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PATRIA Y HUMANIDAD

Generalidades

CONVOCATORIA

CONVOCATORIA

 

CON MOTIVO DEL  ANIVERSARIO 500 DE FUNDACIÓN DE SAN JUAN DE LOS REMEDIOS,  EL CONSEJO DE LA ADMINISTRACIÓN DEL MUNICIPIO DE REMEDIOS LES INVITA A PARTICIPAR EN LOS CONCURSOS:

 

  • LOGOTIPO DE IDENTIFICACIÓN DEL ANIVERSARIO
  • ESLOGAN DE IDENTIFICACIÓN DEL ANIVERSARIO
  • CANCIÓN TEMA DE IDENTIFICACIÓN DEL ANIVERSARIO

 

BASES DEL CONCURSO:

 

  1. Podrán participar todas las personas interesadas.

 

  1. Los trabajos deben ser inéditos.

 

  1. La fundamentación no debe exceder una cuartilla.

 

  1. El diseño se admitirá en soporte papel o digital.

 

  1. El plazo de admisión de la obra vence el 30 de mayo del año 2014.

 

  • Las obras serán entregadas en la Secretaría de la AMPP, sita en la sede  del Gobierno Municipal.

 

  1. La entrega de la obra requerirá de los siguientes datos:
  • Nombres y Apellidos del concursante.
  • Dirección particular.
  • Número de carnet de identidad.
  • Teléfono.

 

  1. Los trabajos serán entregados al jurado que se designe con un  seudónimo para cada autor. La decisión del jurado será inapelable.

 

  1. Los trabajos se  premiarán el 24 de junio del 2014 en la sesión de la  AMPP.

Lugar: Teatro Villena.  Hora 10 AM

 

  1. Para cualquier información llamar a los teléfonos 395544 o preguntar

En la Secretaría de la AMPP. mailto:gobrem@gobvc.co.cu

 

 

BAJO LOS ESCOMBROS

BAJO LOS ESCOMBROS

 Luis Sexto

¿Miedo a qué? –pregunto a un joven nacido  en esta comunidad llamada Las Terrazas. Ha confesado tener miedo. Titubea, se justifica; parece dejar la pregunta sin respuesta. Pero uno la halla en el mismo ambiente. Es miedo a lo que queda de lo que fue. La vida no asusta. Asusta, en cambio, la vida ilusoria que la imaginación aglutina y asedia a algunas personas que de vez en cuando creen oír un tumulto de tambores y cadenas que les llega asordinadamente, como de un lugar remoto e imprecisable. Es una partitura de superstición que no todos ponen en duda, porque quién sabe si la desgracia pervive en el aire y la oscuridad, y de vez en cuando se lamenta para mantener latente el antiguo dolor de los que ya murieron  y habitaron lo que hoy son ruinas. Ninguno de cuantos viven allí sabe porqué suenan. Los viejos aseguran que son los negros esclavos que lloran su suerte y piden venganza.

 Los carboneros y criadores de cerdos que se establecieron en estas áreas de San Salvador y el Cusco en el siglo XX, llamaron “escombros” a los desechos de los cafetales franceses. Y pasaban cerca de los restos del  Ermita, el San Marcos, el Santa Catalina, o el San Pedro con el sigilo y la desazón del miedo. Hace 200 años,  en el lomerío occidental de la Sierra del Rosario, en la provincia de Pinar del Río, lindando con  la de La Habana, inmigrantes franceses fomentaron decenas de cafetales sirviéndose de brazos esclavos. Venían de Haití, entonces humeante y fiera en la justicia de la revolución  antiesclavista, y venían también de otras islas francófonas del Caribe, y de la Luisiana. A partir de 1811, en lo que resultó “la quinta oleada”, zarparon de la propia Francia, primordialmente de los Pirineos. Traían consigo una cultura ilustrada, refinamientos del vivir y agrotecnia adelantada. La mayoría se asentó en Oriente. Sólo diez de cada cien inmigrantes eligieron el departamento occidental de Cuba.

