma razón que más tarde me incorporé el ciclismo. Por su interés humano. O por su demanda de generosidad y abnegación al establecer que la pelota sea manipulada con los pies, las piernas y la cabeza, los miembros menos aptos. El fútbol posee, para mí, una sustancia mística. Propone en su esencia la semilla de un ideal de perfección que, traducido en mito y quimera dominical, es ejercicio de voluntad y cátedra de colectivismo bajo el estímulo del rito multitudinario más antiguo: el alarido.
Antes de componer mis primeras cuartillas sobre este deporte –aquellas de agosto de 1972, durante los Juegos Escolares Nacionales, entonces toda una fiesta numerosa y bullente-, yo había leído una antología de textos literarios sobre el fútbol, firmados por poetas y escritores que no esquivaron el atractivo de hurgar en el misterio que subyace en la gloria efímera de un gol, el encantamiento de una finta, un drible, o en la pasión del jugador que, cuando pierde, siente que se pierde a sí mismo.
Albert Camus baja de las cimas de El extranjero, se mete en una cancha, evoca su juventud y asegura que todo cuanto sabe sobre la moral y las obligaciones humanas se lo debe al fútbol. Vertiginoso como el rodar de una pelota, un poema de Thiago de Mello cuenta la niñez del poeta, cuando llevaba “El sol en los pies peleando en un baile fraternal”. En esos versos el fútbol es “dolor y fiesta: / la perfección dormida/ sobre el pecho del pie/ de repente se yergue/ y se cumple y florece: es el corazón viajando/ por el trayecto del sol en el viento/ la delicada esfera, la indomable, la rosa”.
No lo niego. El fútbol me sedujo principalmente mediante la emoción de los poetas. Lo había jugado en mi adolescencia, entre los salesianos que nos exigían, sin la ventaja de la réplica, el ajetreo físico desde la una menos cuarto a la una y media. Después, nunca más me incluí en un partido, salvo aquel día en Camagüey.
Transcurría 1974. Se celebraban los Juegos Juveniles de la Amistad, con equipos balompédicos de todo el campo socialista. A alguien se le ocurrió convocar un duelo entre los entrenadores y los periodistas. Y de pronto me visten de defensa lateral derecho. Y ahí viene al ataque el viejo Germán González. Es una roca rodante. Yo debo ser el muro. Se mueve a la derecha. Ahora a la izquierda… Se me va. Apenas veo el balón. Me canso… Qué pasa. ¿Un terremoto? La cancha se pandea. Me deslizo por la hierba. Me alzan. Y oigo al médico del estadio decir algo así: Si no fuese tan joven, habría sido su último partido.
Y Joaquín Ortega, Miguelito Hernández, Juanito Moreno –y otros que no logro precisar- saben que la única crónica que yo nunca pude escribir, fue la de esos tres minutos cuando quise protagonizar el juego que habitualmente reseñaba desde las barreras. Seguí por un tiempo escribiendo de fútbol. Pero con temor. Mi crédito se habría ido a las duchas, si mis pocos lectores se hubieran enterado de que aquella mañana no llegué a tocar el balón. (Del libro El día en que me mataron y otras cróncias en primera persona)
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Fabian Pacheco Casanova -
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