LA GEOMETRÍA MÁS CORTA
Por Luis Sexto
Preocupada admirablemente por las cuartillas que esperan la opresión de mis dedos, mi mujer entra a veces en la sala y me pregunta puntillosa: ¿Conversando, eh? Estoy, en efecto, conversando con algún amigo a cuya confianza no le parece intromisión, ni grosería, el reproche conyugal.
Los tres sonreímos. Luego voy a responderle, y pienso que antes pudiera recitar un álbum de conceptos sobre la conversación para explicar mi actitud de aparente derrochador del tiempo. Porque cuanto más vivo más creo que si Robinson Crusoe no hubiera hallado a Viernes, él mismo lo habría inventado trasfundiéndole la vitamina del movimiento a una estatua de arena. Lo imagino, aún sin compañía, en un día cualquiera de su soledad náufraga e isleña, sentándose frente a las pencas cabizbajas de un cocotero para iniciar un diálogo monologado, como un sordo ante otro sordo. El propio Daniel Defoe se percató de que, sin un compañero, el novelesco paladín de la autosuficiencia hubiera resultado antipático por inhumano.
Veamos un expediente más conmovedor. El monje trapense Thomas Merton y el Dalai Lama iban a entrevistarse en la capital de Tailandia cuando el contemplativo norteamericano se electrocutó al oprimir el interruptor de un ventilador en su habitación de hotel. Un periodista español, de nombre ahora olvidado, quiso imaginar el encuentro como el diálogo de dos hombres que nunca hablaban. ¿Qué tendrían que decirse el monje cristiano, hermano Lois en el monasterio de Gesetmany, Kentucky, y el líder budista del Tibet?
Quizás no halla conversación más intensa que la de dos hombres que suelen hablar dentro de sí. Antonio Machado confesó conversar con el hombre que lo acompañaba interiormente, en una alteridad, en un eco, que duplica el monólogo en la imagen de sí mismo. Conversación intensa y extensa de dos mudos que callan hasta el día en que la garganta acorta el deslumbramiento de unas palabras ante la verbosidad de otras palabras. Y por tanto no hay términos más ajustados, ni precisos, que los que surgen del develamiento y la evaluación interna del silencio. Porque este no es si no la espera generadora de la conversación; el callar para decir. Rubén Darío el musical y rítmico poeta primordial del modernismo, hablaba poco. El colombiano Vargas Vila, famoso quizás por el estruendo de sus prosas y sus discursos hablados, dijo en un librito ya muy escurridizo sobre Darío que el nicaragüense no hablaba. Su conversación se ajustaba a monosílabos. La deidad que lo otorgó el genio de la imagen y la palabra, le quitó a cambio el de la conversación. O probablemente la poesía, la más entrañable, necesita del silencio para incubarse.
Pero exaltando el silencio no rebajemos la conversación, que parece resultar un diálogo de medular estela en un fluir lento, distendido, sin la estridencia polémica del furor; más bien, con la anuente displicencia del que no desea tener la razón, sino buscar la verdad. Un arte educado, según Monterroso. No habrá conversación si hay charla, cháchara o palique. Estos tres demonios de la seudo conversación se agostan en su propia insuficiencia, en su incapacidad para convocar el buen juicio, la constructiva multiplicidad de todas las flechas de la rosa náutica hacia un concierto reflexivo. Este es el ojo de la aguja: la esquiva consciente de lo baladí, que es el caldero donde cháchara, palique y charla, se transforman en un caldo aderezado con la excelencia de lo insustancial. Habrá conversación cuando el meridiano cero perviva más allá de cualquier numeración creciente, de cualquier contacto con la urgencia del aburrimiento. Y se mezclen lo utilitario con lo sensible, lo racional con lo intuitivo. Saber y placer. Porque registrado el concepto en sus expedientes más antiguos, conversación implica sabiduría, trasvase de ciencia y experiencia, luego amodorradas creadoramente en la conciencia y transformadas en carne primordial del carácter. Es ese el decir de Stefano Guaso para el que “chi non conversa no ha esperienza”, sabor supremo de la civilidad renacentista por donde el juicio nos evita el ser “poco men che bestia”.