Le Content, Santa Susana, La Mariana, Liberal, la Moca, Santa Teresa, además de los ya mencionados y otros hasta superar los 75, fueron nombres que poblaron la solitaria y tupida toponimia de la Sierra del Rosario, cerca de Cayajabos, Artemisa y Candelaria. Desde fines del siglo XVIII, los corrales de San Salvador y el Cusco, donde los monteros –guajiros o montunos - criaban cerdos, se desarticularon y se repartieron en fincas de unas 92 hectáreas como promedio. Los caficultores, atareados en producir para el mercado reexportador de Estados Unidos, aprovechaban los valles intramontanos, entre 60 y 300 metros montaña arriba, próximos a trillos de comunicación natural y a las franjas de agua que en esas depresiones se arremansaban, luego de anunciarse con estruendo.

 

 El único dato diariamente comprobable en los orígenes geográficos y sociales del café es que el mundo cabe en una taza: cuando un sector duerme, el otro amanece bebiéndolo. Por lo que se relaciona con sus orígenes, en Etiopía descubrieron sus propiedades estimulantes, en tiempos medidos como antes de nuestra era, y que hacia el siglo X de la nuestra, pasó a los países árabes, que le dieron nombre científico -Coffea arábiga- e inventaron el “café” como espacio físico donde beber la infusión y que derivó en uno de los principales establecimientos socializadores de la humanidad. 

Pero habría que dudar de tanto dato. Porque en “Les Cafeiers Du Globe”, publicado con fecha de 1929, el investigador francés A. Chevalier asegura que ningún indicio fiable confirma que  el café se haya plantado en  Arabia antes del siglo XIV. Y alega una prueba que estima definitiva: ni el Corán, ni los libros sagrados hebreos o cristianos mencionan el café.

En cambio, parece saberse que el café llegó a Cuba en un complicado recorrido. Empieza hacia 1714, cuando el alcalde de Amsterdan -otras fuentes dicen que fue el emperador  Mohammed IV- regaló al rey Luis XIV una postura del cafeto. La colocaron en los invernaderos reales donde vegetó como una rareza, porque sólo se cultivaba  en Abisinia y Arabia, y desde hacía muy poco en Java y Sumatra.

En esos días, viajó a París el oficial Gabriel Desclioux. Quizás una tendencia a las empresas imposibles lo inspiró a creer  que el café podía aclimatarse en el Caribe. Y se agenció un gajo.  Al regreso a la isla de Martinica, la travesía derivó en una réplica del Calvario sobre el agua. Y Desclioux  pudo darse cuenta que su espontánea vocación botánica o empresarial  lo transformaba en un elegido.  Ah, señor, sería inútil contar con detalles los infinitos cuidados que he necesitado otorgar a esta delicada planta, durante el largo viaje, y las dificultades y vigilancia que le he dedicado para evitar que un hombre envidioso la destrozara.  

Ante tanta quejumbre uno puede creer que el oficial francés tuvo un acceso de fiebre, o una neurosis lo poseyó durante el viaje, que como tiempo mínimo tardaba dos meses, y que en esa ocasión el mar osciló entre los enviones del viento tempestuoso y una espesa calma , un estar aplanado, que por su frecuencia redujo las reservas de agua de la nave. Durante más de un mes, el oficial compartió su ración con el cafeto, mirando receloso de un lado a otro. Porque debía guardarse de un holandés, que enterado de la misión de Desclioux, quería echarle al mar o arruinarle con agua contaminada la gloria de ser el primero en traer la raíz de la amarga, placentera, estimulante  bebida al Nuevo Mundo. O pretendía impedir que los intereses de Holanda tuvieran un competidor en las Américas. Señor, a veces me desesperé, confiesa Desclioux. Y llegó un momento en que sentí una pena infinita ante mi impotencia para proteger aquel tallo fino y delicado como el de un clavel.

