Tengo en casa un escaparate que es para mí como el desván donde oculto mi “retrato de Dorian Gray”. El rostro vergonzoso, que nadie ve, y que se va deformando según actuamos rastrera, soez, hipócritamente, con el propósito de ser feliz a todo trance y sin riesgos. En El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde nos descubrió y describió novelescamente ese doble clandestino que deriva hacia lo feo y monstruoso, mientras nuestra virtud y presencia permanecen incólumes gracias a los réditos de un contrato con el diablo.
Nadie crea, sin embargo, que va a sentarse en el banquete donde develaré mis maldades. Ya imagino a ciertos amigos paladear el almíbar de la curiosidad ante el posible acto de nudismo moral de mis historias sacristanescas. Fulano y Zutano –colegas de clavos y martillo- pagarían el extra de sus colaboraciones en la televisión con tal de comprobar que soy como ellos se imaginan. Pero mi escaparate semeja a Dorian Gray solo porque, al ir yo envejeciendo -sin lujos ni truculencias- lo he venido atiborrando de papeles enfermos de antigüedad, muchos de los cuales pertenecieron a amigos que me legaron su confianza.
Antier anduve revolviendo entre las huacas y entresuelos donde suelen extraviarse los documentos que necesito. Y luego de una o dos horas de búsqueda maldiciente, apareció lo que no necesitaba. Y ahora, por eso, escribo de aquello que no buscaba y encontré: las cartas del poeta Rafael Enrique Marrero al inolvidable, incisivo, bondadoso Enrique Pichardo, de quien he hablado más de una vez en estas crónicas.
Pocos tal vez recuerden a Rafael Enrique Marrero. Las antologías ya no lo tienen en cuenta. Ciertos especialistas solo escogen los autores y poemas de su corrillo o de su gusto, en una especie de ley de toldería literaria, visión de campamento o minifundio. Quizás no toda la obra de Marrero sea recordable, pero algunos de sus poemas merecen una ojeada. Al menos, su nombre aparece en el Diccionario de la literatura cubana. En sus años de crédito, nuestros padres y abuelos amaron y protestaron leyendo los versos de Humo de silencio -su primer libro, en 1941- o de Adolescencia náufraga, o los de su Canto al trabajo.
Las cartas a Pichardo son de 1938. Ambos nacieron en Sidra, pueblo matancero que, de acuerdo con el poeta, es “topográficamente un monstruo sesteando/ a quien el gascar le cercena el tórax; / una porción de casas de madera; / unos hombres que cargan con sus sueños: / un Ford, una muchacha y una escuela!” La geografía los había distanciado. Pero se querían. Y por lo que confiesa, Marrero agradecía a Pichardo –como yo muchos años después- el impulso de perseverar en las galeras del escritor.
Esas cartas almacenaron los días y los trabajos del poeta en formación. Habla mucho de sus compañeros: grupo que en la década del 40, y antes, se deslizó por corrientes posmodernistas, también neorrománticas. De José Ángel Buesa escribió: “…Es un orfebre. De él te diré lo que me dijo un amigo reservadamente: ‘Es un Cellini del verso, sin el talento de Benvenuto’. Traduce mucho. De ahí su fracaso quizás.” Marrero, además, enumera prolijamente las peripecias de un guajiro en La Habana: de las intrigas entre poetas, del hambre, de la intemperie. De las injusticias. Y cuenta que fue desestimado para un premio a cambio de una mención, “por falta de aristocracia en el verso”. En 1939, pudo, a pesar de tanto obstáculo, ganar el primer premio en los II Juegos Florales Nacionales de Cárdenas con sus versos de origen plebeyo.
Rafael Enrique Marrero –también periodista de radio y diarios- fue autor de un poema entonces muy recitado y antologado. Lo he releído en un manuscrito –ese que le remitió a Pichardo-, y admito, como el propio poeta acepta, que Affiche es su vida. Toda su vida sensible y angustiada: “Yo soy como esos árboles sin frutos/ que rompen las aceras de los parques/ y no han sabido más que darse en sombras/ para los que no tiene en donde cobijarse. Yo soy como esos árboles sin frutos, / decoración ambigua del paisaje…” A algún oído tecnotrónico le podrá parecer humo de cosa vaga y cursi. A mi me parece que en ese neorromanticismo de la pobreza, ya empezaba a pedir voz y figura de letra común el coloquialismo poético…
Cuántas sorpresas en mi escaparate.
(Del libro Crónicas del primer día)
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Fabian Pacheco Casanova -
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Fabian Pacheco Casanova -
Jimmy -