UN MANUAL DE CABECERA
Luis Sexto
Presentación de EL PERIODISMO COMO MISIÓN, compilado por Pedro Pablo Rodríguez
Por esta vez prescindo de la recomendación que el francés Jean Guitton llamó estilo apagado y que protege a la opinión de las afirmaciones o negaciones apodícticas. Prescindo, pues, de la cautela ante lo absoluto. Y digo, tajantemente, que José Martí resolvió hace más de cien años nuestro litigio sobre si el periodismo es escritura subalterna o literatura de servicio. Todavía me parece recordar cuándo, 40 años atrás, en la redacción de mi estreno periodístico me recomendaban que escribiera para todos. Y mi respuesta era una pregunta: ¿Escribir incluso para los que no saben leer? Más simple resultó después cuestionar la norma de cierta agencia de noticias que obligaba en su código deontológico a recordar que escribíamos para América Latina, región colmada de pobres y de analfabetos.
Aún predominante en algunos de nuestros medios, ese concepto tan paternalista e ingenuo explica, en parte, que la pobreza formal se haya convertido en los últimos tiempos en una especie de moral y cívica de nuestra prensa. Ante esta evidencia cotidiana, uno -que de sobresalientes colegas aprendió la lección de intentar pensar con cabeza propia- duda de que José Martí sea leído y tenido en cuenta en nuestra práctica periodística.
No parecen abundar en Cuba las actividades humanas que, como el ejercicio del periodismo, sean sometidas a tan constante, filoso y reductor escrutinio, resuelto a veces en pedradas con ínfulas académicas. Nuestra prensa actual ha sido sepultada por la crisis y por la crítica. Y si el que esto dice es periodista y le duele la falta de rigor en la concreción habitual de su oficio, no calla para recomendar el remedio a tanta insuficiencia, a tanta palabra huera de convicciones y de respeto por los lectores que saben leer. Quizás el lector que solo se interese por la información sobre los deportes, o los espectáculos, se contente con cualquier bisutería. Y vuelva la espalda al periodismo que procure nutrirse del martiano quehacer, deslegitimándolo con una frase automática: “Me quedé como pescado en tarima”. Es decir, no entendí. Y si hay alguien que pueda no entender, habrá que seguir revisando nuestro sistema de educación y en particular el espacio que la lectura ocupa en nuestras escuelas y universidades.
Debo aceptar que en una dialéctica lamentable el periodismo cubano se ha rebajado ante las exigencias del sector impreparado de sus destinarios, y los profesionales menos aptos han influido en el rebajamiento de nuestros medios.
Por tanto, El periodismo como misión, cuya segunda edición aumentada hoy -20 de febrero- presentamos, llega para proseguir delineándonos a Martí desde la exégesis teórica, como paradigma del periodismo de la nación. Este libro compone una sugerente guía para corregir las desviaciones profesionales y hacer de nuestros periódicos, como definía el Maestro, una réplica constructiva de la vida. El periódico es la vida, y ha de salir cada día a quitar caretas, dijo el Homagno que diseñó su obra con los utensilios de la claridad, aunque alguien lo haya visto andar dentro del misterio. Posiblemente, esta percepción de "Martí como un misterio que nos acompaña" haya sido sólo un vislumbre del poeta Lezama Lima sobre el poeta Martí.
Lo primero que encarezco de este libro es el título: El periodismo como misión. Y este breve sintagma encapsula todo el proceder periodístico de Martí, incluso sus conceptos teóricos sobre la prensa. Porque solo asumiéndola como una misión –término de resonancias heroicas- podemos estar en condiciones de proponer enunciados que a la vez que informen y opinen, tiendan a elevar a quienes los reciben. Porque el ejercicio del periodismo como misión no puede reducirse a una faena que solo informe, sino que sobre todo transforme, o ayude a transformar éticamente al cubano. Fuera de ese empeño de integrar una voluntad renovadora, el periodismo en nuestro país se inutiliza, y más que atraer anuencias, genera la discordancia entre lo que ofrece y lo que el lector, el televidente y el radioyente maduros esperan en una sociedad donde la prensa ha de ser la resina que junte y selle.
Este libro, además de las certezas sobre el periodismo martiano, tiene la virtud de haber sido compilado y prologado por Pedro Pablo Rodríguez. Como sabemos y no sobra repetir, Pedro Pablo es un intelectual que al conocimiento de Martí une la devoción hacia este hombre único de nuestra patria. En él, por ello, el acercamiento al Unificador de la nación parte de una actitud amorosa, de una estudiosa ternura que descontamina toda erudición de cuanto esta pueda acumular de pueblerina vanidad.