Ya en su casa,  la primera acción de  Desclioux fue  plantar el arbolito en la zona de su jardín más propicia al crecimiento. El oficial habla por momentos como si le hubiesen asignado una misión mortal por la gloria de su Francia. ¿Qué entresuelos resuenan en las intermitencias de esta historia tan ingenuamente natural?  ¿Qué podría entonces saberse del café como para que tras la planta primigenia en el Nuevo Mundo se concertara el espionaje, el peligro, la persecución?  Parece que ya se sabía toda la reserva de placer y negocio del cafeto. No lo creerá, señor, pero tuve que vigilarlo constantemente, ya que querían arrebatármelo, hasta que, al final, me vi obligado a rodearlo de una cerca de espinos y establecer una vigilancia permanente de tres soldados  hasta su madurez.

Creamos desde el futuro a tan esforzado portador.  Podemos suponer las razones de la inquietud casi enfermiza del francés: el café subía hacia las preferencias del comercio mundial. Y en 1726, cinco años después, la primera cosecha. Desclioux confesó alborozado en sus memorias que  el éxito sobrepasó todo cuanto había esperado. Recogió sobre dos libras de semilla, que distribuyó entre cuantos, según su opinión, dedicarían  lo necesario al desarrollo de la planta.

Más tarde el café saltó a Santo Domingo. Y de ahí lo introdujo en Cuba Antonio Gelabert. Ni Calgano, ni el más reciente Pérez de la Riva, ni otro historiador reconocido duda de que este  funcionario de las finanzas  coloniales lo plantó en su finca de El Wajay, en 1748, cerca del hoy  aeropuerto internacional de La Habana. En ese poblado celebran tradicionalmente la fiesta del café. Tienen el derecho de los pioneros. Y muestran la casa de vivienda, aun conservada, de un cafetal donde, afirman,  por primera vez en Cuba creció el grano  que Martí llamó “la mejor forma del oro”, y que medio siglo después se transformó en "uno de los grandes personajes de la Historia de Cuba", de acuerdo con don Fernando Ortiz.  Pero El Aurora es posterior al cafetal  de Gelabert, y la vivienda  se alza en el rumbo opuesto.

 

 Medio siglo más tarde, los cafetales de la Sierra del Rosario  habían sido concebidos para perdurar en sus casonas de paredes pétreas, que parecían reírse de la eternidad, como parecían desafiar a la montaña sus techos agudos semejando sombreros de picos a cuatro aguas, sellados con tejas planas o de cola de castor, inventadas en Europa central contra la nieve. Eran mansiones presuntuosas que intentaban desdeñar el sentido común en un ambiente tropical excluyente.

 El tiempo, sin embargo, se erigió en señor de las ruinas. Y hoy sólo se asen al pasado fragmentos húmedos, mohosos, en los cuales pude intuirse aquella cotidianidad plácida, cómoda, sólida, a la cual el quejido y la nostalgia de los esclavos adulteran con la persistencia de algún retazo de barracón entre malezas y bejucos.

La decadencia sobrevino hacia 1830. Aquella flor selvática de la Sierra del Rosario, cuya lujuria casi siempre verde maravilló al pastor norteamericano Abiel Abbot –que se erigió en sus Cartas como testimoniante minucioso de aquel esplendor- fue extinguiéndose, pelándose, lamida por el viento y la lluvia que desgastaban la tierra echándola a rodar ladera abajo. Abbot, por trechos de cuya ruta anduvo este cronista, registró en su correspondencia turístico-didáctica, un centón de detalles sobre esa zona cafetalera. Al llegar al San Carlos, cafetal del italiano Marco Pitoleto, anotó que el hacendado había sido uno de los primeros en plantar árboles de cacao en occidente. Crecían allí unos  20 000 ejemplares de entre dos y ocho años. Y el viajero supuso que prometían perdurar por un siglo. Ninguno sobrevivió. El propio pastor, tan zahorí, se percató de que, si bien los franceses eligieron hábilmente tan fértil tierra para el café, ya había “lugares en el Cusco tan desprovistos de capa vegetal” que ni los árboles podían prosperar.

