MIS LÍMITES
Luis Sexto
Mi mundo tiene un límite. ¿Cuál habrá de ser? Y cuál es mi mundo: acaso el espacio donde resido, trabajo, camino, me recreo, converso… Ese es mi mundo de persona natural que rehace sus lindes cada vez que roza la diversidad de micromundos tangentes y que repiten sus circunvoluciones en la bóveda social. Hay, por tanto, un espacio ceñido que implica el convivir. Pero esas no son las líneas que restringen con mayor severidad las fronteras de cada persona. Ludwig Wittgenstein define que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.
La propuesta del lógico vienés, más tarde nacionalizado británico, sirve dentro de su aforística naturaleza, para deducir diversas líneas de interpretación. Y me afianzo en lo práctico sin ser empirista como Wittgenstein. Por tanto, los confines del lenguaje ensanchan o reducen el orbe de hablantes y lectores. Cuanto menor número de palabras uno haya aportado a la facultad de hablar, menor la capacidad de leer y entender, y de hacernos entender fuera del intercambio de la conversación común. Sin palabras no existe el pensamiento. El verbo, el logos, la palabra es el fiat, el hágase del Génesis que configura el pensar otorgándole sentido y comunicación.
Pero la proposición se deja interpretar de manera opuesta. Y así, el límite de mi mundo también lo impone el mapa que mi experiencia delinea mediante el intercambio con paisajes y figuras, en la imprescindible socialización del crecer humanamente. De modo que esta frase apodíctica de Wittgenstein sugiere también un juego dialéctico entre el sistema de la lengua y la bitácora del vivir. Del vivir sabiendo que en la conjunción de los actos y su tránsito a las palabras, la lengua nos otorga una libertad individual que -ha dicho el lingüista español Viejo Fernández- “es un pilar esencial de nuestras capacidades cognitivas y nuestra proyección ética, el primer punto referencial del pensamiento consciente”.
Y de esas alusiones filosóficas y lingüísticas no paso. Me estaciono entre los linderos movedizos del lenguaje de los escritores. A más palabras, más dilatado el mundo literario, y mayores facultades para inventar, precisar, persuadir. Y advirtamos que no implica una gestión perturbadora nutrir el diccionario personal con otros diccionarios, con otros libros, con voces de arcas repletas. Más bien es el usual aprendizaje. Mi hijo, que se halló de pronto como estudiante en el Politécnico de Milán sin saber italiano, cada noche se dormía oyendo a Umberto Eco por la radio. En menos de seis meses, comprendía y hablaba, y poco después lo escribía de modo que su mundo social y tecnológico se agrandó y consolidó en italiano.
¿Pero sólo el número de palabras y sus combinaciones estilísticas jalonarán los confines del mundo del escritor? Lo adelanté antes. Si el vocabulario se acrecienta y no se multiplican las vivencias, posiblemente las palabras sobren. A qué o a quién nombrar. Por ello, los límites de mi mundo se relacionan también con los límites de mi vivir. Y parece así que el haber vivido es condición complementaria del imprescindible “ejército de palabras” –sintagma que pertenece a la poetisa Carilda Oliver Labra, en su respuesta a una pregunta mía. La dialéctica entre mundo y palabra puede adoptar el signo de menos o el de más, si habiendo palabras, escasean las experiencias. ¿Cómo, pues, pensar y construir el enunciado narrativo o el ensayístico sin le evocación concreta que invoque la concurrencia de las palabras? La capacidad de fabulación se integra a las experiencias. Cómo habría descrito Colón en su Diario, el trenzado, coposo, original paisaje antillano si antes no hubiera viajado por España y otras tierras, aprovisionándose de imágenes y términos que eventualmente le facilitaron las referencias para nombrar por comparación lo que todavía carecía de nombre para el recién llegado.
El Almirante, así, llama almadía a la canoa aborigen, y describe las noches tan “temperadas” como en mayo en Andalucía. Por tanto, si la falta de palabras limitaba el lenguaje del visitante sorprendido por lo diferente, la vivencia previa en otra latitud la suplía mediante recursos estilísticos como la comparación por analogía. Así mismo procedía Marco Polo en Cipango, de acuerdo con Alejandro Cioranescu, en su Colón humanista. A falta de las palabras de la nueva realidad, las viejas palabras del extraño, nuevas para el aborigen. ¿Cómo habrán descrito los taínos a las carabelas? El mundo nuevo para los europeos, como lo dató Uslar Pietri, ya era viejo para los aborígenes; el viejo de los europeos, nuevo para los habitantes de las Indias. Los empezaría a acercar el nombre de las cosas que, del paralelismo comparativo, derivaría en una correlación en que la lengua intrusa, conquistadora, aunque asumió palabras locales, se tragó la lengua de los vencidos.