Y el compilador sabe hacerse acompañar. Y a la suya, ha unido firmas sagaces y profundas e igualmente distinguidas por el culto martiano: Fina García Marruz, Ivan A.Shulman, Ibrahim Hidalgo Paz, Mayra Beatriz Martínez, Carmen Suárez León, Salvador Arias, Salvador Morales, Ramón de Armas y otros de parejo o parecido crédito, que se sumergen en la azarosa y a la vez reflexivamente inspirada carrera periodística de José Martí, para componer un volumen magistral. En estas monografías y ensayos vamos a conocer, o a reconocer, que el Apóstol dominó y enriqueció nuestra lengua y llegó a superar el común de la prosa hispana de su época, tanto en este lado del planeta como más allá del Atlántico, anticipando una voluntad de estilo inquebrantable e inimitable. Pero comprobaremos también que no le resultó una faena sin sudores proponer conceptos revolucionarios sobre la prensa de su tiempo, también útiles para hoy, sobre todo cuando una especie de democratización informativa pretende anular reglas éticas y formales. Porque la web, última técnica y último soporte, sea dicho a propósito, no es sólo un campo para fines superiores de eficiencia y efectividad periodísticas; ofrece a la vez un ancho espacio para la irresponsabilidad, o sea, para decir sin verificar, para opinar sin demostrar, y escribir por momentos con el peor color de la grosería o de la ira estólida.
Convengamos que antes como ahora existían los que no entienden. Antes como ahora el facilismo productor de lectores acomodados a las baratijas de papel y tinta, le exigió a Martí ser hasta cesanteado en La Opinión Nacional, en Caracas. Y qué hacer al saberlo defensor abnegado de la dignidad de la letra en los periódicos. En mi opinión, el alegato martiano a favor de un periodismo que se niegue a aceptar como “cosa mala” el esmero formal, habrá de erigirse para los periodistas cubanos en una regla de respeto propio y de respeto al universo de los receptores. Si aún los criterios burocráticamente erróneos frenan en la prensa el poder de aventar las acciones negativas y de airear las ideas más constructivas, mientras esperamos a que llegue la definitiva claridad a nuestros medios, hemos de aceptar que nada ni nadie impide decir cuanto podemos decir con inteligente gracia, con ese esmero que Martí nunca estuvo dispuesto a echar en el rincón menos visitado de las redacciones; ese esmero que tiene en cuenta la sencillez, sin que haya que obligarla “a excluir del traje un elegante adorno”. Y en palabras de Martí, ni el adjetivo elegante, ni el sustantivo adorno significan banalidad o baratija. Significan asumir el periodismo como una formación estilística pragmática que necesita igualmente del dato informativo jerarquizado por importancia e interés, y de la apropiación desde la estética, desde un espíritu de creación. Citemos como ejemplo a El Terremoto de Charleston. Este texto, que yo clasifico de reportaje, compone todavía, como tantas páginas, una muestra antológica de la narrativa periodística. Las descripciones martianas se anticipan, por su precisión y ritmo, a la cámara noticiosa del cine.
Admítanme una confesión personal, con la cual quisiera sumarme a sentimientos colectivos de cuya existencia no puedo dudar. Cuando leo a Martí experimento la certeza de mi poquedad. Reconozco la distancia inapresable entre su nombre y el mío, entre sus letras y las mías. Pero no rehúyo acatar el mensaje que nos sugiere desde la obra que sobrevive a su cuerpo y conserva su alma; no evito dejarme atraer, ni me niego a permitir que el Maestro sea también una perenne tentación de lo más alto, casi de lo imposible. Y es en ese sentido con que dije al principio que Martí había resuelto nuestros litigios formales, nuestras nunca despejadas definiciones profesionales y políticas sobre la prensa. Tratar de hacerlo como él, equivale a ascender, aunque nos adecuemos a nuestras facultades menores y a las variaciones de las épocas.
Antes de concluir, vaya mi gratitud a la Editorial Pablo de la Torriente, precaria materialmente, pero nutrida de conceptos y convicciones para dar voz a los periodistas que se afanen por trascender sus reducidos espacios y hospedarse en un libro. Agradezco a Pedro Pablo haber aceptado o pedido mi intervención. De cualquier manera, la honra que recibo con este acto supera cuanto creo merecer y me subordino al crédito y al talento de cada uno de los autores de este libro y al talento y al prestigio de Pedro Pablo Rodríguez. Y como si mis palabras pretendieran ser una oración, termino a la usanza litúrgica. Que Martí, con su obra y su invitación al mejoramiento humano, esté siempre con nosotros. Así sea.
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