Causas económicas influyeron también decisivamente. La caña de azúcar sedujo a hacendados y productores; resultaba más gananciosa que el café. Y este, además, afrontaba la competencia extranjera en costos y precios, principalmente de Brasil. Para colmo, fue diana de las restricciones de los Estados Unidos, entonces en litigio comercial con España.

 Pero la vida ha cambiado. La historia no termina con la permanencia de esos “escombros”. Esa zona, con 25 000 hectáreas, compone hoy una reserva mundial de la biosfera. Recorrí parte de esas alturas, bordeando y vadeando riachos, recobrando antiguos senderos, esquivando ramas y troncos. Y sentándome a orillas del “Pequeño Niágara”, el salto minúsculo en cuyas aguas arremansadas pocos metros después de la caída, el viajero norteamericano presumiblemente se mojó los pies, como este nuevo peregrino. Y era imposible creer que, 30 o 40  años atrás, el paisaje ofrecía sus lomos y faldas cubiertos tan sólo por la pelambre de la maleza. Ácanas, jocumas, ocujes, yayas, caobas, cedros habían caído bajo el filo de la erosión. Después se obró el renacer. Donde feneció la vida, la vida ha vuelto. Cubanos de diversos puntos del país reforestaron aquel calvero y trazaron, como en una fiebre de hazañas más de 2 000 kilómetros de terrazas, para que la floresta se anclara sobre el oleaje de la erosión. Luego surgió la comunidad, como una postal colorida de casas y edificios de dos plantas rojos, blancos, azules, afianzados también sobre las terrazas que le dieron seguridad y nombre, y que los pobladores de esas zonas tan desoladas que recibían apodos como La cañada del diablo, fueron ocupando poco a poco, midiendo el cambio, habituándose a un nuevo medio que les  transformó el modo de vivir y  convivir  entre ellos y con la naturaleza.

No ha desparecido, sin embargo, los efluvios de lo fantástico, lo poético. El joven con quien converso trabaja de camarero del restaurante Buena Vista, cafetal que conservó la mayoría de sus objetos y propiedades y ahora, reconstruido, ilustra al turista las diversas soluciones que la arquitectura de los colonos galos opuso a topografía tan abrupta. Y se aprecian terrazas, escaleras, rampas, plataformas en el batey que, enclavado en una cima, es un mirador desde donde los ojos se clarean en el mural de la serranía y más al fondo, al norte, en el mar del Mariel.

-Miedo a qué, le repito la pregunta, mientras cerca de nosotros persisten, con paredes de piedra  en la falda derecha los huecos del barracón donde dormían los esclavos del Buena Vista. El joven camarero sonríe. Miedo, miedo, no, tal vez la cautela, por si acaso de entre esos escombros, en lo oscuro, de verdad suenan cadenas y tambores.  Pero no se lo diga a nadie, compañero.

Olvídalo, le dije; me voy antes de que me alcance la noche...

 

BÉISBOL, EUFORIA MOMENTÁNEA

BÉISBOL, EUFORIA MOMENTÁNEA

Luis Sexto

El béisbol cubano necesita con sirenas de urgencia recorrer el mismo proceso vigente hoy en el modelo económico cubano: la actualización;  ponerse técnica y tácticamente en consonancia con los tiempos. Dejar atrás, por ejemplo, la exaltación de la velocidad en los pitchers y facilitarles los medios para aprender a  ampliar su menú  con nuevos  lanzamientos,  comunes en ligas extranjeras.  Y, por tanto, los bateadores también habrán de  aprender a chocarlos.  El play off, según mi opinión, ha suscitado interés por la rivalidad de cuatro novenas muy parejas en virtudes y defectos, pero no por la calidad excepcional del juego.  

