DUELO EN LA LOMA DEL PELADERO
Por Luis Sexto
Una página que se escurre entre las crónicas y las leyendas de la guerra de los Diez años, en Cuba
Ningún papel ha dicho si decursaba el día o la noche. Lástima que los que construyen la historia no sean videntes, brujos que invocaran y revivieran el pasado; más bien son escribas estrictos, apegados a los datos, renegados de la imaginación. Si un poeta hubiera estado presente, los apuntes, además de señalar que transcurría el 26 de mayo de 1871, habrían trasmitido la tensión, la humedad, la recia exaltación de aquel hecho cuyo escenario tenía un nombre adecuado a la jornada: loma del Peladero. Sitio desolado, cerca de Guantánamo; también más próximo a la soledad de las nubes.
Allí los dos contendientes se observaban. Los hombres de ambas fuerzas se apartaron. El pleito será entre los jefes. Miguel Pérez, con 71 años, pero experto en golpear; astuto, feroz, macizo en el rencor. Y un mambí, negro, con 30 y toda la vindicación de su gente y su patria en cada fibra del cuerpo espigado, cimbreante.
Dos meses después el retrato de Miguel Pérez circuló por Madrid. La Ilustración española y americana publicó la imagen del guerrillero, cuyo anguloso rostro, tenso como el odio, se distinguía por un bigote blanco y severo. No era este señor que la revista madrileña exaltaba, el Pérez cualquiera del dicho. En España lo presentaban como un modelo cubano de fidelidad a la madre patria.
En Cuba, los alzados en armas contra España lo maldecían por su traición y por la sevicia con que había perseguido a los soldados de la independencia.
Temprano, Miguel Pérez eligió la sangre como afición y el abuso por oficio. Al frente de un pelotón de facinerosos, al que nombró “escuadras de Guantánamo”, acosaba a esclavos cimarrones para devolverlos a sus amos.
La guerra de 1868 le redobló el ímpetu abusador. Patriota que apresara la gavilla de Miguel Pérez –fuese hombre o mujer, niño o anciano- moría bajo la inexorable geometría del machete o colgaba de un árbol como una fruta de dolor.
-¡Ni un mártir más, a manos de ese criminal! -le ordenó Máximo Gómez al oficial que llamaban Guillermón, ágil, sagaz, limpio como el primer vagido de los recién nacidos.
Los ojos de Gómez, tan pequeños como si estuvieran deslumbrados siempre por el fulgor del día, más que rostros juzgaban hechos, y por tanto no eligieron como en un juego de azar al combatiente para la misión de muerte que debía ejecutarse sin la algazara de las pasiones; sólo con el equilibrado tino de la convicción… Veinticuatro años después, mientras paseaba por las calles aún españolas de Santiago de Cuba, los jóvenes se cuadraban ante la épica presencia del General Guillermón, que, ya con el cuerpo herido definitivamente por un enemigo entonces imbatible, la tuberculosis, prefirió morir en la manigua para que el Alto Oriente no fallara el 24 de Febrero.
Ahora, en 1871, el tercer año de los diez de la campaña convocada por Carlos Manuel de Céspedes, la guerra se transmutó para la soberbia de Miguel Pérez en la guerra contra el negro Guillermón. Se enteró del nombre de quien había sido privilegiado como vindicador de las víctimas de su crueldad. Y buscó a quien lo buscaba. Hasta el desenlace en la loma del Peladero.
Este cartel lo desafió, desde el tronco de una palma:
“A Guillermo Moncada, donde se encuentre.
“Mambí: No está lejos el día en que pueda, sobre el campo de la lucha, bañado por tu sangre, izar la bandera española sobre las trizas de la cubana.”
-Vamos a ver, si el gallo canta, dijo ante su tropa, que rió.
Días más tarde, el santiaguero escribió al dorso:
“A Miguel Pérez y Céspedes, donde se hallare.
“Enemigo: Por dicha mía se aproxima la hora en que mediremos nuestras armas. No me jacto de nada; pero te prometo que mi brazo y mi corazón de cubano tienen fe en la victoria.
“Y siento que un hermano extraviado me brinde la triste oportunidad de quitarle filo a mi machete.
“Mas, porque Cuba sea libre hasta el mismo mal, es bien.”
Y sin desmontarse, estirándose ligeramente, clavó el papel en el mismo árbol. Luego, el encuentro, en el que se mezclan la historia y la leyenda.
¿Era de día o de noche? Si los papeles no lo declaran, es porque en la loma del Peladero el día y la noche se alternaban vertiginosamente en la justicia y el odio: los machetes en el aire convocaban relámpagos y sombras.
Una palabrota. Un golpe. Una blasfemia. ¿Cuántos más necesitó el duelo?
El mambí alzó el brazo. Miguel Pérez se encogió casi imperceptiblemente. Sus ojos abiertos no vieron el vibrante perfil del arma salir de su cuerpo luego del tajo definitivo.
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