POR QUÉ SUENAN LAS CAMPANAS
Por Luis Sexto
…Esta vez no tocan a muerto ni llaman a misa. Son campanas pequeñas y opacas que las gargantas de la sierra tragan y devuelven amplificadas anunciando el paso de un arria.
Las escuchamos ahora. Bajábamos de San Lorenzo donde habíamos saludado la memoria de Carlos Manuel de Céspedes en el mismo sitio en que una descarga española lo arrastró hacia una tupida hondonada.
La caravana aparece. Mulos y mulero marchan lentamente, con las cabezas gachas. Semejan, a lo lejos, una presencia fantasmal y remota cuando cables y caminos trasladan a las montañas las voces y las luces de la ciudad.
Fueron en una época la ruptura musical de la soledad y la monotonía. Al oírlos a la imprevisible distancia de las alturas, el corazón del serrano dejaba de latir aislado. El arriero llevaba allí el alimento y la medicina raros en aquel medio de tantas insolvencias; el ensueño de un perfume fugaz. Y trasladaba de la costa o del llano la noticia, el eco, el recado de una civilización menos precaria…
El saludo ronco de Leovilde Mora disipa el humo de postal novelesca que creímos ver aplastada por la sombra de picos y árboles. Es un hombre real y actual. Sus mulos no trasportan mercancías como veinte años antes. Ahora cargan posturas de cafeto. El país, que se ha propuesto completar la renovación de la más inhóspita cota de las montañas, lo llamó para que con sus bestias lleve las plantas del café a las áreas de cultivo. Porque –lo recalcará Leovilde- el mulo sube hasta donde la naturaleza ha prohibido a la máquina que ascienda.
El arriero sonríe como mordiendo la libertad de sus labios. La timidez lo enrosca sobre su montura cuando los desconocidos se le acercan, lo retratan y apuntan cuanto él dice con la misma lentitud de sus travesías en la sierra. Las palabras se le escurren; las busca; titubea…
Leovilde ha sido siempre un hombre de breve decir. Durante muchos años cabalgó solo por pendientes y derriscaderos de la Sierra Maestra. Repetía de vez en cuando frases cortas para azuzar a un animal rezagado o para distraer el silencio del monte mientras consumía las ocho horas entre Chivirico y La Tabla. ¡Chiquitica, carajo, parece que estás hoy enamoráaa! –rezaba Leovilde en un cantadito familiar a sus animales.
Los mulos permanecen impasibles a orillas del amino. Sus caras, marcadas por la ternura heredada del asno, mueven a confiar en esos híbridos. ¡Cuidado! El arriero advierte que la nobleza del burro se contaminó de brusquedad al mezclarse con la índole bronca del caballo. El mulo es una combinación de negativo y positivo, aunque las leyendas han impuesto como definitorios los defectos de esa raza que, según la fábula, fue privada de la maternidad por egoísta e insociable.
Leovilde los conoce. Desde los 13 años de edad, y ya cumplió 45, trajina con mulos. Y sabe de sus resabios y marrullerías. Es una bestia peligrosa. Siempre está velando al arriero como si esperara el momento para desquitarse de toda la carga que el hombre le echa encima. Una patada puede sorprenderlo si descuida la política de exquisiteces exigida por el mulo.
Los mima; les pasa la mano; les habla dulcemente cuando se le acerca para colocarles los arreos o acomodarles la carga. Así se enteran que es él. Y los quiere, porque el mulo es casi igual que un cristiano. Si perdiera uno… tendría que conformarse, pero él ha visto a arrieros llorar a un mulo muerto. ¿Entonces son malos o es fama injusta? Y Leovilde baja la cabeza y queda en silencio, sin saber qué decir, como negándose a comprometerse con una opinión sobre seres tan cercanos y propios.
Lo bueno predomina en la doble raíz de ese bruto intransferible, incapaz de reproducirse por haber concebido contra el orden de las especies. Del asno, o el burro, pollino, rucio, el mulo obtuvo la capacidad de resistir pesos y distancias en terrenos picados como vidrios o llenos de vueltas como el caracol. El caballo le trasmitió la agilidad.
El arriero ignora qué cuentan los papeles. Él solo ha leído en la experiencia, y sabe que el mulo es más útil en las montañas que sus progenitores. Las patas del mulo se fijan como con cemento a la tierra o a la piedra, Si se cayera o resbalara sería porque el mundo se va a acabar. Ah, pero si se para no lo obligue a seguir caminando. Déjelo que él cambie la ruta; ha visto lo que el arriero no puede ver: un peligro. Si lo fuerza, se cae. De noche sus ojos son como, como…
-Linternas.
-Sí, como linternas.
-¿Por qué usa las campanitas?
-¿Los cencerros? Con ellos marchan mejor. Si van amarrados, cuando el guía se pone en camino, los de atrás se alertan, saben que los va a halar.
Cada cencerro tiene un sonido distinto. Uno para el guía; otro para el entreguía; otro para el tercio, el cuarto y así hasta llegar al pie, que es el último animal del arria. Si alguno se extravía, el arriero lo identifica por la campanita.
En el primer viaje se aprenden el camino nuevo. En ese recorrido sí hay que rebatiarlos. Después, no. El refrán que dice que el mulo cargado coge el camino solo, es cierto.
Cuánto tendrá de saber un arriero. Arriero, arriero de verdad es el que le hace todo al mulo: fabrica su aparejo, la cincha, el cinchón, la jáquima, el bozal, y lo saber retoar, eso que otros dicen arreglar; sabe también herrarlo, no permite que el lomo se le pele; lo alimenta bien para que, por lo menos, sirva hasta los 30 años.
Es mucho. Pero hace falta sobre todo que el arriero sea honrado para cuidar y respetar la mercancía que le encargan.
Se levanta. Ha permanecido sentado sobre una roca. Mediana estatura; piel mulata. En el zapato derecho puntea la estrella de una espuela. El sombrero de yarey acusa la humedad de varios aguaceros.
Leovide monta sobre su bestia. Nos mira y luego indica para arriba con la cabeza. Ni sus mulos ni él nos quedarán sin trabajo. Para subir allí habría que desbaratar la loma y eso no se puede. Solo con mulos… Pincha el vientre del animal. Y poco a poco se empieza a oír una sinfonía metálica cuyo eco concluirá loma arriba anunciando el paso cansino de un arria.
Din don, din don. Allá van Pajarito, Clarita, Moreno, Clavel y Esperanza. Din don, din don…
0 comentarios