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PATRIA Y HUMANIDAD

Pensamiento

DOGMA VS HEREJÍA

DOGMA VS HEREJÍA

 Luis Sexto - @Sexto_Luis

  Ideas más allá de las religiones

Es, ha sido vocación inclaudicable del hombre la de actuar en contra de cuanto pretenda ser definitivo, inexorable, o le limite el pensamiento, el criterio racional, de modo que la historia de las doctrinas políticas y religiosas podría ser también la historia de la lucha entre el dogma y la herejía. Donde se plantó la cuadriculada y hermética aspiración de constituir una verdad inapelable, se irguió la heterodoxia para destapar cajas, demoler muros, deshollinar gavetas, aunque más adelante el heresiarca de hoy se convirtiera en el dogmático de mañana.

  Fue contradictoriamente un religioso, un jerarca eclesiástico, pero a la vez un filósofo el  que legitimó la herejía y a los herejes. Conocido es el apotegma de San Agustín en que el autor de la Ciudad de Dios y de unas Confesiones en plenitud de debilidad humana, reconoce el necesario papel regulador de los herejes: “Oportet enim heresses esse”.  Esto es, el hereje opera como una rendija a través de la cual  se filtra la prueba que afianza y perfecciona el dogma. Desde luego, el obispo de Hipona cocinó la idea para servirla en su mesa. No obstante, partiendo del criterio agustino de la necesaria y plausible heterodoxia, podemos emprender una aventura hacia lo profundo del dogma y sus paradojas.

   Un escritor y periodista católico –periodista que punza, no complace-  escribió,  a fines del siglo XX, que “siempre que el hombre expone lo que ha hecho el hombre, da un juicio implícito sobre los hechos, aunque solo sea por sus omisiones o sus silencios”.  Hasta aquí  el francés Jean Guitton parece estar de acuerdo con casi todo el pensamiento de su época. Pero enseguida adopta una posición antidogmática: “Lo que a mi modo de ver lo deshonraría sería dar a entender que tiene la objetividad de un aparato, o que todo historiador debería interpretar  los hechos de la misma manera.” Y más adelante, establece que “la fuente de todas las herejías está en concebir el acuerdo de dos verdades opuestas y creer que son incompatibles”.

   Deduzco, pues, que el origen de las herejías se enraíza en la rigidez de la ortodoxia. La ortodoxia  -el pensar apegado al dogma- no ha aprendido a utilizar la flexibilización como una de las fórmulas de su invulnerabilidad y, por tanto, de la perdurabilidad de las verdades que se estiman correctas. Dogma es palabra de origen griego que, teniendo una prosapia limpia, ha venido ensuciándose en su actitud irremovible e intransigente de “cosa acabada, terminada definitivamente”, que eso significa “dokein” cuando se une a un pronombre personal, yo, por ejemplo, he acabado.

   El dogma carece de recursos. La razón no le es afín. Incluso el dogma la rechaza con un “odio lúcido”, y es lúcido porque posiblemente  los dogmas intuyan que su caída depende, en primordial medida, de la crítica. ¿De que se sirven aquellos para apuntalar su inaccesibilidad al debate y al cuestionamiento? En la autoridad. En el poder de cuantos lo establecen, imponen y sostienen. Ha sido, así,  adoptado por el autoritarismo como el garante de su poder incuestionable.

   Focalizado en el plano de la religiosidad, quizás sea ahora menos dañino, aunque en una época atizó la candela bajo los pies de cuantos pretendieron removerlo o modificarlo. Y ocurrió así determinado por los vínculos e intereses comunes del poder político y las jerarquías eclesiales. Porque, cuando el dogma pasa a la política como instrumento, como piedra fundamental, comienzan los riesgos para los grupos, sociedades y Estados que lo organizan y ubican sobre un pedestal ideológico. Una de los problemas del llamado socialismo del siglo XX, el también nombrado real, fue la aplicación dogmática del marxismo. De guía para la acción, se transformó en “señor feudal” de la acción. Un rápido paneo por sobre la historia de las sociedades socialistas europeas, nos abastecería de actos tan irracionales que podrían añadir un nuevo volumen a la Historia de la estupidez humana, del húngaro Paul Tabori. El dogma, por insuficiencias reflexivas, es incapaz de detectar las contradicciones que se generan en su nombre. Y con estas, sobreviene la parálisis. Y con la parálisis, el lento deterioro de las sociedades dirigidas por el dogma filosóficamente político, que es el me parece más actual y peligroso. El religioso ofrece, en estos tiempos modernos, la libertad de creer o no creer. Y nada pasa por norma, al menos en las sociedades occidentales.

   Pero en la política, la cerca que bordea al dogma está vidriada con picos y fondos de botellas: se hiere quien los toque. La discusión, la discrepancia, la crítica se proscriben o se toleran entre condicionamientos. Y con ello el dogma se priva de su principal aliado: los herejes. Porque los herejes anticipan con sus audacias y temeridades la verdad más completa, que ha de sobrevenir en los días próximos. Al fin llega, pero nadie reivindica a sus gestores, porque se ha de pagar el precio por anticiparse. Pagarlo, asumiendo el descrédito del revisionista o del inoportuno.