La conversación implica la convivencia. Es la geometría más corta entre dos personas. Amor que no conversa se anula en la trágica ficción de los cuerpos, como los polos que chispean al juntarse y se queman en la misma vaguedad del roce. Cama y mesa, tradicionalmente, convocan la conversación. Nunca entendí por qué en el refectorio de los seminarios preconciliares y en cuarteles de reclutas el silencio regía la maquinal animalidad del comer. Precisamente, la conversación humaniza el acto de masticar y tragar que evidencia nuestra insuficiencia como especie. En silencio, somos simplemente leones que, en vez de gruñir, hacemos sonar los cubiertos. La paz comienza en una mesa animada, dispuesta a la satisfacción orgiástica y por ende a la anuencia, al perdón que legitima las explicaciones; la guerra puede surgir en una mesa callada, seca, donde el hartazgo fisiológico traga sobre todo el desbordamiento espiritual reprimido. Ocurre igual en la cama. Previo al acoplamiento, al viaje de uno y otra hacia el interior ajeno, se humedece en la conversación, un recoger cabo que acerca el bote al espigón. Después, en la laxitud, el abismo nervioso del orgasmo se enriquece en el intercambio de aquellas regiones a las cuales no se llega si no en la palabra que desnuda y desbroza.
Con Dios el creyente incluso ha de conversar. La oración recitada, los textos concebidos como mercancías piadosas defraudan la buena fe. Dios podría cansarse de escuchar frases no sentidas, anotadas como en el libreto de un programa de televisión. Dios tal vez solo oye sentimientos, porque ve por los oídos el suspiro intermitente de la angustia, la oxigenación desesperada del alma inmóvil y muda en la soledad. Para Dios los ojos hablan: la mirada prendida del pasamano, que es nuestra inferioridad angustiada, y el deseo de escalar la ansiosa certidumbre de ser oídos en el luminiscente diálogo del alma vacía. Pero si se pronuncia alguna palabra ha de decirse en el intercambio susurrante de la conversación, en la humilde actitud del que habla para levantarse por sobre las limitaciones de su lengua. Ha de andar en lo cierto el pintor mexicano Newman, al creer que las manifestaciones grandilocuentes no son agradables a Dios: elevan un sonido falseado por la prepotencia. Yo pienso, en particular, que la humildad es el lenguaje de Dios, lo cual supone un problema teológico que a pocos habrá de interesar y que aquí no voy a acometer presuntuosamente.
El maestro que forma discípulos –no el profesor de pedantesca resonancia-, o el escritor que concierta y realza a los lectores –no el que los aplasta y espanta- consigue, a mi parecer, la comunión mediante el ejercicio conversacional. Y paramos otra vez en la humildad. La conversación discurre sobre la ideología de la mansedumbre. Porque la polémica tampoco integra, ni sustituye la conversación. La polémica es puja, confrontación. De sólito los contendientes no se oyen; solo atinan a concentrarse en la argumentación demoledora del rival. La conversación alude al puente entre las dos orillas de un abismo. En la conversación empieza la convivencia. Porque el que conversa se independiza de sí y se enchufa a la boca del otro, en el más carnal reconocimiento de la libertad propia y ajena. Y se independiza, incluso, de la verdad. Que no hay verdad que sirva y sobreviva, si uno no escucha, tolera y acepta. Esto es, si uno no habla en la paridad reconocible del diálogo, oscilando entre la sabiduría y el placer. Como jinete sobre un jamelgo en camino desierto, despojado de los atuendos intransitables del reloj…
Debo, pues, muchas chispas, muchos arranques a la sugerencia de algún interlocutor. “¿Conversando, eh?”, me cuestiona mi mujer. Y tras de agradecerle su inquietud, le respondo:
“No; trabajando”.
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