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PATRIA Y HUMANIDAD

EL CEMENTERIO DE LOS AMERICANOS

EL CEMENTERIO DE LOS AMERICANOS

Por Luis Sexto 

 Hace tres años visité el cementerio de los americanos en la Isla de la Juventud, municipio especial a unos 100 kilómetros al sur de Cuba, en la región occidental.. Y todavía no he podido despegarme de aquella sensación, mezcla de poética fatalidad y de insumisa rebelión contra el destino. Esa tarde no utilicé la libreta de apuntes. ¿Qué hubiera escrito que retuviera con signos vivos, hirientes, mis sentimientos? Y preferí que el rumor de las casuarinas, con sus hojas tan  finas como pelos, grabara en mi recuerdo el melancólico fracaso del silencio y la piedra cuando intentan mantener la vida más allá  del tiempo. 

Los camposantos suelen ser el sitio donde la caducidad de los seres y las cosas se erige en un paisaje inapelablemente definitivo y desolador, a pesar del exceso monumentario que distingue el tributo a los muertos en la cultura latina. Pero los cementerios de origen anglosajón –a veces protestantes por confesión religiosa- son aun más desoladores en su sobriedad: apenas permiten que los difuntos sobresalgan bajo un nombre y una fecha sobre una lápida desnuda.  

Uno, sin embargo, se sorprende al entrar en el de los americanos en la Isla de la Juventud. Espera ruinas y desidia, y halla el ámbito donde no parece que ya nadie va a guardar sus huesos. Los pineros lo conservan limpio, podado, como en plena faena digestiva. Le han puesto linderos a la manigua que acecha, para preservar la precaria memoria de unos 280 colonos allí sepultados. Y se empeñan también en proteger las reliquias de la historia en la isla que Colón llamó La Evangelista y  después nombraron del Tesoro, de los Baños, de Pinos y actualmente de la Juventud. Es lo único, además de un bungalow, sito también en Nueva Gerona, que resta de la presencia norteamericana en Isla de Pinos.  

El primer colono enterrado se llamó  Freeman Cooper, alemán que vino desde los Estados Unidos. Había nacido el 30 de enero de 1866 y después de varios años de trabajo falleció el 30 de noviembre de 1907. Su hijo Frank, norteamericano de nacimiento, administró la necrópolis hasta 1976, cuando regresó a su país. Yacen también allí mister Pierce, presidente de Isle of Pines Company, y mister Mills, dueño de  otra empresa principal.  

A partir de la ocupación militar de Cuba, tras la guerra hispano cubano americana, los colonos empezaron a desembarcar masivamente en Isla de Pinos, en una inmigración que, al igual que en Camagüey y otras provincias, se plantaba  con el propósito de ir esparciendo la anexión. Isla de Pinos, sin embargo, ya parecía anexada. La Enmienda Platt aplazó la definición sobre la soberanía de la segunda isla del archipiélago cubano -prácticamente se la habían apropiado-. Y solo en 1926, por medio del tratado Hay-Quesada, este territorio pasó a la total jurisdicción de Cuba.  

En 1901, Isle of Pines Company compró 21 120 hectáreas  por 120 000 dólares, y más tarde las vendió en lotes diez veces por encima de su precio original. El fraude, más que la fecundidad de la tierra, convirtió a Isla de Pinos en una verdadera Isla del Tesoro para las compañías especuladoras. Sobre ese esquema publicitario –el tesoro oculto y la isla por descubrir-, los promotores de la colonización norteamericana entusiasmaron  a centenares de pioneros que llegaron a poseer más de 2 000 propiedades, incluyendo los principales negocios, y fundaron pueblos norteamericanizados como Columbia,  Mc Kinley, San Pedro, Santa Bárbara, Los almácigos y San Francisco de las Piedras. Hacia 1913 residían allí más de 1 600 estadounidenses. Casi tantos como los pineros. 

Estos datos, que quiebran con la rigidez de los hechos la emotividad romántica de mi crónica, me los cedió después el historiador Juan Colina. Porque esa tarde en aquel ámbito donde el tiempo no existe, nada anoté. Bécquer esparcía las hojas de otoño de sus rimas, Thomas Gray hacía sonar las esquilas de sus elegías... La experiencia hoy puede parecer patética. Ridícula incluso. Pero cualquier opinión no cambia la certeza de que la soledad y el olvido tienen nombres. Nombres inertes cuyo destino fue quedarse solos, sepultados en la vacuidad del dinero y el poder.   

 

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