En las izquierdas, a pesar de la experiencia del socialismo europeo, de tan claras moralejas acerca del destino de los cerrojos y las mordazas, y en las derechas, no obstante los fracasos de ciertas “verdades inconmovibles”  que prometen un “estado de bienestar general”,  aún subsiste  el dogmatismo.  Es un hábito cómodo. Significa decidir en las cúpulas sin el esfuerzo que implica el debate. Y a veces, para cancelar el exceso de presión, apelan a la unidad del grupo, del partido, de la sociedad. Pero, a mi modo de ver, en la unidad propugnada por el dogmatismo no cabe la diversidad. Exige la unidad de los unánimes. Porque los dogmas no distinguen entre la necesidad y los fines, entre el derecho y la intención, entre la opinión y la oposición, la sugerencia y la impertinencia. Y por ello favorecen  el desarrollo tentacular de la doble moral y sus normas éticas encapsuladas en apariencias sin esencias. Pero la unanimidad, reducida tan solo a levantar la mano,  alguna vez empezará por resquebrajarse en nombre de los mismos derechos que el dogma  reconoce –en apariencias- defender y garantizar: la libertad y la razón.

   Parece escabroso comprender que la unidad política excluye la imposición de dogmas. Porque la unidad política se formula y reformula constantemente en torno de un programa, jamás alrededor de las abstracciones de una cosmovisión. Y su agente principal consiste en el esfuerzo de hombres libres que alcen la mano para… opinar, debatir, cuestionar sobre todo cuanto ayude a que la diversidad fortalezca la unidad. Y que debatan y opinen como herejes necesarios que impidan la dogmatización de las ideas y la burocratización de las acciones.

Ah, sí. Dogma y burocracia son afines. Como el maniquí y su vestido.

POLITICA, ÉTICA Y DESPOLITIZACIÓN

POLITICA, ÉTICA  Y DESPOLITIZACIÓN

Luis Sexto

 

Al pretender escribir de política habría que empezar por definirla. ¿Qué es? Un término sumamente polisémico. En la historia de la filosofía hay diversas definiciones: entre otras, una se refiere a la teoría del Estado; aquella  a la del derecho y a la moral según Aristóteles; y esta se relaciona con el arte y ciencia de gobernar, que comparto porque es la que nos corresponde en este artículo.

 

La vanguardia política y la superestructura del poder podrían estar preocupados por fortalecer al Estado, para convertirlo en el “estado fuerza”, como teorizó Maquiavelo, mediante la politización, con base filosófica, de la ciudadanía. Pero al ciudadano común le interesa más la política aplicada, arte y ciencia de gobernar, que debe facilitar  el vivir  en una sociedad ordenada, y proveer, en justicia,  los medios  fundamentales de existencia.

 

Por otro costado, el término politización tiene también un significado peyorativo. Con frecuencia escuchamos: “En Cuba la politización es excesiva”. ¿Y en qué país del planeta  el ciudadano no se despierta y se duerme con mensajes en diversos dialectos políticos, como los anuncios comerciales o electorales, o los editoriales de los medios a favor de una injerencia militar, o justificativos de tal compromiso entre partidos?  Pero, ciñéndonos a Cuba, la excesiva politización puede tener su correlato en una despolitización que trata de equilibrar los excesos, trazando un círculo vicioso: te politizo porque te despolitizas, o me despolitizo porque me politizas hasta abrumarme.

A menudo, la política socialista ha recaído en la ritualidad; es decir, ciertos actos se ejecutan porque componen un imperativo, sin que tengan una explicación o una formulación que permita a los ciudadanos asimilarlos conscientemente. Y ello condiciona cierta despolitización, cierto desentendimiento de índole defensiva  ante el predominio de un mayor interés por fortalecer el Estado, y preservar incólume la capacidad decisoria y la invulnerabilidad de sus ministros, que por  exigir y proyectar  el arte y la ciencia del buen gobierno.

 

El interés de proteger al Estado de cualquier aparente debilidad ha servido, por momentos,  como comodín para justificar la insuficiencia,  o aplicar un impolítico, y por tanto más expedito,  ahorro del ejercicio de la política. Por ejemplo, en una intervención de un alto funcionario gubernamental ante el plenario de la Asamblea Nacional, en el primer semestre de 2015, entre otras informaciones, dijo –cito las ideas y no las palabras- que nadie espere que como consecuencia de la inminente unificación monetaria, bajen los precios: serán los mismos de hoy.  El pueblo, en mayoría, ante esa formulación inapelable, demandará: ¿Dígannos,  para qué cambiamos? 

 

A pesar de que no lo vimos esclarecerla políticamente en la TV, y no sabe este periodistas si la esclareció ante los diputados, está clara la verdad del alto funcionario. Por tanto, lo que hoy cuesta 2.00 CUC en una tienda donde se venda en esa  moneda fuerte, el precio de un mañana previsto, pero sin día fijo, equivaldrá a 50.00 CUP,  la única moneda vigente, pero sin la fuerza del que será cualquier día el “extinto peso convertible”. Uno comprende el fundamento económico financiero de la medida. Mas, lo más espinoso de aceptar es el tono y el hermetismo de una decisión, técnicamente justa y necesaria, aunque sin explicaciones comprensibles que favorecieran entenderla y, sobre todo, comprenderla por la población. Esto es, el alto funcionario gubernamental usó términos  desde una posición extraña a la política. Si al menos hubiese explicado que si se bajaran los precios, a causa de una sobrevaloración artificial del CUP, se trastornaría la relación ente oferta y demanda dentro de circunstancias en que la producción e importación de bienes de consumo se somete a las  irregularidades e insuficiencias y deficiencias de la economía cubana. Dicho esto, el ciudadano, en su parecer práctico, podría entender que la situación se mordería la cola, es decir, con una sola moneda giraría alrededor del mismo problema.

Desde luego, tanto los diputados como al pueblo, mucho más que conocer una decisión técnica, urgen de la legitimación política de lo decidido. Esto es, de la explicación de por qué, aunque no lo parezca, el cambio monetario condicionará favorablemente la evolución de la economía, aunque  no de inmediato.