Dicho esto, preveo que algún lector me preguntará que quién soy para hablar de pelota. Qué sé de pelota. Casi lo mismo que la mayoría que se desgañita en los estadios. Hace varias décadas fui un joven seducido por un béisbol  que superaba al de hoy con ventaja . Y cada tarde, en la década de los 60, luego del trabajo pasaba por casa, comía cualquier cosa, y me iba al Latino temprano para poder sentarme detrás del jom,  y  así disfrutar de frente  el rollo cinematográfico de  las curvas de Alarcón o Changa Mederos, y  asombrarme por los brazos de acero de Huelga, Aquino Abréu, Vinent, y alelarme  ante el bateo de Cuevas, Marquetti, Capiró, Chávez, Muñoz,  Kindelán, Junco, Villar, Linares y otros que se esconden en los bancos de mi memoria, y abrir la boca observando el fildeo y la malicia de Isasi, Tony González,  Osorio,  Wilfredo, Urbano, Ñico Jiménez, Pacheco, Puente… Y antes, siendo niño, también me senté en el  entonces  gran estadio del Cerro, a ver  jugar a mis ídolos de entonces: Camilo Pascual, Pedro Ramos, Miguel Cuéllar, Héctor Rodríguez, Willy Miranda,  Miñoso, Orlando Peña…

Y para acabar de justificar mi intromisión, al comienzo de mi carrera periodística, hace 40 años, invertí cinco cubriendo deportes y aprendiendo a escribir, más que de los resultados, de la condición humana puesta a prueba en una liza donde hombres y mujeres arriesgaban su crédito y su dignidad en cada acción.

Aunque no soy un consumado experto, puedo,  por tanto,  comparar y percatarme de las diferencias entre ayer y hoy. Y, créanme, no suelo creer, con Jorge Manrique, que “todo tiempo pasado fue mejor”. A veces  fue mejor, y uno lo lamenta porque mejores han de ser el presente y el futuro. Pero,  si conocí parte del pasado, ello me facilita insistir en que lo que más  requiere el béisbol cubano es disciplina.  ¿Acaso no nos inquietan las reacciones de algún bateador cuando el  árbitros canta el strike  que dejó pasar perdiendo la oportunidad de ser out  con más beligerancia que “comiéndose una croqueta”, como dicen los comentaristas de graderío. Y así, ante un ponche o un out que el bateador  o el corredor estiman injustos, ofrecen una demostración de baile dando salticos en jom o en primera o segunda. Saltan como  en la perreta que ciertos  niños arman cuando  papá dice: para la casa, que se hace de noche. Por supuesto, no generalizo; solo me fijo en los que desentonan, y con sus reacciones, al desconcentrarse, se dañan a sí mismos.

Sean, sin embargo,  pocos o muchos, es un espectáculo deplorable. Una cosa es el juego apasionado, duro. Y otra cosa el olvidar que las apreciaciones arbitrales de esa índole son inapelables e inmodificables. Y que la mejor manera de evitarlas es bateando, corriendo y  fildeando con efectividad. Yo, si fuera pelotero, ante un acto que me parece injusto, analizaría qué no hice correctamente en la jugada que facilitó al árbitro equivocarse. Y, en efecto, desde la pantalla del televisor se aprecia que a veces deciden sin acertar. Una pantalla gigante en cada estadio, sería un espejo útil para aprender a decidir micrométricamente con tino. Se ha dicho: los árbitros, hombres falibles, no pueden jamás determinar el destino de un partido. Ah,  también vi arbitrar a Amado Maestri y a Rafael de la Paz. Qué dirían.

