LA CRÓNICA: SONRISA DE PRIMERA PLANA
La crónica se escabulle de las definiciones precisas o absolutas. Y no es raro. Suele ocurrir que cuando uno se introduce en la teoría de los géneros periodísticos, se percata de que no existe ciencia menos exacta. Aunque hay patrones universalmente aceptados, ciertos países, ciertas culturas, mantienen criterios originales, propios, sobre la forma periodística, como en Bolivia donde la crónica es un relato noticioso escrito en orden cronológico. Y en lo individual es trabajoso encontrar dos teóricos que coincidan en una definición, o dos periodistas que tenga de consuno un juicio sobre la fórmula que utilizarán para reflejar un suceso o una idea.
Tras dos siglos de evolución acelerada, la técnica del periodismo se afinca hoy sobre una dilatada área de libertad personal, cuya certeza se confirma con la eficacia comunicativa.
Un texto puede mezclar moldes o quebrantar usos, pero si acierta en la conquista cotidiana del lector –faena inexcusable de la prensa- es legítimo, válido, aunque disguste a los custodios de la ortodoxia que habitan en las redacciones, a veces, lamentablemente, como salvaguardas de la mediocridad.
Pero cuanto digo es también relativo, al menos para mis colegas. Y paso a centrarme en el objeto de estas líneas. ¿Qué es la crónica? Por lo que la práctica me ha revelado, y por lo que he pulsado en otros autores, estamos acordes en que es entre nosotros un relato más o menos de actualidad donde predomina el principio de la emoción, en oposición al reportaje que se rige por el principio de la acción. Quizás por tal característica, quienes separan herméticamente sin mucha razón a periodismo y literatura, ubican la crónica en esta última, porque la subjetividad del cronista permea el estilo de modo que parezca, por sus matices estéticos, una especie de poema en prosa.
Por esa misma cualidad estilística, entre el estilo de la crónica y el del ridículo se transita por un trillo muy escueto. Por momentos caemos en confusión, y estimamos que crónica son tres o cuatro párrafos cargados de palomas blancas en un cielo azul. Esto es, la vaciedad conceptual pretendidamente sustituida por un lenguaje almibarado.
Tal vez las carencias de espacio –en particular en Cuba donde los periódicos son muy breves- no permitan el brillo de cuantos poseen el filo para la crónica, que no es género para todos, sino para aquellos dotados del registro sensible que exige esa amena visión de la vida. Ya discutiremos en algún festival o taller que la especialización en el periodismo tendrá que ser también genérica. Porque en el terreno del talento y la capacidad no todos podemos hacer de todo. Habrá que escribir en la cuerda que cada uno de nosotros haga cimbrear con más armonía y eficacia. La crónica, sin embargo, ha sido tradicional en la prensa cubana en particular y en los medios latinoamericanos. Señoreó en parte de los dos últimos siglos, discurriendo por los criterios formales que en el ámbito periodístico impuso el modernismo literario. Además de José Martí, cronista cuya repercusión influyó en la literatura y el periodismo de Hispanoamérica, el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera empezó a legarnos esos textos aparentemente baladíes que se acercan a la gente y las cosas con una mirada amable y que en México han encontrado varias generaciones de relevo, algunos de cuyos cultores son, o han sido, Luis G. Urbina, José Alvarado, Renato Leduc, Alfonso Junco, José Revueltas, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, y muchos más. En Cuba, Julián del Casal, Justo de Lara, Enrique José Varona y Emilio Bobadilla, a finales del XIX y principios del XX; y más adelante Miguel Ángel Limia, Rubén Martínez Villena, Pablo de la Torriente, Ruy de Lugo Viñas, Aldo Baroni, Armando Leyva, Andrés Núñez Olano, Raúl Roa, Nicolás Guillén, suavizaron con la brisa de sus crónicas el áspero plomo de la prensa de entonces.
Hoy entre nosotros podemos citar a Rolando Pérez Betancourt, Lisandro Otero, Jaime Sarusky, José Aurelio Paz, José Alejandro Rodríguez, Rosa Miriam Elizalde, Guillermo Cabrera, Ciro Bianchi, Jorge Garrido, Francisco G. Navarro, Rodolfo Santovenia, Joaquín Ortega, Eduardo Montes de Oca, Michel Contreras. En todos uno degusta el sabor emotivo, lírico, de la palabra y confirma el propósito de convertir la crónica en la sonrisa de primera plana que dijo Miguel Ángel de la Torre, otro de los clásicos cuyas mejores páginas recogió Elías Entralgo para rescatarlas del olvido. Y leerlas valdría por todo cuanto ya sería capaz de añadir y que ya no es mucho.
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