 

Ante determinaciones autoritarias que niegan el ejercicio del buen gobierno, o de renuencias  impopulares  a explicar, mediante el uso racional de la política, los propósitos de una línea de administración o gobierno, el  ciudadano, como el hijo ante una absurda prohibición paterna, optará posiblemente por el bajo rendimiento, la indiferencia, o el descomprometimiento, y derivará incluso en delincuencia u oposición. El ciudadano, al no comprender, experimentará una pérdida de fe, o una reducción de sus esperanzas de resolver carencias y satisfacer apetencias. Y experimentará la falsa conciencia de ser “la última carta de la baraja”, o de que ser cubano es un delito en Cuba, como ha expuesto en la web cierto comentario, de poco equilibrio y con argumentos anecdóticos.

 

Ahondemos, y comprobemos racionalmente que en cierto momento la despolitización es el nombre de una politización a contrapelo de la  política vigente. Como diversa es la nación, diversos son también los distintos modos de asumir y entender  la política. Si digo que cierto sector de la juventud rechaza el modo de hacer  política en Cuba, no afirmo que por ello ese conglomerado de jóvenes esté despolitizado, sino que ha experimentado el proceso de manera distinta. Porque adoptar la  indiferencia ante un mensaje o un acuerdo políticos equivale  a asumir una posición política.

 

Si aceptáramos que el valor supremo de la política es la honradez,  la reconocida devaluación ética de nuestra sociedad estaría indicando una despolitización en términos generales. Y si continuamos insistiendo en que las consignas y la vacua y repetitiva fraseología  componen  el mejor modo de unir, de hacer política a favor de los empeños nacionales y socialistas,  malgastaremos el tiempo. Con frecuencia, el discurso a base de automatismos expresivos y de lemas y consignas, deteriora el acto político: nada clarifica, nada propone, nada advierte,  o  encubre, incluso,  con un código de doble moral, las acciones contra la honradez esencial de la política revolucionaria. Como sabemos, algún grupo se ha politizado despegándose de los ideales a favor del socialismo y de una sociedad independiente, justa y próspera. Y consecuentemente  difunden otras propuestas desde  los extremos de la derecha o de  la izquierda.

 

El sujeto político, a la vez objeto de la  política, refleja la vida, las relaciones sociales de diversas maneras; discrimina, elige una cosa por encima de otra. Todo forma parte de la ideología, y también de la política; por ello es casi inevitable, al abjurar de una ideología y de su parte integrante, la política,   albergar otra, que  por lo común suele ser la opuesta.  Mas, no siempre resulta así. Parémonos sobre otro punto de vista. La emigración resulta masivamente en Cuba la solución personal a problemas colectivos. En esa opción hay también una base política. ¿Pero de qué política se trata: de la condicionada por las ideologías, o de la funcional, de la operativa, de la que se expresa en reuniones, en postulados, en rendiciones de cuentas, o de la política que llevamos dentro condicionada por aspiraciones o intenciones de prosperidad personal?  En el emigrante posiblemente rija la política de lo que necesito, espero, y no obtengo. No podemos, pues, emparejarla a la toma de partido del exiliado, perdedor político cuya  revancha va en sus valijas. El emigrante  se marcha, y regresa cuando pueda o estime. El exiliado, en cambio,  lo sostiene el afán de volver  con la nueva política que  nos impondrá cuando él sea parte del poder contrario y vencedor.

Las  relaciones  humanas son igualmente éticas y políticas. Aceptar lo que el otro dice es una actitud política; negarlo también. Como es también una actitud ética escuchar al otro, incluso ponerse en su lugar de modo que sus necesidades e intereses modifiquen nuestras actitudes. Ética y política, si hablamos de la ética y la política de la revolución, se implican mutuamente. Por ello, la política autoritaria y la democracia teledirigida obran contra los principios éticos de la tradición revolucionaria.

 

Y si nuestros valores históricos más firmes provienen del  pasado, incluso de las dos o tres décadas iniciales de la Revolución de 1959, algo positivo alienta en nuestra tradición que aún sus valores de solidaridad, libertad, justicia e independencia continúan ofreciéndose como fundamentos preservadores de la integridad de la nación.  Ahora bien, el país está precisamente cambiando, porque enjuicia a cuanto estorba proveniente del pasado inmediato, incluso del más lejano. En la literatura inaugural de la república intervenida de 1902,  ciertos cubanos hallan páginas con manifestaciones todavía presentes en nuestra sociedad. Por ejemplo, en Generales y doctores. Habría, por tanto, que meditar sobre el conflicto social novelado por Carlos Loveira, y precisar su pervivencia entre nosotros. Pero no blindemos el intelecto en actitud de rechazo. Estudiemos la propuesta. Porque la herencia histórica advierte que la dialéctica no es una asignatura que se aprueba o se suspende en la escuela; es, sencillamente, un método de análisis y dirección que, por su ligadura con la actualidad, tendrá que tener en cuenta el pasado, esto es,  lo que fuimos, para explicar las insuficiencias de lo que somos. Y con ello, hemos de salvaguardar los principios éticos de la Revolución. La ética  servirá  como auxiliar a la política  en su impostergable necesidad de limpiarse de tanta rémora logrera y artificiosa y  mantener  su coherencia programática.

LA LECTURA, UNA MÉDICA Y "LA CELESTINA"

LA LECTURA, UNA MÉDICA Y "LA CELESTINA"

 

Luis Sexto

Cuando leo un libro digital siento tanta frialdad que imagino que estoy pasado de moda, porque, según ciertas opiniones y costumbres,  lo actual es leer sobre cristales. Es decir, leer los ebooks. El libro de papel oye ahora los tambores agoreros de su próxima muerte. Ciertos pensadores, ciertos periodistas, ciertos especialistas no pueden enjuiciar el desarrollo de los medios de comunicación sin decretar la muerte de los que existieron primero. Por lo tanto, como  es el momento de decir: Viva el libro digital, también hay que anunciar la muerte del otro, del que acompaña a la humanidad desde las primeras grandes civilizaciones.

