LUIS SEXTO, EL AZÚCAR Y EL DINOSAURIO
Por Enrique Milanés León
Como Juan Preciado, que un día, según Rulfo, se fue a Comala buscando a su padre —«un tal Pedro Páramo»—, Luis Sexto suele viajar por su Isla buscando un central. Ingenioso como es, decidió sumarnos a todos al periplo colocando en el catálogo de la editorial Pablo, de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), su último libro: La aparente cordura de las cosas, en el que se enfrasca en salvar disímiles voces de bateyes azucareros antes de que la brisa se las lleve, como hizo con extintas chimeneas.
El autor, Premio Nacional de Periodismo José Martí por la obra de la vida, acogido a una jubilación también aparente, nos asoma al impacto que tuvo, en la vida de miles, el proceso de restructuración azucarera que obligó a muchos cubanos a realfabetizar sus manos para el ejercicio de nuevas labores desde el momento mismo en que comprendieron que también los gigantes —los centrales, en este caso— pueden caer vencidos en el campo de batalla.
En una ínsula llena de Quijotes tan porfiados como el original, Sexto sigue, desde centrales que conoció de lejos o de cerca, incluyendo algunos donde comenzó como técnico su extensa cuartilla laboral, ese rastro que, cual los viejos molinos de La Mancha, evocan aquí glorias centenarias no menos hidalgas: las del trabajo.
Literatura hecha con la constatación periodística, expone, a partir del perenne preguntar del reportero, historias y trazos de vidas que, aunque pertenecen a uno u otro, alcanzan la verosimilitud requerida para encajar en el paisaje de relaciones vitales de cualquier central. Y como 40 y tantos años de ejercicio periodístico marcan las letras del autor, él no se anda con rodeos para intercalar, en las peripecias de personajes nobles como el guarapo, estampas de la ponzoña que la errada conducción empresarial y/o la mala fe causaron aquí, allá y acullá.
Aunque se corte una rama, queda intacta la raíz. Pese a las bajas de decenas de colosos, somos todavía un país de azúcar, y así como casi todos lamentamos la defunción abrupta de un central, una parte importante de los cubanos tiene familias o afectos a la vera de una chimenea, de modo que los tres personajes principales de La aparente cordura de las cosas —el topógrafo, el periodista y Cuchú Marcos— cuentan cosas interesantes en campo y ciudad.
Luis Sexto recrea el complejo —agrícola e industrial, pero principalmente humano— mundo de estas fábricas. No faltan entonces las desgarraduras del amor, los conflictos laborales, las estampas humorísticas y los matices de honda implicación política en un gremio que ha resumido, como pocos, el nacimiento y avance de una nación que no repite a otra ni deja margen a su réplica.
Los pasajes sobre la nacionalización y la búsqueda de cuadros directivos en tiempos en que cambiaron los nombres en las torres porque cambiaba el país, pueden asumirse como páginas del largo reportaje que es nuestra historia, pero escritas con la sensibilidad de quien siempre ha dicho, en los medios y en las aulas, que en periodismo vale tanto el qué se dice como la manera de hacerlo.
Es este un libro de vistas y entrevistas, de diálogos ásperos y tibios susurros, de interesantes controversias. Entre estas últimas pueden citarse la que la locomotora —en su momento, algo así como la computadora actual— sostuvo con el fotingo que llegara después, el duelo entre la caña y el paisaje, y hasta la manera dispar en que la poesía cubana cantó y lloró a esa novia esmeralda que, a su modo y en sus días, se convirtió en la mayor terrateniente de la Isla.
Mientras cuenta como narrador, en La aparente cordura de las cosas Luis Sexto se cuida del más delicado enemigo que pueda tener un periodista: el azúcar. No compuso un texto almibarado porque con semejante recurso mal podría enhebrar la fina aguja que se necesita para tejer historias humanas de un mundo que a menudo —prensa «de informes» incluida— creímos un mero parte de números.
Así como el sabio cubano Álvaro Reynoso decía que «el azúcar se hace en el campo», Sexto sabe que su historia y su literatura también nos invita, desde un batey cualquiera —¿será Comala?—, a encarar con valentía una angustia contraria a la de Augusto Monterroso. Porque cuando muchos despertaron, el central, ese dinosaurio criollo, ya no estaba allí.
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