¿BOMBARDEROS, VEHÍCULOS DE DIOS?
Por Luis Sexto
A qué dios rezó Anthony Blair antes de empujar a Gran Bretaña hacia la alcantarilla sangrienta de Irak acompañando a los Estados Unidos, y a cuál oró el primer ministro que lo ha reemplazado para alinearse en las escuadras de la OTAN que bombardearon humanitariamente a Libia, para salvar de la muerte probable a civiles sin nombre con la muerte cierta de otros civiles. Y a cuál dios levantó sus ojos George W. Bush antes de legitimar los ficticios pretextos de la guerra contra el primitivo asiento del Paraíso Terrenal. Y a cuál consultó Obama antes de ofrecer una recompensa enorme por Gadafi vivo o muerto, y cuál es el dios de Sarkozy o de Berlusconi, inscritos ambos en la destrucción de Libia.
Todos estos jerarcas alguna vez han confesado y podrían ahora aceptar, que han pedido al Cielo inspiración o se han sentido inspirados, como buscando la justificación ética ante hechos que por las secuela de víctimas y ruinas y por los orígenes geopolíticos fraudulentos, les pueden desgastar su reputación y sus pretendidos derechos como hombres de Estado, como líderes de los países más poderosos de Occidente. Y en algún momento convertir sus memorias en un cuento de malabaristas o en una pesadilla.
Tal vez haya que estar de acuerdo en que el Hombre a veces hace a Dios a su medida: lo rebaja, lo minimiza, lo pone a liderar los intereses y las causas que escuecen y movilizan a los individuos de nuestra especie. En el decurso de la historia, naciones repletas de ambiciones coloniales se acometieron mutuamente en nombre de Dios. Y en estos días Lo hemos visto trocado en un plato de alta cocina bélica: bajo o alto de sal, frito o asado, a la norteamericana o a la inglesa, incluso a la francesa e italiana, interviniendo allí donde los problemas internos de repúblicas y reinos deben ser resueltos internamente, salvo que la derrota de una de las partes convenga a los intereses económicos de los Goliath del presente. ¿Es acaso ofensivo decir que la cueva de ladrones que una vez fue el templo de Jerusalén se ha extendido al mundo de los países poderosos?
Dios, entre otros atributos, parece ser tolerante. Permite que Lo intenten confundir. Aceptemos esta evidencia: el Dios de unos no puede ser igual al Dios de otros. He querido meditar en el asunto desde el reducto íntimo, intransferible de la fe. Y he concluido que, en efecto, un creyente convierte por momentos a Dios en un fetiche. Ciertos teólogos enseñan que a Él no se le puede pedir nada que “sea inferior a Él mismo”, y mucho menos algo que se oponga a su esencia. Y es así cuando Dios, en vez de una presencia objetiva en la conciencia del creyente, se transforma en una ilusión, en un mágico accesorio.
Eso es lo sabido. Y hemos de sostenerlo considerando que la contradicción parece ser una de las fuentes de la verdad de Dios. Pero más difícil de interpretar que las paradojas divinas, es el silencio de Dios. El silencio de los hombres -conspiración que oculta, anula- posee una contabilidad inexorable; llegada a su cuenta definitiva, nada permanece detrás del sol. La epifanía de la verdad negada por los hombres, o por ciertos hombres, se revela en una explosión vindicadora, un desajuste de las paredes entre las cuales pervivió la deshonra. Nerón, Napoleón, Hitler, Stalin, Franco, Pinochet, Sharon, Olmet... ¿Quién más? Bush, Blair, Cameron, Obama. Ah, Obama. Cuánta ingenuidad en aquellos que, dentro de los Estados Unidos y también en el exterior, concibieron una diferencia entre un presidente blanco y uno de origen afroamericano. Si la perversidad distingue al racismo al intentar establecer una diferencia a favor del blanco, la ingenuidad caracteriza a los que puedan creer que un presidente negro puede ser mejor que uno blanco, al menos en los Estados Unidos. Es cierto que el negro ha sido víctima de siglos de crueldad y discriminación. Pero, racional y naturalmente,, el color nada significa en lo físico, ni en lo intelectual ni en lo moral. Obama, negro, ha actuado como actuó su predecesor blanco en la Casa Blanca. Ambos, aparte de la natural diferencia en la carga de melanina de su piel, se han comportado como instrumentos de los intereses imperialistas de su país. No fueron elegidos para hacer justicia al pobre, para defender la paz del planeta, sino para preservar la hegemonía norteamericana, a costa de la destrucción y la muerte de los que estorban “el destino manifiesto” de los Estados Unidos de Norteamérica, esa Norteamérica la hermosa, que dijera Mary Mac Carthy, y cuya verdadera faz consiste en las escotillas abiertas de los bombarderos no tripulados.