 ¿Pero será cierto? ¿El libro de papel perecerá? Habitualmente, las bolas de cristal confirman con el tiempo que sus pronósticos suelen resultar fallidos. ¿No parece que hay excesiva petulancia en el orbe intelectual o seudointelectual ? Cuando surgió la radio, también se profetizó la desaparición de los periódicos impresos, y cuando llegó la televisión, se cantó la marcha fúnebre por la probable extinción de la radio y los textos impresos. Según discurrieron los años, todo siguió igual; cada medio siguió ocupando su espacio, y el único problema ha residido en que a veces se repiten, porque ciertos realizadores no saben emplear el lenguaje propio de cada uno. Falta creatividad. Hace rato que el periódico debió modificar el encabezamiento tradicional de sus noticias, si ya la radio y la TV las difundieron antes…

 Con respecto a los libros digitales pasará lo mismo: tendrán su espacio, mayoritario quizás, pero los de papel seguirán deshojándose entre nuestras manos. Tienen tantas ventajas. Y se establece tanta familiaridad entre el lector y el libro cuando se palpa, se subraya, se anota, se conserva, se acaricia, y se mira como se observa un cuadro, sin  contar que tal vez leer en papel haga menos daño que leer en una computadora,  o en un un tablet, o tableta, como se suele decir.

 Lo que me parece indiscutible es que nadie se vuelve mejor lector porque se afilie a la última moda. Mal lector lo es cualquiera, lea mediante un papel o a través de un cristal.  Y, por otra parte, los lectores de libros  no parecen abundar, porque el hábito se consolida desde edades tempranas. Es decir,  con los días  y el ejercicio.  Además, justificaciones para no leer sobran. Que me entra sueño. Que los espejuelos ya no me sirven. Que la picazón en los ojos. Que no tengo tiempo… Por ahí, por las rendijas de ese tranque de justificaciones se escurre la lectura. 

Lo más inquietante reside en los costos del editor, y en el costo de los lectores. Sea digital o impreso, el libro lamentablemente es un negocio. Y hoy por hoy sus precios son muy elevados en el mundo. Hace poco, alguien pagó por mí, en Bogota, más de 25 dólares, por ese remedo de fraude, pregonada su venta desde órbitas siderales, titulado Gabo no contado, cuyos textos García Márquez, contador por excelencia de sus propios actos e ideas,  había contado en diversos y numerosos medios. Nada nuevo o distinto leí. Más bien, el valor del volumen está en las fotografías, el diseño y el papel fino. Ojalá alguna vez las sociedades puedan subsidiar la impresión de libros. En Cuba,  país  que insiste en defender su vocación solidaria, de justicia social, tendremos que llegar a la conclusión de que si de verdad queremos que la lectura sea una costumbre, una necesidad de los ciudadanos, tendrá el libro que subsidiarse, adecuarse a las posibilidades domésticas. En una época, ya casi prehistórica,  cada ejemplar en una edición popular del Decamerón costaba unos 50 o 70 centavos…  Ocurría en aquellas jornadas de oro de los 1980 y años anteriores. En Cuba, el precio no reflejaba el costo de impresión, ni la calidad de la obra.  ¡Oh, tiempos! !Oh, costumbres!

Resumiendo: no leer -literatura, historia, ciencia, técnica- implica ser pobres, pobres de una pobreza que nos empobrece dentro, en nuestro reducto espiritual. Puedo, incluso atreverme a decir, como diría un pensador cuyo nombre se me ha extraviado, que quien sólo medicina sabe, ni medicina sabe.  Y  a propósito una médica  me demostró cuánto sirve la lectura literaria al conocimiento especializado.  Después de oír mi padecimiento, dijo: Ese síntoma suyo aparece en La Celestina. Como ustedes saben esa  es una obra del teatro clásico español. Y ya pueden imaginar qué  ojo tan zahorí se agregaba al conocimiento y  las lecturas  específicas de aquella doctora en medicina que me consultó una vez durante mi primera juventud.

NUEVA ARCA DE LA ALIANZA

NUEVA ARCA DE LA ALIANZA

Luis Sexto

Homenaje a Monseñor Oscar Arnulfo Romero, mártir de la fe y la justicia 

La beatificación del obispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero favorece actualizar la idea Fidel Castro sobre la alianza estratégica entre cristianos y marxistas. Las balas que abatieron al arzobispo de San Salvador mientras celebraba la eucaristía, arrastraban en su penetrante velocidad el propósito de ajustarle cuentas al prelado por haber querido que la estrella polar no apuntara al norte sino al sur. Monseñor Romero –san Romero de América según la canonización simbólica proclamada por el obispo Pedro Casaldáliga, y ahora beato* Oscar Anulfo Romero, según ha decretado la Iglesia Católica- es un mártir de la revolución latinoamericana. Un mártir de la fe religiosa, y de la justicia aún pendiente sobre las hambres y frustraciones del pueblo latinoamericano.

Ocho años antes de que la sangre de Romero asesinado se mezclara con la sangre del Cordero sobre el altar del sacrificio de la misa – 24 de marzo de 1980-, Fidel Castro había formulado un principio que trastocaba el dogmatismo prevaleciente en la izquierda al juzgar a la religión y a los hombres de fe o de iglesia, como virtuales enemigos o, al menos, como entes de sospechosa cercanía. Los cristianos son aliados estratégicos –es decir, no de conveniencia provisoria, no “compañeros de viaje”- de los marxistas, y de los revolucionarios en su definición más abarcadora. A mi modo de interpretar la idea del líder cubano, Fidel asumía al concebir y difundir ese enfoque que el cristianismo, por su doctrina, que privilegia a los pobres, y por su ética, cuya máxima potencialidad es entregar hasta lo que no se posee, estaba muy próximo a los ideales de la revolución popular.

