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PATRIA Y HUMANIDAD

CARA A CARA

CARA A CARA

Por Luis Sexto

Admito que no soy un buen entrevistador. La entrevista resulta a mi parecer el género periodístico más difícil: es el más común.  Tratar de escribirla a contrapelo del uso la convierte en un desafío que no todos estamos aptos para afrontar.  Y es más difícil, además, porque supongo que los lectores la prefieren entre todos los géneros.  Al lector le gusta la confesión, y toda entrevista bien hecha, al margen de sus intenciones, es siempre una especie de confesión.  Por ello, determinar con acierto quién merece ser entrevistado -la persona capaz de interesar por cuanto pueda decir- se nos presenta como el paso inexcusable por sobre un tronco  tendido entre los bordes de dos abismos. Así, con un símil hiperbólico, como el estilo enfático de los aprendices.   No habrá, desde luego, entrevista con posibilidades de interesar si el entrevistador no conoce al entrevistado. No hay casa sin cimientos. Y lo conocemos, aunque sea a medias, en la preparación previa, ese indagar en las características psicológicas, en el pensamiento, la obra del entrevistado. Es inamisible, por ejemplo, que a un escritor le preguntemos cuántos libros ha escrito. Del conocimiento anticipado de ese dato surgen las preguntas dominantes del cuestionario. Porque publicar un libro es un punto de giro o de nuevo impulso en la trayectoria de un autor.  Ignorar el dato o desconocer al personaje en sus perfiles básicos, equivaldría a hacer el ridículo. Y con frecuencia esa es una de las sensaciones con las que uno topa  dentro de las páginas de un periódico, una revista, o en la radio y la televisión: el ridículo que proviene de lo obvio.  Por lo visto, cierta práctica considera la entrevista como el género más expedito y sin muchas exigencias y pretensiones.  Puede suponerse que lo estima como el "más auténtico", "el más creíble", porque se presenta en persona a la fuente.  También, y por esta misma razón, es el menos comprometedor para el periodista y el medio. Me parece que el facilismo está rigiendo la proliferación de entrevistas en la prensa cubana.  Claro, esas entrevistas, en puridad, solo pueden definirse como declaraciones.La intención decide el tipo de entrevista.  Se sabe que,  según la técnica tradicional, las entrevistas se subdividen de acuerdo con sus fines. Uno puede entrevistar con un propósito netamente informativo, para darle peso, autoridad, fuerza al contenido.  Por ejemplo al Ministro de Justicia sobre las últimas leyes.  O para recabar opinión, o revelar o retratar la personalidad de un personaje.  Es decir, que no todas las entrevistas requieren de los mismos ingredientes.  Ahora bien, hay uno imprescindible: que estén escritas ágil y concisamente y sean capaces de  atraer el interés del lector por las preguntas y su desarrollo formal y conceptual. Esos cuestionarios explícitos y larguísimos, y respuestas maratónicas, sin depurarse en la criba de las tachaduras o la supresión vocean el aburrimiento y el desinterés. Atraer la atención es una antiquísima ley del periodismo. ¿Alguien lo ignora?  Y errará contra esa regla quien comience una entrevista preguntando explícitamente: ¿Dónde usted nació?  De  la cultura, la actitud y la aptitud del entrevistador dependen utilizar y adecuar los recursos de modo que estimulemos una respuesta inteligente desde un interrogatorio inteligente. No nos arrastraría la desmesura si admitimos que la entrevista es un género con tangencias y turgencias literarias. Oriana Fallaci, a pesar de sus poses de mujer brava, irreverente, ha demostrado que la entrevista compone una lectura apasionante, placentera, si se le adereza con ingredientes dramatúrgicos, se tensa sobre la cuerda del interés creciente, y se “apunta, se penetra en el corazón del entrevistado”, de acuerdo con la recomendación que nos ha dejado como un testamento periodístico en uno de sus últimos libros: Oriana Fallaci intervista a Oriana Fallaci. El asunto de los géneros es polémico. Yo diría que el artículo y la crónica, escritos con voluntad de estilo, con evidente intención estética,  comulgan con los géneros literarios.  De reportaje se puede decir lo mismo, incluso con más razón, porque es el género apropiado para contar historias. La intención --e insisto en ello, como quería Alfonso Reyes--es capital.  Periodismo es periodismo cuando se quiere que predomine la función informativa. Y a veces así no es buen periodismo.  Cuando usted desea que la función estética asome su semblante azul, balsámico, perdurable, el periodismo trasciende y se naturaliza literariamente.  ¿No poseen esa dimensión acaso las crónicas de Martí, o los artículos de Jorge Mañach, o los reportajes de Pablo de la Torriente, Onelio Jorge Cardoso, Jaime Sarusky, Rolando Pérez Betancourt, Leonardo Padura, o los textos periodísticos de García Márquez, Eduardo Galeano, Tomás Eloy Martínez, Miguel Bonasso, y los de John Reed, Chesterton, Hemingway, Mailer, Joan Didion?  Yo sé de Literatura que no lo es y sé de Periodismo que se supera a sí mismo mediante las calidades del estilo y el uso de las técnicas literarias.  Desde luego, cuanto más priorice el periodista la función estética más se acerca el Periodismo a la Literatura, aunque sea de modo unilateral, esto es, a través del estilo, porque, como sabemos, la ficción está proscrita en el Periodismo.  Prefiero llamar a este Periodismo, para ahorrarme complicaciones teóricas, como lo han llamado otros desde hace tiempo: periodismo literario.  Y la entrevista, conceptuada con rigor, se inscribe de lleno en esta órbita literaria. Así no morirá con el día.