Hay más, desde luego; más nombres que renombran etapas tenebrosas de la historia de ayer y de hoy, invocando o negando a Dios, pero convertidos en enemigos del Hombre, envueltos entre cortinas impenetrables y que, como la del templo de Jerusalén, se rasgarán un viernes santo de la ira del pueblo. Comte y luego Stuar Mill y Nieztche han hablado del culto a la Humanidad, de una religión del Hombre. El cristianismo es también eso: una religión del Hombre. O qué es, si no, el mandamiento del amor, ese amar incluso a tus enemigos, ese mandato que está por encima de ideologías, partido, talentos, profesiones, riquezas. Jesús pregunta en una parábola: ¿quien fue el prójimo del viajero robado y herido: los que pasaron junto a él esquivándolo o el samaritano –ese apestado de entonces- que lo curó y lo llevó a posada segura y pagó los gastos? Ahí está la definición, la imagen focal de la religión del Hombre que parte de Dios -de la “idea del Bien” según el cubano José Martí- y llega a la Humanidad. Qué pintor nos la coloreará con la misma sutiliza de Leonardo en su enigmática Monna Lisa. El samaritano inclinado sobre el hombre atacado. ¿Podrá expresarse la llamada religión del Hombre con trazos superiores?
Ante quienes invocan a Dios pidiendo luz antes de acometer la matanza; ante quienes claman asistencia celestial para defender intereses terrenos de orgías petroleras, o de geopolítica imperial, el cristiano –sea católico-romano, protestante tardío, episcopal o mezclado en la New Age- no ha de permitir que lo confundan. Ya el Dios del Antiguo Testamento no promete, a pueblos mesiánicos, tierras ocupadas por otros pueblos. Ya no pide sacrificios de sangre. Ni considera justo el ojo por ojo, ni la esclavitud del hermano, incluso del enemigo, ni el apedreamiento de la adúltera. ¿Alguna vez verdaderamente los pidió, o legitimo esas reglas mechadas de odio y venganza? La Biblia narra una escena que parece desmentir a ese Dios terrible del judaísmo más acérrimo. Cuando Yahvé exigió a Abraham el sacrificio de Isaac, su único, añorado hijo de la vejez, y el patriarca obedeció por fe y confianza en el Altísimo, Dios no permitió que el anciano asestara la puñalada sobre el cuerpo del joven antes de calcinarlo en la pira del sacrificio. Detuvo la mano temblorosa del padre según la sangre. No podía ser posible que Dios pidiera una ofrenda que iba contra su designio de amor.
Por ello, juzgando la religiosidad que a veces se introduce en la mala política para justificarla, habrá que aceptar, en cualquier circunstancia, que Dios en vez de alentar, condonar, las decisiones de Bush y Blair, de Obama y Sarkozy, y otros personajillos de la ambición y la rapiña, las condena, porque van contra Él. Estas cabezas hoy visibles no rezan al mismo Dios en el que creen los cristianos, o los no cristianos. Quizás crean en un idolillo de oro, rey en un reino de zapatillas, aire acondicionado, cadillacs y cocaína.
2 comentarios
Luis Sexto -
Demetrio Peralta -
Mi apreciado Luis, el dólar dice claramente "en dios confiamos", esta claro y manifiesta la complicidad entre ambas. Y todo el mundo sabe que dios es capitalista y su bebida preferida es la Coca-Cola (chiste de Alberto Cortes).