¿Existe, como establecía Hegel, una tajante separación entre la ética civil, laica, y la cristiana? Tal vez la respuesta dependa de qué posición se adopte ante el cristianismo. Si juzgamos la doctrina del Evangelio como un hermético código individualista, un mensaje de salvación exclusivamente “personal”, Hegel podría tener razón. Por el contrario, si como sostiene Leonardo Boff, “más que mejorar la expresión religiosa, el cristianismo pretende ayudar a la construcción del hombre nuevo”, el imprescindible filósofo alemán se verá obligado a modificar un tanto su parecer.

Así, pues, la dicotomía, la separación, que no pocos marxistas y revolucionarios han defendido irracionalmente, se reduce a un asunto de opinión. Si los cristianos, y los que no lo son, reconocemos como necesaria una teología de lo político, llegaremos a admitir que esta, al decir del mismo Boff, “procura libertar la comunidad cristiana de la versión intimista y privatizante que se le ha dado al mensaje de Jesús”. Evidentemente, la ética cristiana se fundamenta en la caridad. No, por supuesto, la caridad que sugiere el término inglés carity, y que Arnold Toynbee considera empequeñecido sinónimo de limosna, simple acto individual que tranquiliza conciencias, aunque nada modifica ni transforma en las estructuras sociales de la pobreza. La caridad -caritas latina, agape en su versión griega- es, en cambio, el amor que todo lo sufre y todo lo arriesga por el prójimo, el pueblo. Gratuitamente.

El cristianismo resulta así un camino global para edificar el Reino de Dios, que empieza hoy, aquí, entre nosotros, los vivos, y que muchos no creyentes traducen con la esperanzadora palabra revolución o utopía. Por todo ello, más que alentar una contradicción con la ética civil, laica, la doctrina de Cristo es un referente nutricio de la solidaridad revolucionaria. Una fuerza más para el mejoramiento y la preservación de la dignidad humana. Sin exclusivismos de un lado. Ni discriminación del otro. Porque la unidad política se forja por sobre toda cosmovisión. No consiste en la conjunción de filosofías afines, sino en el concierto de programas y acciones orientados hacia la transformación de la realidad indeseable. La vida y la muerte de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, por tanto, ejemplifican con el acierto irreprochable del martirio la propuesta de Fidel Castro.

Un juicio demasiado suspicaz ha de pensar sensatamente antes de presillar el expediente de reaccionarias o conservadoras con que solemos bautizar pluralmente a las jerarquías eclesiales, incluso a los hombres de fe. Un obispo posee, dentro de la organización romana, autonomía y colegialidad. Y su voz, guía de la iglesia local, adquiere una altitud, una preeminencia que influye en la feligresía, aunque sea obligada a convertirse en una voz que “clama en el desierto”. Y el mérito de Romero trasciende las denuncias de los asesinatos y desafueros de la dictadura salvadoreña, durante sus homilías en la catedral. Se zambulló en lo profundo, en lo más comprometedor de la fe y la signó con un contenido unívoco, sin dicotomías, entre lo escatológico y lo social inmediato. Promovió la lucha por la justicia en su interpretación catequética de los Evangelios: no es cristiano quien salga de la vida y se ubique al margen de la sociedad. Y de los evangelios dedujo su fervor por los pormenores terrenales. “Una verdadera conversión cristiana –sostenía- tiene hoy que descubrir los mecanismos sociales que hacen del obrero y del campesino, personas marginadas. Por qué solo hay ingresos para el pobre y el campesino en la temporada del café y del algodón”.

Ese mezclarse con el mundo y compartir los sufrimientos en el parto de un mundo renovado, no es, naturalmente, lo específico cristiano. Hemos de tenerlo como referencia para comprender al aliado. Lo específico cristiano –según la teología- es la fe en Jesucristo, como Dios que encarnó. Pero cuando la fe cristiana se alarga en un ósculo de universalidad y se encarna como remedio del dolor, valladar del poder abusivo, de la distribución injusta, el cristiano es superior.

Muchos sacerdotes pueden todavía reprochar al padre Camilo Torres su decisión de no celebrar más los sacramentos hasta cuando no reinara la justicia en Colombia. Ese sacrificio, sin embargo, paso a convertirse en una ofrenda de amor bajo las especies de un fusil. ¿Cómo, si no, hemos de reproducir el hallazgo primordial de Camilo Torres: no sabemos con certeza si el alma es inmortal; sabemos, en cambio, que el hambre es mortal? Y cómo se ha de matar el hambre cuando tantos se niegan a que muera. Y la violencia, esa que Orígenes, uno de los Padres de la Iglesia, negó como instrumento de los cristianos en su polémica contra Celso, resurge ahora depurada por manos que consagraron el pan y el vino en el culto eucarístico. La violencia no se caracteriza solo por la naturaleza del odio. Existe la violencia del amor. De modo que presentar la otra mejilla al que destroza, demuele, pulveriza la vida en nombre de la ganancia, el poder de clase, es quizás una ofensa a Dios. Podré regalar mi mejilla sana al que me abofeteó -así, en lo privado-, pero no tengo derecho a ofrecer la de mi prójimo, ni a tolerar que, delante de mí, lo golpeen.