El pasado también nos favorece para empezar a señalar las causas de la presente pobreza técnica y táctica de nuestra pelota. ¿Alguien dudaría que nos hayamos quedado atrás como conjunto, aunque la cantera esté llena de jugadores de talento?  Y según lo juzgo, la retirada masiva de  más de 50 aplaudidos  peloteros entre  la segunda mitad de  los 1990 y los primeros años del siglo XXI, abrió un hueco en el  dique del béisbol.  Ese retiro  obligatorio sin razones y sin explicaciones plausibles, aparte de lastimar  la sensibilidad de deportistas cargados de méritos, cortó el relevo científicamente establecido para los deportes de conjunto. Tras la salida en grupo  de los astros, a quiénes pudieron imitar los novatos y las reservas. ¿Quiénes  plantaron desde entonces en el juego las exigencias de lo excelente? Lázaro Junco -forzado a abandonar el terreno el mismo año en que completó, el primero, 400 jonrones en su carrera- contó recientemente ante las cámaras de la TV que siendo  aún novicio en el equipo Cuba, Chávez lo envió al jom para sustituir a Muñoz, ya en posición de bateo. Qué vienes hacer aquí, le preguntó el gigante. Bueno, me dijo Chávez que yo debo batear por ti, explicó Junco apenado y agarrotado por el miedo, el miedo a quedar mal ante aquel modelo de pelotero y hombre. Suerte, dijo Muñoz sin amargura. Y Junco, lleno de vergüenza, bateó un tubey.  Hoy esa anécdota no se repite. Y estamos muchos de acuerdo en que para recuperar lo mejor del pasado habrá que topar frecuentemente con equipos extranjeros, incluso ubicar jugadores en esos clubes.

 Y mientras  nos debatimos en la euforia  momentánea del play of,  pensemos en una idea de Martí y concluyamos que ni el béisbol se puede dirigir “como se manda un campamento”.

 

PROMOCIÓN DE LECTURA

PROMOCIÓN DE LECTURA

Convocan a II Concurso Caridad Pineda in memoriam  

La Asociación Cubana de Bibliotecarios en Santiago de Cuba y la emisora Radio Siboney en su aniversario 45, convocan al II Concurso Caridad Pineda In memoriam de Promoción de la  Lectura.  

   Podrá participar cualquier ciudadano cubano residente en territorio nacional, con un texto que comente alrededor del libro que marcó su vida. La extensión será de hasta cuatro cuartillas en Arial de 12 puntos, a espacio y medio, y firmado con seudónimo. En sobre aparte sellado, incluirá su nombre y apellidos, número de carné de identidad y dirección; así como teléfono y correo electrónico si los tuviese.

   Se otorgará un Gran Premio de 500 pesos MN, así como dos galardones de 300 pesos MN, al mejor texto de un autor de hasta 25 años y a un autor de la tercera edad.

   Los trabajos se enviarán o entregarán personalmente a la emisora Radio Siboney, Calle 8 n. 56 entre A e Independencia, Reparto Sueño, Santiago de Cuba, o si lo desea a la Biblioteca Elvira Cape (Sala de Hemeroteca), Heredia 259, entre Carnicería y San Félix, Santiago de Cuba.

   También se admite el envío electrónico a las direcciones  cmdv@rsiboney.icrt.cu, escribanode@gmail.com, ambos inclusive, en cuyo caso se incluirá en el Asunto: “II Concurso Caridad Pineda In Memoriam”. Se enviará en un archivo Word el texto con seudónimo, y en otro adjunto, el nombre y los apellidos del concursante, número de carné de identidad y todos sus datos de localización.

   El plazo de admisión vence el 31 de julio de 2013 y la premiación tendrá lugar el 9 de septiembre de este propio año en la propia Biblioteca Elvira Cape. Los organizadores se pondrán en contacto con los galardonados que, eventualmente, no pudieran asistir al acto de premiación.

   Caridad Pineda Anglada (1933-2012) fue una insigne maestra santiaguera, poeta natural y defensora tenaz de la lectura desde las aulas, las bibliotecas y la comunidad.