Prefiero, al entrevistar, prescindir de la grabadora. Este artefacto asusta, limita. En 1975 llegamos a Surinam una semana después de haber obtenido la independencia de Holanda, su metrópoli colonial. Aunque íbamos a cubrir un partido de fútbol, Eddy Martín y yo decidimos entrevistar al viceprimer ministro, entonces en funciones de primero. Le pasamos el cuestionario; dos días después nos recibió. Respondió formalmente, y luego de apagadas las grabadoras comenzó la verdadera entrevista: dijo cuanto no había dicho. Disimuladamente fui anotando. El gobernante ya estaba libre; no quedaría prueba audible de sus respuestas. Sólo legibles en los apuntes de un oyente. Y eso puede ser discutible en la ocasión en que las conveniencias políticas lo determinaran. Otro inconveniente de las cintas y casetes: la grabadora no permite ver la entrevista; uno se inquieta mucho por el aparato y su correcto funcionamiento; mira más al testigo que el entrevistado, y uno se pierde el lenguaje de los gestos, los cambios de tono, las dudas. La entrevista también se hace con estos detalles.

Muestro el cuestionario previamente si el rango del entrevistado lo exige. Si él acepta someterse a lo desconocido, entonces voy con mis preguntas ocultas. No me gustan las técnicas agresivas. Parto del respeto, de un tono cordial que me permita formular preguntas complicadas sin que el interrogado tenga pretextos para el exabrupto, o la reticencia. La agresividad es habitualmente una pose, y me parece que el lector, en un  momento dado, puede percatarse del circo.

Después de escritas, enseño las entrevistas si la piden, dependiendo del personaje, su rango, su calidad social, humana. Por lo habitual, no  las muestro, y si insisten como imponiendo reglas, decido no publicarlas y, por tanto, se quedan sin leerse.

La entrevista me obliga a asumir el estrés. Porque me inquieta que el entrevistado no se reconozca. Yo he notado que muchos periodistas modifican tanto la forma de las respuestas que el personaje no se detecta, con toda su carga de personalidad, en la entrevista. Puede reconocer sus ideas, pero no su psicología. Me parece que es necesario que, de algún modo, exista la fidelidad al personaje mediante el respeto a ciertos rasgos de la sintaxis o a ciertas palabras claves, o ademanes. Yo he entrevistado a personajes que  han sido antes entrevistados. Y he llegado a ellos habiendo leído esas entrevistas, y me he sorprendido de que cuanto me dijeron nada tenía que ver, en el tono, la forma, los giros, con lo que yo había leído. Una estafa.

Para entrar en el diálogo debe existir un previo y mutuo reconocimiento: conversar de alguna vaguedad, algo que facilite un acercamiento. Una vez propicié la conversación invitando a un renuente personaje a beber de una botella de ron que saqué, de improviso, del bolsillo. Ha sido mi mejor entrevista. Fue a Demetrio Presilla, el ingeniero de La Nicaro, aquel que ayudó al Che a echar a andar la planta de Moa. Cuando volví a ver a Presilla, le pregunté su parecer sobre lo que leyó en Bohemia y me dijo: “Soy yo”. Es decir, se reconoció. Él me lo había advertido al marcharme de su casa: “Espero que usted me sea fiel”. El psicólogo Calviño también admitió reconocerse. Yo he sido entrevistado y, sin embargo, nunca he podido decir que me he reconocido. Se trata de que cada persona posee un espíritu, un orden en las palabras, un modo de acometer la respuesta, que uno tiene que saber captar y conservar.

A pesar de todo cuanto he dicho, yo no soy un buen entrevistador. Pero tal vez tenga razón en este acercamiento al más difícil de los géneros periodísticos.

    

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