La violencia del amor es, sin embargo, multiforme. No consiste solo en fusil contra fusil. Denuncia con la palabra, levanta las manos para votar contra el desafuero, apunta con el índice el error de lesa persona o lesa sociedad. Y esas son también señales de la violencia creadora que distinguió a los profetas. La crónica de las comunidades eclesiales de base en América Latina está enlutada por cuantos exclamaron, a usanza de los primitivos cristianos: “Non possomus”. No podemos renunciar a defender la verdad, combatir el mal, amparar al pobre, exaltar al justo. Y la sangre ha consagrado esa actitud. Decenas de mártires: obispos, sacerdotes, monjas, laicos.

Fidel Castro lo comprendió, incluso desde antes de 1972, cuando propugnó la alianza entre cristianos y marxistas. Ya lo había expresado en su praxis en la Sierra Maestra, 1958, cuando allí llegó el Padre Guillermo Sardiñas decidido a ejercer su ministerio sacerdotal entre los guerrilleros y también dispuesto a asumir el ministerio guerrillero con sus manos ungidas. Fidel lo aceptó. Y el Che Guevara sintetizó esta política –a pesar de sus posteriores desvíos desde el poder- con el equilibrio que matiza aún sus más apasionadas apreciaciones: “Nosotros nunca hemos venido a dividir, y constantemente hemos tratado de unir. Esa era una de las consignas primeras que desde la Sierra nos diera nuestro Jefe Fidel Castro: no separar a los cubanos (…) por su manera de pensar en materias espirituales; siempre tratar de juntarlos, siempre tratar de limar asperezas (…) y las lógicas diferencias de pensamiento (…) entre un católico y un protestante o una persona sin religión; no acentuar las diferencias, sino acentuar todos los puntos de contacto, todas las aspiraciones honestas, que nos permitan marchar juntos hacia la victoria”.

Del otro lado, aparte del testimonio cruento de infinitud de cristianos, uno de los escritores católicos más leídos en el siglo XX y autor de un poema al Che, tan bello como una antífona del oficio divino que recitaba en el monasterio de Gesetmany, Kentucky, el monje trapense Thomas Merton -aún dentro de su apego al papado y a la ortodoxia- concebía una definición cristiana de la sociedad un tanto discrepante de la síntesis oficial pontificia. “¿Sociedad cristiana?” –se preguntaba y respondía: “(...) no es una sociedad regida por sacerdotes, ni tampoco, necesariamente, una sociedad en que todos tengan que ir a la iglesia: es una sociedad en que el trabajo es para la producción y no para el beneficio, y la producción no es para sí misma, no solo para los que posean los medios de producción, sino para todos los que contribuyen de modo constructivo al proceso de producción” .

Tal enfoque quizás se aproxime al socialismo. El socialismo, por supuesto, no se apoya, como asiento primordial, en los sentimientos, en la bondad de unos hombres hacia otros. Se hace estructura para que el régimen de propiedad y la distribución de la riqueza, beneficiados por relaciones sociales solidarias, faciliten el perfeccionamiento humano. No tengo mejor final para esta reflexión que una anécdota de Leonardo Boff. Ocurrió en la Cumbre de la Tierra, en 1992. Según le contó al periodista cubano Eddy E. Jiménez Pérez, Boff había decidido abandonar el sacerdocio a causa del hostigamiento del Vaticano. Antes de comunicarlo a la prensa, quiso informar a Fidel, allí presente, porque “eres nuestro amigo”. Fidel le respondió: “No, Boff, no eres mi amigo, eres mi hermano.” Y le preguntó:

-¿Tú sigues creyendo y estás convencido de la liberación de los pobres y oprimidos?

El teólogo asintió:

-Sí, esa es mi convicción.

-Entonces –dijo Fidel- lo mejor del cristianismo está salvado…

 

*Bienaventurado. Siervo de Dios merecedor de culto de parte de  los fieles. Fase previa en el proceso de canonización antes de inscribir al beato en el canon de los santos.

MIS LÍMITES

MIS LÍMITES

Luis Sexto

 

Mi mundo tiene un límite. ¿Cuál habrá de ser? Y cuál es mi mundo: acaso el espacio donde resido,  trabajo, camino, me recreo, converso…  Ese es  mi mundo de persona natural que rehace sus lindes cada vez que roza la diversidad de micromundos tangentes y que repiten sus circunvoluciones en la bóveda social. Hay, por tanto, un espacio ceñido que implica el convivir. Pero esas no son las líneas que restringen con mayor severidad  las fronteras de cada persona.  Ludwig Wittgenstein define que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.

La propuesta del lógico vienés, más tarde nacionalizado británico, sirve dentro de su aforística naturaleza, para deducir diversas líneas de interpretación.  Y me afianzo en lo práctico sin ser empirista como Wittgenstein. Por tanto, los confines del lenguaje ensanchan o reducen el orbe de hablantes y lectores. Cuanto menor número de palabras uno haya aportado a la facultad de hablar, menor la capacidad de leer y entender,  y de hacernos entender fuera del intercambio de la conversación común.  Sin palabras no existe el pensamiento.  El verbo, el logos, la palabra es el  fiat, el hágase del Génesis que configura el pensar otorgándole sentido y comunicación.

Pero la proposición se deja interpretar de manera opuesta.  Y así, el límite de mi mundo  también lo impone el mapa que  mi experiencia delinea mediante el intercambio con paisajes y figuras, en la imprescindible socialización del crecer humanamente. De modo que  esta frase apodíctica de Wittgenstein sugiere también un juego dialéctico entre el sistema de la lengua y la bitácora del vivir. Del vivir sabiendo que en la conjunción de los actos y su tránsito a las palabras, la lengua nos otorga una libertad individual que -ha dicho el lingüista español Viejo Fernández- “es un pilar esencial de nuestras capacidades cognitivas y nuestra proyección ética, el primer punto referencial del pensamiento consciente”.

