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PATRIA Y HUMANIDAD

NIETO DE ISLEÑO

NIETO DE ISLEÑO

Por Luis Sexto

Se me ha subido el isleño. No aquel con quien se jugaba cometiendo una redundancia al llamarlo bruto; más bien el que corretea por la sangre que me trasfundieron mis abuelos maternos cuando desembarcaron en los muelles de La Habana, para continuar la leyenda que con los ariques del trabajo tejieron los canarios desde el siglo XVI.

Ya son escasos, y viejos, los cubanos que repiten el descrédito con que el elemento español recalcitrante y presuntuoso, manoseaba injuriosamente al inmigrante canario durante la colonia. El choteo, la trivialidad, incluso la injusticia, pervivieron a veces en una tradición que, si no por la perversidad, se distinguió por la facultad parlotera de la cotorra. Todavía en mi niñez escuché esta cuarteta: “El gobernador del Cayo/ ha ordenado con empeño/ que quien no tenga caballo/ se monte en un isleño.”

Tal vez el fondo de esta animadversión irracional haya sido la fosforescencia rebelde de muchos cadáveres renuentes a morir. El Indio Naborí colectó en la memoria oral esta décima reveladora: “Doce vegueros de acción/ terminaron su destino/ colgados del camino/ de San Miguel del Padrón./ ¡Maldita la explotación/ del Estanco del Tabaco,/ que después de un gran atraco/ sangre veguera pedía,/ pero ha de llegar el día/ que la ambición rompa el saco.” Y Martí, con la certeza de la verdad en su estilo, les puso este epitafio: “¿Quién que peleó en Cuba, dondequiera que pelease, no recuerda a un héroe isleño?”

¿Bruto era el isleño, dice usted? Pregunto o me preguntan para poder proseguir esta crónica familiar. Y respondo con lo que sabemos. La canaria Catalina Hernández construyó el primer trapiche productor de azúcar de caña en Cuba. Y más de doscientos años después, un hacendado de origen canario, el conde de Jaruco, don Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas, fue el primero en utilizar la máquina de vapor para mover, el 11 de enero de 1797, las mazas del Seybabo, ingenio de su propiedad, y aunque la inversión fracasó, dos décadas más tarde el vapor comenzó a sustituir la energía animal. Ambos, sin embargo, son excepciones, hitos extremos de un curso histórico, porque entre la primera y el segundo, y más acá, el común de los inmigrantes canarios no  mezcló su suerte con la fabricación de azúcar, ni con la minería ni la cría de ganado. Se dedicaron a la agricultura menuda y al tabaco.

Afortunadamente aún se conserva el nombre de uno de los primeros canarios empeñados en el cultivo de la hoja mágica. Los fumadores debían tal vez santificarlo y rendirle culto en el humo azulenco que sube a los cielos desde el incensario de un habano. O los fabricantes  torcer un puro que perpetúe, en la mejor breva, la identidad del isleño que comenzó a acumular la sabiduría agrotécnica que honra a Cuba y también a las Canarias. Se llamó Demetrio Pela. Y su  pericia se desenvolvió  bajo el magisterio del indio Erio-Xil Panduca.

También sabemos que no es todo.  Porque a la cultura en Cuba suele dársele un origen literario, y para ciertos investigadores parte del Almirante Cristóbal Colón cuando anotó en su Diario las impresiones iniciales que le produjo la naturaleza prodigiosa de la Isla. Y en particular aquella reacción sacramental –modelo de la después tan cubana exageración- de “nunca tan hermosa cosa vido”. Podemos coincidir en que es un respetable punto de partida. Pero el canario sentó también su presencia en la cultura en los tiempos liminares cuando la Isla quería poner, trabajosamente, sobre el cuero exportable de la res, y en el trapiche, o en la vega, el señorío de la sensibilidad.

Silvestre de Balboa Troya y de Quesada, oriundo de Gran Canaria, anunció dentro de estrofas clásicas, los tanteos iniciales de la criolleidad poética, los lances formadores de lo cubano en la literatura. Espejo de Paciencia –compuesto en 1608 y estructurado en dos cantos y 145 octavas reales- no es un poema trascendente por su intrínseca propiedad estética. Expresa la incipiente asimilación, la lenta interiorización de la naturaleza y la vida criollas en la conciencia social de la Isla. Y perdura como acta del alumbramiento del diccionario autóctono de la flora y la fauna de Cuba. Demetrio Pela, maestro del veguerío tabacalero, y Silvestre de Balboa, el primer criollo con paciencia bastante para escribir un poema tan largo, conversan sobre aquel  descrédito moral e intelectual echado encima de los isleños. ¿Brutos nosotros, Demetrio?  Y mientras Silvestre caza un verso sobre una hoja de yagruma, Demetrio lo envuelve en el humo del futuro “cazador” que enloquecerá al mundo, aunque yo, uno de sus nietos, no fume.

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