Reconozcámoslo un tanto aprisa, aunque después lo meditemos. En nuestras lecturas hemos topado con libros librescos. Es decir, sus autores no han vivido, han refundido lo leído con habilidad literaria. Pero, a mi modo de juzgar, uno descubre, aun a través de la prosa pulida, la escasez de sustancia. Y echa de menos la sombra del dolor humano, el grito de la tragicidad que acompaña a cualquier acto de hombre, feliz o desgraciado. Apresurarse es comúnmente falla de aprendices que prefieren escribir antes que vivir. Todo, por supuesto, como repetía Alfonso Reyes, depende de la intención. Si pretendes encantar momentáneamente haz fabula sobre fábulas; si en cambio, prefieres surcar el alma del lector, vive, sufre, amásalo todo junto con la cultura. No importa qué sucesos, qué paisajes: todo lo vivido habrá de servir: saber cómo se vadea un río crecido, o cómo se controla un automóvil que resbala sobre el asfalto, o cuánto duele cuando una mujer, la que has amado como el ideal, se va...
Los escritores que en sus libros manifiesten haber vivido captan rápidamente mi confianza. Lo he dicho en otra página: mi escritor predilecto en los primeros años juveniles fue uno de los Raros de Rubén Darío: León Bloy. Todavía de vez en cuando recurro a sus libros, cuyas páginas se me deshacen a veces entre los dedos: tantas décadas han pasado desde cuando adquirí en una librería de viejo sus Páginas Escogidas, o sus cartas de amor, o La mujer Pobre. El desesperado me lo envió desde México sor Ercilia Crugnola, monja salesiana que me conoció en mi niñez. Impreso en papel de lujo, aún lo repaso sin el riesgo de que se desencuaderne.
Bloy me seducía, y aún lo consigue, porque sufría; sufría por vivir en oposición a la moral vigente en la sociedad burguesa de Francia. En una página de su diario comentó la noticia de alguien que se había suicidado arrojándose desde una ventana. Y apostilló: si me hubiese arrojado al vacío cada vez que me sentí sin fuerzas, desencantado, miserable, las ventanas de París y sus arrabales no me hubiesen alcanzado. Ese era, pues, mi ideal escritor: el golpeado, el desgastado por haber vivido y peleado.
El lenguaje, pues, se enriquece, se amplia con la lectura o el diccionario. Pero, sin experiencias vitales, sin haber vivido echando a la mochila cuanta experiencia se presentase, las palabras no tendrían qué nombrar convincente y conmovedoramente. Quizás León Bloy haya sido un raro para Darío, porque cada palabra, cada frase, más que una idea, expresaban un fracaso, un furor, un clamor de justicia decantados en el arte literario. Impresión similar me causó Juan Cristóbal. Después del grueso leer, escribí en mi diario de aquellos días inexpertos –también a imitación de mis maestros- que para escribir quisiera sufrir lo inimaginable, quisiera retener en mi nariz el olor de la carne quemada. Quizás exagero. Digerí un tanto indigestamente mis lecturas. Pero quizás los límites de mi mundo vivencial, puedan compensar los límites estrictos de mi lenguaje, hinchándolo de intelectual emoción. El periodismo que preferí cuando ingresé en una redacción fue el de andar y ver, con el propósito de que cuando escribiese sobre el caminante extraviado que desfallecía por la sed, el autor le salvara la vida porque en los bosques cubanos, el bejuco de la zarzaparrilla, si lo cortas, gotea agua como de una cantimplora milagrosa.
De esa percepción, podríamos empezar a clasificar los límites. Como en los boxeadores, habrá escritores pesados y ligeros en cuanto al valor ético y literario de sus obras. Dan Brown y El código Da Vinci se insertan, a mi parecer, en lo lúdico; juego que a veces confunde al más inadvertido por sus referentes históricos, filológicos y arqueológicos. Es, usando una categoría paradójica de la crítica actual, “un best seller culto”. Placer que despega y cae. En cambio, La favela, de María Carolina de Jesús, o Niño de ingenio, de José Lins do Rego, o Cimarrón, de Miguel Barnet, cuando se suben a la báscula, empujan la aguja más allá de la mitad de la esfera. Son pesos completos porque el peso de lo humano y la hondura del detalle local les ensanchan los linderos de un orbe cuya imagen la redondean palabras que, como decía Wittgenstein, no son la realidad en sí. Son, me parece, la realidad para nosotros, porque el verbo la hace inteligible y expresable. Y la solidez humana de quien escribe la fija en el ánima del lector. Pero, tal vez, las numerosas lenguas –la glotodiversidad- y la pluralidad de escritores e intenciones demuestren lo inútil de todo cuanto he escrito. Careciera de razón si pidiera a los lectores inscribirse dentro de mis escuetos límites.
2 comentarios
Daniel Noa -
Carlos -