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PATRIA Y HUMANIDAD

UN BURRO SIN HISTORIA

Esta es la crónica del burro de Bainoa

Por Luis Sexto

Bainoa perdura en la paradoja entre la nombradía y la nimiedad, la fama y la indiferencia. Los trenes ya no paran allí. Pasan a cien kilómetros por hora ante la estación cuya presencia ruinosa anuncia que a nadie le interesa ya bajarse o detenerse en ese lugar, mientras los viajeros perciben la fugaz estampa del olvido en un pueblo que les resulta  contradictoriamente familiar.

Es uno de los pueblos que con el comienzo del siglo XX perdieron sus días de esplendor y empezaron a languidecer aplastados contra el tiempo. Fundado en 1795 a impulsos de la caña de azúcar en el suelo llano y rojizo del hato nombrado San Lorenzo de Bainoa –antiquísima merced de don Diego de Soto-, el caserío se benefició también del camino Real de La Habana a Matanzas, porque los viajeros de volantas y quitrines se detenían en tiendas y tabernas para comer, beber, tal vez dormir una noche, y proseguir viaje. En 1803 levantaron la iglesia. Los años y la gente se acumularon. Y el censo de 1846  registró 300 habitantes y 62 casas. Por entonces el rey lo había jerarquizado como partido de tercera clase. En 1878 lo alzó a ayuntamiento. Los interventores norteamercianos, tal vez más pragmáticos, lo despojaron en 1900 del rango y de las ventajas adquiridos durante la colonia, y lo adscribieron al municipio de Aguacate, con el apellido administrativo de barrio número Seis. Hoy pertenece a Jaruco, de cuya cabecera dista seis u ocho kilómetros, subiendo desde el valle hacia el este.

UN MITO EN LA ESTACIÓN

 En el propio año de 1900, la compañía inglesa de Ferrocarriles Unidos de La Habana construyó el apeadero de Bainoa en la vía que rodaba hacia el oriente del país. Estación de líneas sobrias, con fisonomía y solidez de fortaleza, dividida en salón de espera para viajeros,  almacén, y  vivienda para el jefe. Dicen viejos pobladores, aunque no pude confirmar el aserto, que fue la primera en edificarse en la zona feraz, subterráneamente acuosa de la tierra aplanada entre el este de Jaruco y el oeste de Aguacate, en los contrafuertes rurales de la capital. Allí empezaron a detenerse todos los trenes que pitaban en ida o vuelta. Descargaban primordialmente mercancías, que carretones de tiro animal trasladaban a zonas circunvecinas alejadas del camino que hasta hacía poco llamaban de hierro.No era mucho, pero algún tráfago infundía vitalidad al caserío que hacia 1940 enumeraba 1451 habitantes.

La estación ferroviaria -actualmente en deterioro- facilitó que el pueblo adquiriera nombradía. Presumiblemente a partir de la década de 1920, su nombre se repetía en cualquier punto de la Isla. Este o aquel ciudadano lo invocaban sin propósito definido o para plantear una comparación. Era, incluso en el extranjero, sobre todo en España, referencia manoseada. ¿Por qué? ¿Qué había en Bainoa tan interesante para tanta recurrencia nominal, a pesar de que continuaba manteniendo su estampa de aldea, de paraje impávido? El frío aún no le había moldeado el crédito de territorio más gélido de Cuba; más frío en  horas de ciertas madrugadas invernales gracias, entre varias causas, al suelo ferrolítico rojo compactado que, al tragarse el agua de un sorbo rápido, lo mantiene seco, sin humedad alguna, y también a su altura de 97 metros sobre el nivel del mar. El centro meteorológico local que registró en 1996 el récord nacional de temperatura –0,6 grados Celsius- empezó a observar y medir el clima en 1979.  Muchos saben, al menos la repiten de vez en cuando, la razón de la fama antigua de Bainoa. Aún uno escucha la mención al burro que se asoció con el  nombre del pueblo y el apeadero. Es, aunque ya no exista, uno de los tres pollino más célebres de Cuba. El primero, como ya sabemos, es Perico, ciudadano ejemplar de Santa Clara; el segundo, Pancho, parroquiano del bar en el Mirador de Mayabe, Holguín. El tercero, el de Bainoa. Pocos, sin embargo, conocen su historia. Es más: el de Bainoa es un burro sin historia. Simple alharaca. Tal vez, costumbre visual.  

¿DÓNDE ESTÁ LA VERDAD? 

Viajé recientemente allí con el ánimo de averiguar qué de original, insólito, había hecho el mentadísimo asno. Y me sorprendió que los vecinos atribuyeran escaso interés a lo que ha sido, además del frío,  uno de los dos pilares, y el primero en el tiempo, de la fama del poblado. La verdad se escurre entre los sumideros de una memoria que no existe. Algunos pobladores, como Marcelo Hernández Vidal y Raimundo Pérez Martínez, contaron que el burro nunca vistió piel y orejas de asno. Así habían sobrenombrado a un estibador que en el andén de la estación ferroviaria cargaba a la espalda toneles de manteca. Y los soportaba. Como un burro. Otros refirieron que un rico de la zona, cuando iba a la valla de gallos, encendía habanos con billetes de l0 o de 20 pesos. Y le apodaron el Burro. Quizás por imbécil.Una de las versiones más creíbles se excede por escabrosa. Cuentan de un burro que, habitualmente amarrado cerca de la línea y la estación ferroviaria, al sentir el galopar de los trenes, desenvainaba su equipaje genésico, como en un reflejo que alguien le condicionó estimando que los atributos del macho parecían un don sobre... dimensionado por la naturaleza. La curiosidad pasajera empezó a reparar en el espectáculo. Y cuando cualquier tren se detenía en Bainoa, los viajeros, si no veían al animal, preguntaban por él a los pobladores aburridos o desocupados que iban hacia la estación a divertirse con la parada de la máquina y sus coches, único acontecimiento diariamente trascendente del pueblo. Estos a veces respondían: “Está con su madre...” Los forasteros, interpretando mal la frase, replicaban  medio airados: “¿Cómo?” “Sí, en el potrero con su madre, digo, la del burro.” Este burro, según el periodista Fernando G. Dávalos fue exhibido como una rareza o milagro de desbordamiento genital por los años veinte en el Havana Park,…

-¡Mentira!

Converso con Hipólito García Gamón. ¡Mentira!, repite. Tiene 96 años, y aunque ahora la salud de su esposa lo inquieta, posee suficiente lucidez para negar  esa versión apocalíptica o sicalíptica. De acuerdo con su relato, el burro existió anónima, trabajosamente en la estación de ferrocarril. Todavía hay un tanque metálico en lo alto y debajo hay un pozo que suministraba agua a las locomotoras de vapor. Cuando no había viento y al molino se le podían contar sus aspas, el burro hacía subir el líquido hacia el tanque. Los viajeros presenciaban la escena. Día a día. Año tras año. El asno, cabeza gacha y paso cansino, rondaba el pozo en círculos interminables... Nada más. Era una estampa de trabajo y perseverancia. Historia cotidiana sin historia. Fama asnal inmerecida. Imagen común que pasó a fosilizarse como una referencia curiosa, folclórica, sobre la cual el paradero sin importancia se trocó en una parada entretenida y perdurable. Y que hoy los viajeros, al pasar por Bainoa, no atinan a evocar conscientemente en el aire estremecido de la velocidad.                                        

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