Y de esas alusiones filosóficas y lingüísticas no paso. Me estaciono entre los linderos movedizos del lenguaje de  los escritores. A más palabras, más dilatado el mundo literario, y mayores facultades para inventar,  precisar, persuadir. Y advirtamos que no implica una gestión perturbadora  nutrir el diccionario personal con otros diccionarios, con otros libros, con voces de arcas repletas. Más bien es el usual aprendizaje. Mi hijo, que se halló de pronto como estudiante en el Politécnico de Milán sin saber italiano, cada noche se dormía oyendo a Umberto Eco por la radio. En menos de seis meses, comprendía y hablaba, y poco después lo escribía de modo que su mundo social y tecnológico se agrandó y consolidó en italiano.

¿Pero sólo el número de palabras y sus combinaciones estilísticas jalonarán  los confines del mundo del escritor? Lo adelanté antes. Si el vocabulario se acrecienta y no se multiplican las vivencias, posiblemente las palabras sobren. A qué o a quién nombrar. Por ello, los límites de mi mundo se relacionan también con los límites de mi vivir. Y parece así que el haber vivido es condición complementaria del imprescindible “ejército de palabras” –sintagma que pertenece a la poetisa Carilda Oliver Labra, en su respuesta a una pregunta mía. La dialéctica entre mundo y palabra puede adoptar el signo de menos o el de más, si  habiendo palabras, escasean las experiencias. ¿Cómo, pues, pensar y construir el enunciado narrativo o el ensayístico sin le evocación concreta que invoque  la concurrencia de las palabras?  La capacidad de fabulación se integra a las experiencias. Cómo habría descrito Colón en su Diario, el  trenzado,  coposo, original paisaje antillano si antes no hubiera viajado por España y otras tierras, aprovisionándose de imágenes y términos que eventualmente le facilitaron las referencias para nombrar por comparación lo que todavía carecía de nombre para el recién llegado.  

El Almirante, así,  llama almadía a la canoa aborigen, y describe las noches tan “temperadas” como en mayo en Andalucía. Por tanto, si la falta de palabras  limitaba el lenguaje del visitante sorprendido por lo diferente, la vivencia previa en otra latitud la suplía mediante recursos estilísticos como la comparación por analogía. Así mismo procedía Marco Polo en Cipango, de acuerdo con Alejandro Cioranescu, en su Colón humanista. A falta de las palabras de la nueva realidad, las viejas palabras del extraño, nuevas para el aborigen. ¿Cómo habrán descrito los taínos a las carabelas?  El mundo nuevo para los europeos, como lo dató Uslar Pietri, ya era viejo para los aborígenes; el viejo de los europeos, nuevo para los habitantes de las Indias. Los empezaría a acercar el nombre de las cosas que, del paralelismo comparativo, derivaría en una correlación en que la lengua intrusa, conquistadora, aunque asumió palabras locales, se tragó la lengua de los vencidos.

Reconozcámoslo un tanto aprisa, aunque después lo meditemos.  En nuestras lecturas  hemos topado con  libros librescos. Es decir, sus autores no han vivido, han refundido lo leído con habilidad literaria. Pero, a mi modo de juzgar, uno  descubre, aun a través de la prosa pulida, la escasez de sustancia. Y echa de menos la sombra del dolor humano, el grito de la tragicidad que acompaña a cualquier acto de hombre, feliz o desgraciado. Apresurarse es comúnmente falla de aprendices que prefieren escribir antes que vivir. Todo, por supuesto, como repetía Alfonso Reyes, depende de la intención. Si pretendes encantar momentáneamente haz fabula sobre fábulas; si en cambio, prefieres surcar el alma del lector, vive, sufre, amásalo todo junto con la cultura. No importa qué sucesos, qué paisajes: todo lo vivido habrá de servir: saber cómo se vadea un río crecido, o cómo se controla un automóvil que resbala sobre el asfalto, o cuánto duele cuando una mujer, la que has amado como el ideal, se va...

Los escritores que en sus libros manifiesten haber vivido captan rápidamente mi confianza. Lo he dicho en otra página: mi escritor predilecto  en los primeros años juveniles fue uno de los Raros de Rubén Darío: León Bloy. Todavía de vez en cuando recurro a sus libros, cuyas páginas se me deshacen a veces entre los dedos: tantas décadas han pasado desde cuando adquirí en una librería de viejo sus Páginas Escogidas, o sus cartas de amor, o La mujer Pobre. El desesperado me lo envió  desde México  sor Ercilia Crugnola, monja salesiana que me conoció en mi niñez. Impreso en papel de lujo, aún lo repaso sin el riesgo de que se desencuaderne.

 Bloy me seducía, y aún lo consigue, porque sufría; sufría por vivir en oposición a la moral vigente en la sociedad burguesa de Francia. En una página de su diario comentó la noticia de alguien que se había suicidado arrojándose desde una ventana. Y apostilló: si me hubiese arrojado al vacío cada vez que me sentí sin fuerzas, desencantado, miserable, las ventanas de París y sus arrabales no me hubiesen alcanzado.  Ese era, pues, mi ideal escritor: el golpeado, el desgastado por haber vivido y peleado.

