ILUSIÓN CONTRA DESENGAÑO
Todo cuanto escriba ahora lo provocó –es decir, lo llamó hacia delante- el timbrazo de una colega a la que conozco, y me conoce, solo por el nombre. Quería, en particular, averiguar mi edad por el único interés de saber a qué generación le debo las señas, porque a veces saco a pasear algunas palabras que exclusivamente pronuncian lenguas formadas en la prehistoria. Y citó el vocablo dolamas como ejemplo.
El término parece estar jubilado. Ya nadie dice dolamas sino achaques. Pero si lo llamo a servicio alguna vez no significa que yo sea un becario de Matusalén -el bíblico longevo, no el añejo embotellado en Cuba. Uno, creo haber escrito hace poco, es también hechura de los libros que lee. Y esa palabra la incorporé a mi vocabulario leyendo a Azorín. Tal vez a Cervantes. O a Carpentier. Y podría citar otras nunca mencionadas y que se albergan en las páginas de libros de ayer. Y de hoy. En ventura general deriva la existencia de los escritores, porque, si no, pronto el diccionario de todos los días cabría en un envase del mercado.
La charla se extendió con la colega. Me opuse, en jarana, a confesar mi edad. Ella reveló la suya, y añadió: Ah, tiene usted problemas con los años. Tengo, en efecto, un conflicto. Pero no de esa índole que impele a negar o enmascarar la edad. Ese litigio es baladí, superficial. El mío hiere en el tuétano. Me pongo viejo y aún no he envuelto todas mis ilusiones en papel de regalo. Nos despedimos luego con el tácito compromiso de una amistad. Y yo, que urgía del tema para mi crónica semanal en el diario Juventud Rebelde, repetí dudando ante mí mismo mis últimas palabras: ¿ilusiones, ilusión? Y comencé a escribir, a filosofar, y el que me lee asiduamente sabe que no renuncio a filosofar, lo cual, para mí, es pensar aunque lo que piense sea borra de café.
Y me digo: ¿será posible la ilusión? ¿No se nos aparecerá para darnos precisamente la ilusión, el fantasma, de que vivimos cuando en verdad solo existimos, porque la vida en sí misma no halla el sentido?
John Stuar Mill advirtió en su Diario sobre esa percepción. Asumida así, como la fantasiosa certeza del vacío, la ilusión se confunde con la alucinación, sobre la cual Mill señala que es “una opinión errónea”. Alucinación, humo, intangibilidad de lo entrevisto. Impostura cuya organicidad no puede tramontar lo baldío. En nuestro idioma, Calderón de la Barca levantó, mucho antes que el filósofo inglés, una cátedra alucinógena. Le negó a la ilusión la posibilidad de redimir el hastío, de compensar los días con las certezas previsibles. Porque “qué es la vida, un frenesí,/ qué es la vida, una ilusión,/ una sombra, una ficción” . En suma, que “toda la vida es sueño/ y los sueños, sueños son”.
Pero la ilusión es un gas. Se eleva. Y si falta en toda su proteica morfología, el vigor interior se nos desinfla y la vida empieza a carecer de sentido. Entonces uno comprende que así no se vive, se existe, que no es lo mismo, aunque en ambos estados uno coma, camine, duerma.
Y por ese trillo de mi raciocinio dominical me voy explicando por qué a pesar de mi edad, todavía me entusiasmo con una llamada telefónica, un mensaje electrónico, o una carta donde me advierten que todavía algo de cuanto escribo interesa. Y en consecuencia me repito que el único día perdido es ese en el que no pulo o garabateo una línea, convencido de que la de mañana habrá de ser más vigorosa, rotunda, clásica.
Moribundo cierto rey, cuyo nombre desconozco y no deseo averiguar, trasmitió al príncipe heredero la cápsula maestra de su veteranía en el poder: No le pidas a tus súbditos lo que eres capaz de pedirte a ti mismo. Yo, por el contrario, exigiría a mi hijo conciliar en su alma la fórmula de la juventud perenne. Que es lo que yo me he impuesto hacer en la redoma de mis circunstancias: Matar un desengaño con otra ilusión, hijo.
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Fabian Pacheco Casanova. -
Fabian Pacheco Casanova -
Fabian Pacheco Casanova -
yusmar -
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Fabian Pacheco Casanova -