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PATRIA Y HUMANIDAD

EL ORIGEN MODERNISTA DE LA CRÓNICA EN CUBA

Por Luis Sexto

Más que crónica existen crónicas. Con certeza, de la crónica puedo saber que es un género polisémico. Tantas son sus definiciones y sus usos que nadie osaría sustentar un criterio definitivo que no fuera impugnable. O discutible. O polémico. Por tanto, no voy a definirla aquí. Tal vez lo hice en un librito reciente (Estrictamente personal, editorial Pablo, 2005) y en un artículo que aparece en estas mismas páginas  en los que intento aproximarme, con ánimo de provocador, a ese quehacer periodístico que conocemos como literario. Y consecuentemente admito que ante mis criterios pueden adoptarse los opuestos. Pues bien, voy a referirme a un concepto, un tipo de crónica, que es como un enunciado lírico, subjetivo, emotivo, que se ocupa de cualquier asunto y se matiza con los colores de la personalidad del cronista. A mi parecer es la definición que más en consonancia está con cierta práctica latinoamericana.

El modernismo literario, ya sabemos, aparte de actualizar y renovar la poesía y la poética en lengua española, introdujo ciertas delicadezas en el periodismo, particularmente en Cuba, que es el ámbito geográfico y cultural donde he expurgado las ideas de este artículo. Es decir, deseo aproximarme  a la crónica que se escribió en Cuba en los primeros cuarenta años del siglo XX. Y asumo esa cifra temporal para ubicar mi pensamiento en una época y en determinados autores.

Tengo la convicción de que la crónica del siglo XX en nuestro país y en otros lugares de la América Nuestra, partió del movimiento modernista que, nadie lo ignora, tuvo cuna dorada en la América hispana y varios de cuyos gestores fueron cubanos: Casal, sobre todo, y no digo Martí porque Martí es único, distinto, tan original que señalarle escuela equivaldría a profanarlo. Parece evidente que con Julián del Casal y algunos del grupo de La Habana Elegante –nombre que es toda una declaración de principios estéticos- comenzó a proliferar en las páginas periódicas un tipo de enunciado caracterizado por un toque muy personal en la apropiación de los temas y un refinamiento artístico en la expresión.

La crónica, así, empieza a distinguirse, en manos de los modernistas, por ser una especie de capricho, como un dado puesto sobre la mesa por obra del azar. Con el modernista, los temas adquieren universalización: cualquiera sirve para responder la pregunta diaria o semanal del cronista: ¿De qué voy a escribir hoy? Y, en contrapartida cómplice, el lector preguntará antes de comenzar a leer: ¿De qué escribirá hoy el cronista? Lo preguntará, porque ya habituado a un autor y a un modo de hacer, el lector va exigiendo la presencia de esos textos libérrimos, inspirados, espontáneos que el cronista extrae de cualquier pretexto, aun del más trivial. ¿Qué voy a escribir hoy para mañana?, se preguntaba Julián del Casal el martes 14 de enero de 1890. Y al otro día, en La Discusión, podía leerse esta crónica titulada Noches morosas:

Las noches habaneras, ya sea cortas, ya sean largas, según el estado de nuestro ánimo --porque la manera de sentir las cosas y no ellas mismas,  como ha dicho Schopenhauer, es lo que nos hace felices o desgraciados-, son siempre insoportables. No hay una distinta a la otra. Ningún acontecimiento viene a turbar alegremente la monotonía de las horas nocturnas. Todas resuenan con idéntico sonido, en el abismo profundo del tiempo, sin arrojar una vibración que desarrugue nuestras frentes pensativas o que entreabra nuestros labios adustos. Tal parece que han formado una liga poderosa para destruir los últimos gérmenes de alegría que bullen en el fondo de nuestros corazones.

El cronista –también poeta- continúa meditando acerca de la noche y la vida humana. Y concluye así:

Así gastamos las fuerzas, en la lucha incesante de la vida, sin tener un sitio agradable para reponerlas. No vemos siquiera un rincón azul del Paraíso, desde el lóbrego infierno en que vivimos sepultados. Sufrimos indecibles torturas. La Miseria nos ha derribado al suelo, y el Hastío se entretiene en darnos de puntapiés. Para librarnos de este último, no tenemos más que dos caminos abiertos: el de la sabiduría y el del matrimonio. Pero como andando por este nos aburrimos también, escojamos el primero, porque, como dice Virgilio: el hombre se cansa de todo, menos de aprender.

¿Qué leímos? Eso, la visión personal, íntima, anímica que un cronista organiza líricamente para poner un de sensibilidad y amabilidad sobre el plomo de los periódicos. Es eso, en esencia: una visión amable de la vida y de las cosas, aunque se escriba, como en el ejemplo de Casal, con la tinta del pesimismo y el hastío.

Apreciamos en esta crónica una mezcla de géneros engarzados por la cultura y la sensibilidad. Casal editorializa; Casal comenta; Casal especula; Casal critica. Y todo ello junto compone una crónica, género autónomo que se rige por el principio de la emoción.

Paralelamente, más o menos durante los mismos años finiseculares, en México escribía crónicas parecidas el poeta Gutiérrez Nájera. Y en París, Rubén Darío despachaba hacia periódicos de Buenos Aires y otras ciudades latinoamericanas, crónicas con temas de toda índole en los mismos términos que Casal. Y no puede asombrarnos que entre el autor de Azul y el de Nieve hayan existido afinidades. A fin de cuentas, ambos tiraban los mismos puentes de renovación literaria. Casal escribió que a Darío “cábele la honra de haber sido de los primeros en desviar el gusto público del estilo académico, mixtura de tinta y agua, (…) estilo mucilaginoso, con sabor tan insípido como el de las pastillas de goma, espolvoreadas de azúcar, que se expenden en las farmacias”. Darío, a su vez, escribió de Casal: “No tiene la fama del dulce bardo Tal, o del egregio vate Cual. Es de la familia de los aislados, de los estilistas. Cuando en Madrid Menéndez Pelayo me dijo de él que era primero de los poetas vivos de Cuba, pensé: ¡Ya es algo!”

Rubén Darío, pues, escribía en París crónicas como esta:

Sobre mi mesa de labor un buen montón de tarjetas postales, de España, y de la América Latina. Son envíos para el consabido autógrafo. Esto es usual, y no me hubiera dado tema para estas líneas si no hubiera entre ellas un retrato de M. Combes… ¡Una señorita me manda, para que le escriba algo yo, el retrato de M. Combes! El curioso colmo me hace fijarme en los asuntos de las otras tarjetas, y a través de ellos, procurar ver la personalidad de mis desconocidas y amables amigas lejanas. Hay en esos cartoncitos ilustrados las más variadas figuras en que sospechar diversos caracteres y espíritus.

Tanto Casal como Darío definen la actitud del cronista y, por ende, la esencia de la crónica como género o función. Están habitualmente al acecho de una mariposa, de cualquier tema o asunto que les revolotee en los instantes en los que se precisa encontrar el contenido de ocasión, para luego expresarlo líricamente, en un recorrido dispar, inspirado, casual, a través de la subjetividad del cronista, sin que necesite ser un especialista. Es más, a mi parecer, el enfoque del especialista mataría la crónica antes de los siete meses, como en el auténtico ensayo, género hoy contaminado de monografía y en el que lo predominante, según el aporte de Montaigne, su creador,  ha de ser el pensamiento virgen y libre del autor ante el tema propuesto.

A partir del modernismo, que trajo también influencias de las formas francesas, la crónica empezó a adquirir las suaves y nuevas libertades de la emoción. En vuelo vertical, se dispara lo emotivo. Y la crónica va dejando de ser opinión, predominante en los textos periodísticos de Enrique José Varona y Justo de Lara –dos sobresalientes cronistas contemporáneos de Casal y Darío-, para acercarse más a la poesía. He de añadir, sin embargo, que entre los escritores románticos del XIX, Anselmo Suárez y Romero preludia la crónica según las normas actuales. Lo sugieren, a mi parecer, sus estampas sobre las palmas y el guardiero.

En estos días,  los cienfuegueros celebraron el centenario del natalicio de Miguel Ángel de la Torre. Fue novelista, también cuentista. Pero fue, por encima de todo, un cronista. De la Torre es uno de los escritores que vivían del periodismo o, si no, en el periodismo. ¿Quién en su época no vivía precariamente del periodismo, porque por los libros nadie comía, salvo el crédito o la fama? Hasta el ínclito Mañach, con todos sus títulos académicos de Harvard y La Sorbona, desarrolló su obra en los periódicos. De la Torre escribió un periodismo afiliado a la crónica según el sentir modernista. Vamos a repasar algunos de sus textos, pero primeramente algunos fragmentos de la crónica titulada Sonrisa de primera plana. En uno de sus párrafos dice:

A nuestro redor, en las columnas inmediatas, el reporterismo diligente ha acopiado y clasificado la balumba de sucesos en que sale a la superficie la vida colectiva, desde las truculencias de la crónica roja hasta las engalladas reverencias de los salones sociales. Nuestra misión está en interponer unos lentes sonrosados entre los ojos del lector y un pedazo cualquiera de ese campo hirviente y pintoresco. Entonces el hecho escogido por nosotros –los cronistas, aclaro yo-,  el ponente- aparecerá a vuestra vista deformado a voluntad de nosotros, que unas veces hinchamos la realidad y  otras la empequeñecemos según nos apetezca. Los hechos, que de otra forma hubieran pasado inadvertidos, ahora capturarán vuestra atención, se adueñarán de vuestros nervios y os harán vibrar a tono con los nuestros. Unas veces reiréis regocijados y otras lloraréis compungidos.
Y sigue:

Así tolerada, al fin, la literatura en el periodismo, desde el momento en que dejaron de considerarse cronistas por antonomasia a los de los salones. Hasta entonces no se conocieron en los diarios habaneros más cronistas que Enrique Fontanills y sus apreciables cofrades. Desde entonces han surgido unos cuantos más en distintos campos, cuyas plumas se han hecho más o menos populares en esa labor cotidiana de subrayado y ático comentario a que antes me refiriera. Hoy no son muchos, pero son bastantes a redimir a nuestro periodismo de la acusación de anodino y plomizo a que lo ha hecho merecedor tanto espíritu de cobrador de cuentas metido a escritor.

Miguel Ángel de la Torre, como puede apreciarse a pesar de la brevedad de la cita, se acercó teóricamente a la crónica. Pero, repito, se destacó por escribirla como si engastara gemas. Veamos este pedazo de Marianao, playa del amor.

Era la playa de Marianao norte de toda diversión noctámbula entre la gente alegre de La Habana.El automóvil entró en aquellas latitudes de holgorio veraniego, bordeando el irregular caserío avecindado con el mar.Guirnaldas de bombillos eléctricos que pugnan por verse reflejados en las aguas, daban a aquello aspecto de feria, efecto al cual contribuían cien variados gritos.-¡A la frita, .señores! ¡A la frita! –vociferaban de un lado. Y a este reclamo, que acentuaba propiciamente el tufo a cebolla y manteca que salía del freidero, se entretejían en la total barahúnda  otros muchos.(…) La glorieta de la playa de Marianao! Ancha plaza para el baile, en cuyo redor se anillan los palcos suspendidos, sobre la inquietud musical de las olas y sobre la cual, como una cátedra, se yergue la tribuna de la orquesta (…) Ardía el salón bajo el latigazo sensual de los danzones. Las parejas de bailadores se plegaban y replegaban, fingiendo una marea lenta y acompasada (…) A tal punto hicieron entrada los viajeros del automóvil. Una de las parejas –gentil pizpireta y alocado joven señor- se sumó en seguida a la masa que bailaba, mientras la otra iba en demanda de un palquillo de los pocos desocupados; está última (pareja), formada por una cara de cera, carbón y carmín por igual artificiales, en la cual lo único vivo eran unos ojos de milagro. Se tendieron por el mar como dos gaviotas bohemias estos ojos, mientras a su lado dos bigotes perfectamente imbéciles murmuraban al camarero: -Champán.

En la prensa habanera coincidieron, como el propio De la Torre apunto, varios cronistas que adecentaron el  entonces plomo chambón de nuestra prensa. Podría nombrar a Aldo Baroni, Lugo Viñas, Miguel de Marcos, Martínez Villena. Discurrían, como inclinación de raíz, por los trillos heredados del modernismo, y llegaban a una especie de conjunción entre periodismo y literatura. Otro Miguel Ángel, pero de apellido Limia, oriundo de Baracoa, impuso su juego literario hasta el punto que Martínez Villena lo calificó como el cronista por excelencia de su generación.

Así empieza Limia a escribir la Exaltación de peregrino romántico:

YO he de irme, fatalmente, muy pronto de Santiago de las Vegas. La Habana, con su fuerte lucha de músculos, con su inmenso fragor de hierro, con su extraordinario escándalo de luces y de pasiones, me reclama imperativamente.La Habana es áspera. Esto lo sabe todo viajador. Para mí, sin embargo, tornadizo peregrino incorregible; para mí, tempestuoso escritor sin patria y sin religión y sin familia y sin afectos; para mí antiquísimo naviador desbrujulado y turbio, la Habana muestra un delicioso encanto peculiarísimo de novia sonrosada. Allí vivo y pienso mis prosas incendiarias desde hace algo algunos años. Quiero entrañablemente a La Habana, a pesar de todo lo que ya me tiene entregado de hiel. Ella y la mujer –la mujer- tierno pan del cielo, substancia divina, constituyen hoy los dos íntimos y nobles cariños de mi mugriento ensueño de adolescencia.

Veamos esta otra página.

A pesar del estilo intolerable y pedestre de mi ilustre paisano Cirilo Villaverde; a pesar de sus inhábiles capítulos de prosa tortuosa; a pesar de la protesta de mi espíritu ligero y risueño hacia los adoquines nacionales, yo me leí con entusiasmo a “Cecilia Valdés”, cuando llegué a La Habana.Me interesaban las costumbres cubanas de aquel siglo romántico en que la sabrosa mulata Cecilia correteaba, moviendo sus caderitas lúbricas de criolla, por la vieja loma católica del Santo Ángel. Conocida era de las negras pobres que durante la prima noche expendían por las esquinas del barrio bollitos y chicharrones. Conocida de todas las bodegas, por donde ella pasaba, hurtando pasas y otras golosinas. Conocida del alegre cubanito de familia rico, galanteador y libertino. Y como el escritor, con una gran comprensión del sentido curioso de la posteridad, ofrece en el principio de su obra todos los detalles de las chatas casitas coloniales en donde su protagonista nació, vivió, amó y padeció, después de la lectura del libro, yo me fui al número 21 de la estrecha callejuela de San Juan de Dios. Aún no habían sido derrumbadas las anchas paredes amarillas del Convento de Santa Catalina. El callejoncito histórico, pues, concluía allí mismo con el número 25…

Las crónicas de los dos Migueles se publicaron hacia 1923, años antes y años después. Sucesivamente la crónica fue asumiendo tinos de vanguardia con Jorge Mañach,  Rubén Martínez Villena,  Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Pablo de la Torriente, Raúl Roa. Pero a pesar de los cambios en el ritmo de la prosa y en la atmósfera -más iluminada desde entonces por la llaneza- y a pesar de la actualización del lenguaje, los ingredientes modernistas, con su manera parisiense, siguieron conformando un tipo de crónica alada, dúctil, subjetiva que, incluso, sigue vigente en aquellos cuyo concepto de la crónica sea algo más que juntar unas frases bonitas. La herencia modernista estableció que no puede haber crónica sin estilo, ni contenido, ni lenguaje que no sea elegido a través de la criba de la sensibilidad. Es propio del cronista, así, una selección estilística que ronde la poesía, sea en una crónica de remembranza, de viaje, de personaje, o de reflexión vivencial. Fueron ellos, los modernistas, desde Casal y Darío, Gutiérrez Nájera y Urbina, Gómez Carrillo y Amado Nervo, los que fomentaron la construcción de la crónica como una hazaña literaria insertada en los periódicos.

Y ellos también se opusieron, con su obra, a hacer una “cosa bonita”. Quisieron escribir obra perdurable con la sensibilidad, la cultura y el estilo del cronista. La crónica, así asumida, hizo más libre a los cronistas, al cederle un espacio dilatado para convertirse en eso que llaman ombligo y que solo es un pretexto para que circule el aire del ingenio.

La crónica, a la par que de adjetivos concebidos en originalidad y música, necesita un fondo, un contenido, ideas, cuya forma discurra guiada por el principio de la emoción o la emotividad, el lirismo o la subjetividad. No bastan, pues, palomas blancas y un cielo azul, para escribir una crónica. De esa manera,  se iría a bolina entre esas mismas palomas y sobre ese cielo azul… Como un papalote sin hilo ni rabo.


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