¿TODOS SEMOS GÜENOS?
Lo he repetido con alguna frecuencia: la cultura no se define solo por la acumulación de conocimientos. Requiere también capacidad para convivir y capacidad para asociar hechos y palabras. Y entre las cosas que estimo imprescindible comprender, en lo inmediato, es la necesidad de cultivar la cultura del trabajo.
Sí, no lo dude. El trabajo necesita de la cultura. De una especificidad cultural que empieza por la aptitud –el dominio del oficio o la profesión-, pasa por la actitud ante la inevitable relación social, y termina en la ética. Y la ética quiere decir, hemos de trabajar, porque en nuestra sociedad, el trabajo tiene que ser el medio básico de conseguir el bienestar.
Hay que comprender que nadie puede aspirar a vivir mejor si no trabaja o trabaja mal. Pongamos nuestra cultura a evaluar los acontecimientos más actuales. De acuerdo con las más recientes palabras de Fidel -uno de estos jueves-, Cuba no ha renunciado a mantener vigente el principio socialista de distribución. ¡Miren que lo hemos oído veces! De cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo. Esta fórmula distributiva quiere decir que dentro de nuestra concepción de la igualdad, el trabajo no se remunera igualitaristamente.
Fíjese en el matiz semántico. Una cosa es distribuir igualitariamente, esto es, bajo el principio de la igualdad, y otra hacerlo mediante desviaciones del igualitarismo. Este último tiende a borrar las evidentes diferencias entre el que trabaja mal y el que trabaja bien. Y si no se tuviera en cuenta esa distinción entre más y mejor trabajo, la igualdad defendida así se entroncaría con la desigualdad. ¿Sabe usted cuán injusto es emparejar a un buen trabajador con uno que es inferior en habilidad, resultado o disciplina?
Parece necesario, pues, que el trabajo empiece a revalorarse mediante la diferenciación del mejor y el menos bueno. No hablo de teorías extrañas a la vida, de cosas abstractas, inverosímiles. El haber practicado el principio socialista de distribución con paternalismo, ha generado -y no soslayo la influencia de los efectos del período especial, como la depreciación de los salarios- una desvaloración del trabajo y sus exigencias. Habitualmente, la gente se queja de la chapucería ambiental. Si encarga, por ejemplo, un trabajo doméstico, sus ojos no pueden apartarse del plomero, el albañil, el artesano que se comprometió a ejecutar la faena. En cualquier descuido, engañan: dan cobre por plata.
Nuestra crítica desde hace rato alude a las deficiencias e insuficiencias de algunos servicios. O de las construcciones. ¿Qué hemos de añadir ante esa edificación recién pintada que se despinta a los pocos días, o, recién construida, el techo se le convierte en un guayo? Estas verdades, claras como el día, han de recordarse a menudo. Nuestra cultura del trabajo ha de ser, formalmente antigualitarista, aunque sea esencialmente igualitaria. Porque si la desigualdad, como concepto de distribución injusta polariza, enfrenta, a los diversos sectores sociales, el igualitarismo paraliza la sociedad. Donde “to el mundo cobra como pudieran cobrar los güenos”, sin ser buenos, el avance es más lento. Quizá, nulo.
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