El lenguaje, pues, se enriquece, se amplia con la lectura o el diccionario. Pero, sin experiencias vitales, sin haber vivido echando a la mochila cuanta experiencia se presentase, las palabras no tendrían qué nombrar convincente y conmovedoramente. Quizás León Bloy haya sido un raro para Darío, porque cada palabra, cada frase, más que una idea, expresaban un fracaso, un furor, un clamor de justicia decantados en el arte literario. Impresión similar me causó Juan Cristóbal. Después del grueso leer, escribí en mi diario de aquellos días inexpertos –también a imitación de mis maestros- que para escribir quisiera sufrir lo inimaginable, quisiera retener en mi nariz el olor de la carne quemada. Quizás exagero. Digerí un tanto indigestamente mis lecturas. Pero quizás los límites de mi mundo vivencial, puedan compensar los límites estrictos de mi lenguaje, hinchándolo de intelectual emoción. El periodismo que preferí cuando ingresé en una redacción  fue el de andar y ver, con el propósito de que cuando escribiese sobre el caminante extraviado que desfallecía por la sed, el autor le salvara la vida porque  en los bosques cubanos, el bejuco de la zarzaparrilla, si lo cortas, gotea agua como de una cantimplora milagrosa.

De esa percepción, podríamos empezar a clasificar los límites. Como en los boxeadores, habrá escritores pesados y ligeros en cuanto al valor ético y literario de sus obras. Dan Brown y  El código Da Vinci  se insertan,  a mi parecer, en lo lúdico; juego que a veces confunde al más inadvertido por sus referentes históricos, filológicos y arqueológicos. Es, usando una categoría paradójica de la crítica actual, “un best seller culto”.  Placer que despega y cae. En cambio, La favela, de María Carolina de Jesús, o Niño de ingenio, de José Lins do Rego, o Cimarrón, de Miguel Barnet, cuando se suben a la báscula, empujan la aguja más allá de la mitad de la esfera. Son pesos completos porque el peso de lo humano y la hondura del detalle local les ensanchan los linderos de un orbe cuya imagen la redondean  palabras que, como decía Wittgenstein, no son la realidad en sí. Son, me parece, la realidad para nosotros, porque el verbo la hace inteligible y expresable.  Y la solidez humana de quien escribe la fija en el ánima del lector.  Pero, tal vez, las numerosas lenguas –la glotodiversidad-  y la pluralidad de escritores e intenciones demuestren lo inútil de todo cuanto he escrito. Careciera de razón si pidiera a  los lectores inscribirse dentro de  mis escuetos límites.

VIVE LA VIDA

VIVE LA VIDA

 

Luis Sexto

Diccionario de frases célebres

¿Acaso hacemos algo distinto? Tengo vida, luego vivo. Esa es la certeza íntima e impostergable de cualquier persona. Vivir, imperativo, avalancha sucesiva de energía y conciencia. Pero la frase no es tan torpe como aparenta. Excluye el simple existir, el mero impulso de respirar y andar.

Vive la vida. Y en el horizonte de tan redundante máxima, prevalece  cierta subrepticia y nociva  intención. Recomienda algo más. Y lo que nos pretende sugerir en tono tan inapelable, equivale a un apartamiento de las consideraciones éticas, a un cerrar los ojos ante una disyuntiva moral. Sacrifica la honradez, la verdad, el amor. A eso apunta. Porque vivir la vida para esta frase tan recurrente implica la erupción del yo y la inmersión del él, del tú, del nosotros. Exaltación, apoteosis del egoísmo, en la trama un tanto desvergonzada de una filosofía vitalista cuyo objeto es el placer y el tener.

Vive la vida. Goza, despreocúpate, záfate. Y los principios, ah, los principios, conviértelos en tus “fines”. No partas de ellos, móntate sobre ellos. Y simúlalo. Sólo se vive una vez...

Ahora, luego de haber hecho la ficha de tantas frases de uso común, me doy cuenta de que son versiones de una única actitud; visiones presuntuosamente originales del descrédito. Vive la vida. ¿No es en su esencia igual que Déjate de escrúpulos, Échatelo todo a la espalda, Que arree el de atrás... Ha sido este diccionario un serón de redundancias, un tragante de malquerencias. El contacto con un lejano y persistente legado que utiliza la lengua para acusar su presencia.

Y no ha de asustarnos. El hombre es mezcla. La vida es mezcla. La historia se configura con el barro y con la sangre. La sangre va limpiando, como el discurso de Diógenes desde su barril, las adherencias irracionales. Y la frase Vive la vida abre, como luego de un baño profundo, otros espejos; se resuelve en otra dimensión. Y en vez de ser sinuosa, escabrosa, norma de conducta, pasa a componer un desafío. Vive la vida. Esto es, sóplale sentido: convierte el beso en luz; el trabajo en cimiento; el deber en carné; la palabra en sinceridad; el acto en justicia; la relación en solidaridad.

Y los principios, ah los principios, transfórmalos en fuerza, en medio de renovación. Porque, si no, por mucho que los pregones, por mucho que aparentes rendirle acatamiento, se descubre que está viviendo la vida al revés, usándolos para tu provecho. Con lo cual, además de falsearlos, los expone al desdoro. Porque otra cosa no hace quien, en nombre de un principio justo, daña a una persona por un empleo equívoco o inmoral de aquel.

Simone de Beauvoir recomendaba que para vivir con plétora de satisfacción la etapa última, esa que los nomencladores llaman eufemísticamente tercera edad, hacía falta entregarse a una pasión, a una obra, a un semejante. Y me parece que no solo en el tramito final. Entregarse a una pasión aun cuando el vigor se desparrame por hirviente y abundante; a una pasión, creo interpretar la idea de la compañera de Sartre, que rebote en otro, en un plural juego de dar una prenda, aunque del lado de allá solo retorne el vacío. Porque, al cabo, el acto de dar implica también el de recibir las certezas de que se tiene el sentido profundo de la convivencia.

Vivir la vida es suma de elementos que no tienen razón natural para derivar en el egoísmo. Si así fuese, ya empezarías a ser el “bon vivant” de los franceses. El vividor de nuestra lengua. Vive tu sueño, tu proyecto, pero integrado al sueño del otro.