DIFERENDO CON BORGES
Luis Sexto
El que espera, desespera. Frase recurrente que supone un juego de palabras, porque ya no sabemos si desespera porque llega lo que esperaba o desespera porque estalla en la locura del que ha perdido toda esperanza. ¿Tiene que ver la esperanza con la espera? ¿O esta es circunstancial, tiempo localizado en un puntual minuto de la existencia? Más bien, la esperanza consiste en un desafío a lo indefinible, a lo que carece de hora y día, y pasa a ser un ansia del ánimo, un querer desasido de toda certeza, aunque subsista haciendo subsistir a quien se contagia de su improbable llegada.
Cuando sabemos hacia dónde vamos, la inteligencia y la voluntad se aprestan a arriesgarse, a formar parte del inseguro viaje de la fundación o refundación de los sueños, o mejor, de la solución de las necesidades.
Mantengo con Jorge Luis Borges un diferendo ya insalvable. Es el soneto donde el poeta pide Al Señor -un vocativo que no nombra a nadie, según aclara- que lo libre de la esperanza. Y ese ruego es la raíz de la única página que yo incluiría en la Historia universal de la infamia. ¿Creeremos a Borges, el mismo poeta que reconocía afirmar ahora para negar después? Quizás en esa confesión el autor de Los conjurados se haya excedido de sincero como en otras páginas se desdobla para asegurar lo que con otro rostro u otra posición, se resistiría a decir.
Pocos dudarán de que el hombre no pueda vivir sin ilusiones. O sin esperanzas. Porque en un punto signado por la vaciedad, ilusión y esperanza confluyen en un impulso del vivir. O del pervivir. Todo individuo es sujeto de la esperanza, al menos en la dimensión terrena de la humanidad. Dante la negó, pero del lado de allá de donde Caronte descarga su barca fúnebre. “Lasciate ogni speranza”, puso el florentino a la puerta del infierno. Y con ese aviso tan exacto, ya ese antiguo sitio de castigo no necesitará del fuego. Porque en La divina comedia, en consonancia con la teología católica, la peor pena es esa que recibe al pecador tras su salto a la dimensión del espíritu: Deja toda esperanza, tú, que entras aquí. Toda esperanza, que no será espera. Porque el tiempo y la condena no tendrán, como en el plano terrenal, una relación sincrónica: pasa este y aquella pasa también. Por ello, la falta de esperanza es también la liquidación del tiempo, al menos en el cálculo individual.
Borges propone, pues, un inconsecuencia vital con este verso: “No de la espada o de la roja lanza/ defiéndeme, sino de la esperanza”. Pasa por alto, en sentido humano, que toda sociedad en cuanto orden para un fin tiene que ofrecer la esperanza, la ilusión como sostén. La humanidad se ha movido por la esperanza como anhelo que pide el fin de los contrastes cotidianos mediante el equilibrio entre la carestía y la abundancia, el dolor y el alivio, entre la hoja en blanco y la hoja escrita con la tinta azul del sosiego.
Pero, y posiblemente ello sea el fundamento del poeta, Borges no parece rechazar la esperanza como categoría ontológica o virtud teologal, sino renuncia a ella porque teme ser víctima del esperanzarse, pues la esperanza no implica la certeza de que se convierta en el bien deseado. Y prefiere ser víctima de un lanzazo. Si el que espera desespera cuando cesa la espera, el esperanzado podrá morir del mal de la esperanza, esto es, de la promesa no cumplida, el sueño nunca encarnado.
Yo, por el contrario, elijo llevarla conmigo hasta donde, incluso, no me haga falta. Y como el caballero andante que poetizó Enrique Hernández Miyares, diré que esa dama que nos mantiene en vilo, siempre será la más fermosa.
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