 

LA VUELTA DE VIRACOCHA

LA VUELTA DE VIRACOCHA

 

Luis Sexto

Memorias de viaje

Me he detenido en mi viaje. Toco la nieve. Miro en torno… Y cuando el viajero se encuentra entre picachos nevados en Los Andes o atraviesa el altiplano observando la llanura interminable, apenas sin vegetación y salpicada aisladamente por una choza de adobe o un rebaño de llamas o alpacas, puede intuir que está en el sitio donde comenzó el mundo. Siente recónditamente un olor a antigüedad y percibe la atmósfera de la primigenia desolación.

El viajero está también más cerca del sol. Porque hablamos de alturas de 3 000 ó 5 000 metros. Quizás por haber habitado un medio geográfico montañoso, los incas creyeron proceder de  la luz. Inca, nombre dado a su jefe o emperador, significa hijo del sol.  Viracocha, el dios creador, luego de destruir con un diluvio en un gesto de ira a sus primeras gigantescas criaturas, permitió que una pareja sobreviviera. De ellas partió la nueva raza, amasada con barro al igual que los animales. Antes creó la luz. Pero el astro del día brillaba menos que esa señora que alumbra las noches, y Viracocha, al percatarse de los celos del sol,  arrojó una poco de ceniza a la luna. Ese es el Génesis del  incario.

La leyenda justifica al parecer el concepto que los incas, que hablaban una lengua no escrita llamada quechua, tenían de su destino como pueblo. Presumían de ser superiores, hombres escogidos  para conquistar y gobernar a sus vecinos. Y hacia 1450 los incas o capaccuna, como ellos se nombraban en el principio, sometieron totalmente a los chochapoyas, los chimú y otras tribus andinas, reputadas de “salvajes” y por tanto merecedoras de vivir bajo la égida civilizadora de los hijos de la luz. Trescientos años después de que Manco Cápac y su hermana Mama Ocllo edificaron el Cuzco por mandato del dios Sol, que les ordenó ir hacia “la tierra prometida” y  levantar en ella una nación, el imperio se extendía desde el sur de Colombia hasta el río Maule, en Chile, y comprendía también a Ecuador, Perú y Bolivia. Geográficamente lo integraban las mayores alturas de los Andes, más una zona selvática, lluviosa, llamada “yungas”, y el desierto de la costa del Pacífico, en una franja que sumaba más de 3 000 kilómetros de norte a sur, y más de 800 de este a oeste. 

Más de cinco millones de aborígenes se inscribían en el sistema imperial del incanato. Desde el Cuzco, la capital, partían cuatro caminos hacia los distintos suyos, nombre de las  cuatro regiones o partes  que componían el imperio. Cinco mil kilómetros de vías empedradas y un sistema de chasquis -mensajeros que cada dos kilómetros se relevaban en postas de correo- mantenían al orbe incaico en comunicación.    

Los incas no fundaron la única cultura sobresaliente en Los Andes.  Durante 3 200 años los tihuanacotas vieron en áreas de la actual Bolivia.  Emergieron dos milenios antes  de Cristo y se extinguieron durante su etapa de expansión, 12 siglos después de nuestra era. Su desaparición es todavía inexplicable. Cómo, por qué, preguntan los historiadores. Y el escritor Antonio Paredes, mientras vendía sus libros en el Prado de la capital boliviana, unos meses antes de su muerte  a principios de este siglo,  aseguró a este periodista que  ese “es un misterio que nunca podrá ser esclarecido”.  Solo dejaron, aparte de objetos de alfarería o tallados en arenisca o basalto y algunas momias, el centro ceremonial de una ciudad, Tihuanacu, a 70 kilómetros de La Paz, cerca del lago Titicaca. 

El viajero, en medio del altiplano, batido por un viento frío, a 3 845 metros de altitud  se estremece con la expresiva soledad de estos muros. Dentro,  monolitos de rostros cuadrados, sin relieve, o estatuas de solemnes semblantes custodian los secretos de aquella civilización perdida. Y se asombra también el viajero ante la Puerta del Sol, con un calendario grabado sobre el dintel, como prueba de que los tihuanacotas dominaban el movimiento del tiempo, que un día, tal vez por obra de un cataclismo climático,  se acabó para ellos.

