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PATRIA Y HUMANIDAD

LA SALSA DE LA VIDA

Por Luis Sexto

Les  voy a hablar de un plato que parece sacado de la piedra filosofal de los alquimistas antiguos. Aún se ignora mediante qué manos y en cuál cazuela se conjuraron sus ingredientes. Y a qué -puedo preguntar- tanto formalismo,  tanta exigencia de certificado de nacimiento, si tenemos la certeza, por el paladar, que la salsa perro es un bocado tangible, deleitable. Pero si alguien quiere saber, ejerciendo su derecho a saber, le digo que cualquier dato sobre el origen de este milagro gastronómico solo se halla en la leyenda.

El único dato cierto es que la salsa perro distingue la gastronomía de Caibarién, puerto de la costa norte en  Villa Clara, en el centro de Cuba, y en cuya entrada, viniendo desde Santa Clara, la capital provincial, un cangrejo de hormigón recibe al visitante como si reafirmara con su fisonomía multipédica de transeúnte marino, la vocación de la ciudad: la pesca. Se conoce, además, que este manjar se cuece de acuerdo con una receta conocida después de la  apertura del hotel España, en 1912.

Hace unos años pasé por ese hotel, y sobre una de las hornillas de la cocina hervían varias cabezas de pescado, aderezadas con una mínima dosis de especias. El caldo luego se convirtió en consomé, y se puso nuevamente en el fogón, y al volver a hervir, el maestro Francisco Pérez Pérez indicó a su ayudante echar rodajas de papá, y luego de ablandarse, las acompañaron porciones de cebolla, partículas de ají, ajo puerro, perejil, hojas de laurel (en breve proporción), y seguidamente mojo -compuesto con ajo, aceite, sal- y una taza de leche y puré de papa. Ya, en su punto, el  chief apartó la olla del fuego y  le añadió ruedas de perro para que se cocinaran con el calor de la salsa. Me advirtieron los expertos que si el perro faltara, por ser pez de rara captura hoy, en su lugar bastarían el pargo, la cherna, la cubera.

Mientras trabajaba, el maestro me decía que una noche sin fecha, tarde ya, un viajero tocó en el portalón del hotel España. Le abrieron los dos propietarios, que eran a la vez cocinero y camarero, y el viandante pidió de comer. Le respondieron que no había, al menos nada digno del apetito del señor. Salvo, sí, un perro cocido en salsa que ese día habían concebido como un experimento. Nadie lo había probado, así que le propusieron al viajero saciar su hambre y actuar como catador. Poco después, una rueda de perro emergía ante la cuchara apremiada, rodeado de salsa -entre espesa y ligera- como un islote, un peñón, un cayo de los que se asoman ante la Villa Blanca de Caibarién. El hombre comentó entusiasmado la química ardiente, sudorífera, restauradora, paradisíaca de aquella comida que a él, peregrino de muchos pueblos, no le habían servido nunca.

Esa es una de las leyendas del origen de la salsa perro. Las otras no caben en esta página, pero cuentan de que el plato surgió en el mar, en una embarcación pesquera. Del hotel al barco, del barco al hotel, es lo mismo. El plato existe, acusando su raíz en la cocina hispana. Yo mismo lo tenía ante mí, tras concluir la ceremonia de su cocción. La ración, que pagué a pesar de mi condición de periodista que difundiría la existencia de aquel tesoro, se desbordaba de salsa blanca, coronada con una masa de perro y tres o cuatro rodajas de papa, como témpanos que reducían el picor del ají.

Al levantarme de la mesa, el chief y su ayudante me pidieron el parecer. La escena parecía decisiva; me demoré para tensarla.

-¿Y bien? -reiteraron.

Fuego y deleite, dije al fin. Fuego y deleite. Quizás lo mismo que aquel viajero, una noche imprecisa.

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