Blogia
PATRIA Y HUMANIDAD

VANIDAD DE VANIDADES

VANIDAD DE VANIDADES

Por Luis Sexto 

Crucé por primera vez el arco de la portada del cementerio de Cristóbal Colón, empeñado en visitar a ciertos personajes que, en vida, me habrían exigido antesala o una llamada previa. Eran días vacantes. Y con 17 ó 18 años, recorría el camposanto más bien por convertir la cultura de los textos escolares en una experiencia sensitiva. Seguía quizás las carrileras de mi vocación por lo histórico, justificada hoy en la hilaza del periodismo cuya trama es el acta de nacimiento de la historia. 

Una tarde me proponía localizar la tumba de Luisa Pérez de Zambrana, la elegiaca que sobrevivió a todos sus hijos. O la de Julián de Casal, el solitario poeta que entonces soportaba la doble soledad de un panteón que ni siquiera mostraba su nombre cargado de resonancias perdurables. En otro momento, enrumbaba mi búsqueda hacia Juan Gualberto Gómez, o Eduardo Chibás, o el sepulcro de los estudiantes fusilados en 1871, o el de los bomberos mártires del altruismo. Y a veces, espontáneamente, hallaba la tumba de aquel periodista polémico y famoso o la de este político execrable.  

Aunque pudiera parecer macabro, me aficioné al cementerio. Y le fui oyendo, en su pizarra del mármol, lecciones de historia, sociología, ética. Porque es el ámbito de la igualdad sin miramientos. La democracia del silencio. Como si la necrópolis anticipara una ciudad armónica donde los enemigos de ayer convivan uno junto al otro, compartiendo la mesa infinita del tiempo. Sin estorbarse, ni envidiarse el sitio de honor. Lo único que no cambia allí es la vanidad. En el cementerio de Colón pervive en ciertas zonas la actitud de los que no renunciaron a despojarse de las ínfulas de la riqueza. La huesa de los ricos se ahoga bajo la arquitectura redundante de cámaras faraónicas, como en el pregón de piedra de una declaración de fuerza: “Yo sigo siendo el mismo: el que puede”.   

En contraste, las verdaderas jerarquías -la del espíritu y del intelecto- se refugian bajo la modestia, porque la inteligencia no suele aliarse con el orgullo o lo banal; sabe que sobre el tiempo solo están el arte y la virtud. El sepulcro de Luisa Pérez de Zambrana, una de las poetisas señeras de la literatura de la lengua castellana en el siglo XIX, se confunde casi con la miseria. Y Julián del Casal, el poeta elogiado por Martí y Rubén Darío, no posee tumba propia; yace por caridad en el nicho de un amigo.              

Pero la vanidad elige entre múltiples direcciones. Hacia arriba o hacia abajo. Adentro o afuera. Y en otros cementerios he topado con manifestaciones sorprendentes. En  la Ermita del Potosí, en Guanabacoa, se aprecia un epitafio tan petulante como el rugido de un león enjaulado. El 16 de junio de 1717 murió el capitán de fragata de la Real Armada don Juan de Acosta. Presumiblemente pidió que lo enterraran en esa  iglesuca, fingiendo tal vez un edificante acto de humillación. Solicitó, sobre todo, que sus despojos durmieran bajo el piso del atrio, al alcance de todas las pisadas.  

Al mirar abajo, el cristiano devoto o el transeúnte ocasional notarían bajo sus pies la lápida de un gran señor, jefe que fue de la Maestranza “de este puerto” y “constructor de vaxeles”, ingeniero naval, de su Majestad. Pero don Juan de Acosta, fiel a su ringorrango, a su posición de jerifalte, personero colonial, no asumiría, sin ponerle precio, el escarnio de tanta humildad. Y sobre la losa se opaca una cuarteta que cobraba a costo de terror el placer de pararse sobre la cabeza de un señor tan opulento y condecorado. Ante esos versos el visitante ingenuo debía de haberse persignado recitando un ¡solavaya!:     

Pasagero que hoy me pisas,

Párate a considerar

Que has de venir a parar,

En ser como Yo, cenizas.  

0 comentarios