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PATRIA Y HUMANIDAD

LA LECTURA, UNA MÉDICA Y "LA CELESTINA"

LA LECTURA, UNA MÉDICA Y "LA CELESTINA"

 

Luis Sexto

Cuando leo un libro digital siento tanta frialdad que imagino que estoy pasado de moda, porque, según ciertas opiniones y costumbres,  lo actual es leer sobre cristales. Es decir, leer los ebooks. El libro de papel oye ahora los tambores agoreros de su próxima muerte. Ciertos pensadores, ciertos periodistas, ciertos especialistas no pueden enjuiciar el desarrollo de los medios de comunicación sin decretar la muerte de los que existieron primero. Por lo tanto, como  es el momento de decir: Viva el libro digital, también hay que anunciar la muerte del otro, del que acompaña a la humanidad desde las primeras grandes civilizaciones.

 ¿Pero será cierto? ¿El libro de papel perecerá? Habitualmente, las bolas de cristal confirman con el tiempo que sus pronósticos suelen resultar fallidos. ¿No parece que hay excesiva petulancia en el orbe intelectual o seudointelectual ? Cuando surgió la radio, también se profetizó la desaparición de los periódicos impresos, y cuando llegó la televisión, se cantó la marcha fúnebre por la probable extinción de la radio y los textos impresos. Según discurrieron los años, todo siguió igual; cada medio siguió ocupando su espacio, y el único problema ha residido en que a veces se repiten, porque ciertos realizadores no saben emplear el lenguaje propio de cada uno. Falta creatividad. