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PATRIA Y HUMANIDAD

EL LARGO VIAJE DEL CAFÉ

Por Luis Sexto

Ah, el café. Bebida común de los cubanos. Por la mañana, al mediodía, al atardecer. Siempre café. Negro, fuerte, casi amargo en un país de azúcar. Millones son las tazas que se ingieren diariamente, procurando el tónico que alivie la fatiga, que aligere los efectos del calor. Y a esa afición quizás se deba que un cubano sea el autor de una de las más exactas y originales definiciones del café. La escribió José Martí: “...Es la mejor forma del oro.”

El café llegó a Cuba en un complicado recorrido. Empieza hacia 1714, cuando el alcalde de Ámsterdam regaló al  rey Luis XIV una planta de cafeto. La colocaron en los invernaderos reales donde vegetó como una rareza, porque solo en Abisinia y Arabia, y desde hacía muy poco en Java y Sumatra, se cultivaba. Pero de Martinica llegó con licencia un oficial. Gabriel Desclioux creía que el café podía aclimatarse en esa isla del Caribe. Y se agenció un gajo de la planta. Creció saludablemente. Y más tarde de Martinica saltó a Santo Domingo. Y de ahí lo introdujo en Cuba Antonio Gelabert, funcionario de España en esta Isla. Transcurría 1748. El primer cafetal, pues, según  la mayoría de los historiadores, lo fomentó Gelabert en sus tierras de El Wajay, zona en el sur de La Habana, donde ya nada permanece de aquel acto tan influyente en la historia económica del país.

En una época, Cuba figuró entre los principales productores y exportadores del grano. La ruina de las plantaciones de Haití, y la urgente emigración de muchos franceses desplazados por la revolución antiesclavista, favorecieron el auge del café en la mayor de las Antillas. En las zonas montañosas de Oriente y de Occidente proliferaron cafetales franceses, aunque en el oeste del la Isla solo se asentó el 10 por ciento de la inmigración procedente de Haití. Alrededor de Santiago de Cuba permanecen todavía instalaciones de aquellas haciendas. Baste mencionar el Isabelica. Y en la Sierra del Rosario, cerca de Candelaria y Cayajabos, límites entre La Habana y Pinar del Río, se han localizado despojos y asientos de más de 50 cafetales, alguno de los cuales, como el Buena Vista conservó casi indemne la tahona, el secadero, los barracones de esclavos y las paredes de la casa de vivienda que, reconstruidos fielmente en los últimos años, ilustran al turista sobre un momento singular de la historia social de Cuba. 

Hacia la cuarta década del siglo XIX,  los aranceles impuestos por los Estados Unidos, la erosión de los suelos y el interés que suscitaba la caña de azúcar, convirtieron al café en pariente pobre de la economía insular.Viajeros que en los primeros decenios del  XIX visitaron a Cuba, incluyeron en sus cartas de relación o en sus libros impresiones sobre las haciendas cafetaleras y, en particular, anotaron la belleza ambiental, el buen gusto con que enriquecían el medio los caficultores. Famoso era el Angerona , el mayor de occidente con sus 750 000 cafetos y 450 esclavos, y uno de los más prominentes del país.  Ubicado en el Hato de San Marcos, Artemisa, la apacible existencia del cafetal se regía por una estatua de  la diosa romana del silencio, mientras el alemán Cornelio Souchay, el propietario, compartía un ardiente amor con la mulata Ursula Lambert, administradora del emporio, tema hoy de una película polémica, pero matizada de poética evocación, titulada Roble de olor.

El norteamericano John G. Wurdemann, médico de profesión, introdujo en sus Notas sobre Cuba imágenes y juicios muy favorables sobre los cafetales criollos. Visitó algunos de La jurisdicción de La Habana, como el del doctor Carlos Finlay, padre del médico homónimo que descubrirá 30 años más tarde el agente trasmisor de la fiebre amarilla.  También varios de Matanzas. A través de un criterio económico observó las diferencias de vida entre un caficultor y un hacendado azucarero. En este, la opulencia; en aquel, el buen pasar sin sobrecargar a los esclavos.  Pero el libro de Wurdemann podrá ser recordado, en especial, por haber descrito con vehemencia un cuadro muy preciso sobre los valores estéticos de los cafetales, señalados en la campiña por sus simétricas arboledas y sus jardines. Un cañaveral producía hastío, incluso rechazo, por su falta de variedad y relieve y por el dolor humano que demandaba. En cambio –aseveró el viajero-,  “el primer cuidado del plantador de café es unir su hacienda a la belleza con la ganancia”. Un cafetal  “es, en verdad, un edén perfecto”.

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