EL TRISTE ENCANTO
Luis Sexto
Un dicho –entre tantos- se cuelga de los labios de la mayoría: no es fácil. Así decimos y repetimos cuando comentamos una tarea o nos quejamos de una carga. No es fácil. Tampoco es fácil erradicar la influencia del facilismo. Se pega hasta con las uñas a las paredes ahuecadas de ciertas actitudes.
Contra el facilismo no existe todavía una vacuna. Ni creo que nadie pueda sintetizarla en la probeta de la conducta social. Es, más bien, una tendencia de la naturaleza humana. Con sus actos y hechos legítimos, claro. El lema del olimpismo –más rápido, más alto, más fuerte- ha regido la historia humana. Porque el hombre ha desafiado la física, la química, la geografía, el cosmos, con el fin de que todo sea más fácil, más cómodo, más veloz, más duradero. ¿Quién se opone?
Convengamos en que el apego a la facilidad recala en el facilismo cuando sus resultados implican, la esquiva, el desvío, el retroceso. La chapucería, en suma. Es, desde luego, más fácil prohibir que mantener el orden, gritar que acercarnos para que nos oigan, prejuzgar que comprender, limpiar los cañaverales con machete que con guataca...
Cierta vez, hace rato, me retuvieron una carta en la zona postal. No me la entregaban; tampoco me avisaban. El corresponsal me llamó por teléfono para comunicarme que me había escrito. Y fui al correo. Había un número erróneo en el sobre. Pero lo demás –incluso el nombre del edificio- estaba correcto. Un cartero inteligente, con deseos de servir, de ejercer su oficio con rigor, hubiera resuelto el enigma: si el 348 no radicaba en el tramo fijado por las entrecalles, podía haber preguntado por el nombre del destinatario. Mas, lo más fácil apuntaba hacia la retención de la carta o su devolución al punto de origen.
Meditando sobre este asunto, he comprendido que el facilismo abunda en las significativas insignificancias de la cotidianidad. Ante el peligro de la patria, o la misión política relevante, el cubano acomete la faena sin reparar en el costo de energía o de sangre. Es virtud de nuestro pueblo. Con ella afronta el asedio y la calamidad. Resiste. Posee una superlativa dosis de estoicismo; sin ella le hubiera sido imposible ganar la independencia y la liberación casi desnudo, casi descalzo, casi comiendo mangos en la manigua y malanga en la Sierra Maestra.
Pero los momentos épicos no son los que más abundan. La historia de las sociedades se forma primordialmente en la monótona, callada y constante faena del trabajo. El éxito se encuentra en realizarla como si fuera la aventura de un caballero andante, redentor de doncellas cautivas, o como la misión de un comando de la libertad en la retaguardia del opresor.
El facilismo carece de mérito. Lo demasiado cómodo corrompe aunque cultivemos calabazas, repartamos cartas o distribuyamos plátanos. También carece de perspectivas. Su destino está prefijado: la ruina. Y terminará desmoronándose con la obra donde se concretó. Y bajo los escombros enterrará a sus ejecutores, o el prestigio de sus ejecutores, que es igual.
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