Los pueblos andinos poseían cada uno su idioma y sus costumbres. Los emperadores incas, sin embargo, impusieron su lengua y su ley: “Ama sua, ama llulla, ama chekila”. Tres preceptos que favorecían el orden: No robes, no mientas, no seas perezoso. Solo el cultivar las mismas plantas o tubérculos y comer la misma carne unía a las tribus de la región.  La papa y el maíz, que conservaban como “chuño” o alimento disecado; el ají, el tomate, la papaya, y el “charqui”, tiras secas de la carne  de la llama, uno de los camélidos que sirven de bestias de carga en las alturas.

El trabajo favoreció la expansión  imperial de los incas. Guerreaban con valentía e ingenio, sus cabezas cubiertas de cascos emplumados. Pero trabajaban y gobernaban mejor.  Comunitariamente.  Alegremente. Como si afrontaran una batalla. Los cantos de labor les alentaba el ánimo mediante la confianza en el triunfo: “¡Victoria Victoria!/ Aquí torciendo la cuerda,/ Aquí la cabuya,/ Aquí el sudor,/ Aquí el afán.”  Y de otro sitio, un coro respondía: “¡Trabajad, hombres, trabajad.”  Al escasear las áreas agrícolas construían terrazas, muros de piedra llenos de tierra, y si el agua faltaba, porque el dios del Trueno no la propiciaba, la hacían bajar de las cumbres conducida por acueductos.

El Cuzco resplandecía bajo el sol difundiendo reflejos dorados. Las paredes de sus palacios, de un piso o dos,  se levantaron con piedra finamente labradas, unidas con un tacto que hacía invisible la costura de los albañiles. El techo se cubría de paja, y entre la paja hilos de oro. Las casas de los ciudadanos comunes se fabricaban de piedras,  con junturas de barro, y con barro se repellaban y luego se pintaban. El agua potable venía a la ciudad a través de tuberías también de barro. El pueblo disponía de baños y retretes. 

Eran maestros en la arquitectura. Las ruinas de Macchu Picchu, una especie de ciudad fortaleza aledaña al Cuzco, perduran aún para ilustrar porqué la vida y la obra de los incas componen una de las principales civilizaciones humanas, sobre la herencia remotísima de  hombres que, procedentes de Asia, llegaron a América  por el Estrecho de Bering, en el norte, hace más de 40 000 años.

La sociedad incaica y las tribus sometidas vivían uniformemente, en un régimen colectivo, soldado por el parentesco. El imperio todo lo preveía: el tiempo de  inclinarse sobre la tierra para plantar o para cosechar; el momento en que la madre debía llorar y el  hijo debía casarse. El gobierno incluso obligaba al matrimonio y si alguien no hallaba su pareja, oficialmente se le asignaba una mujer,  cuyos instantes de ocio, después de otras labores, los invertía, aun desde niña, en hilar y tejer la lana.

Después  de haber creado al inca, Viracocha vino a la tierra para confirmar que sus hijos lo obedecían. Pero no lo reconocieron en la figura de aquel anciano que caminaba apoyándose en un bastón. En un lugar lo apedrearon por creerlo extranjero. Y el dios creador cedió a la furia; echó fuego sobre las rocas. La gente, temiendo morir, suplicó perdón. Viracocha rectificó benignamente. En el Cuzco le erigieron un templo. El dios partió hacia el norte donde se despidió de su pueblo. Y se adentró en el océano Pacífico caminando sobre las aguas.

Más tarde, en  1525, apareció el hombre blanco, alineado entre las huestes de Pizarro. Y por los caminos del imperio corrió en los pies de los chasquis una noticia terrible:

-Viracocha ha vuelto.

Empezaba el fin. Y se hacía anunciar otro comienzo.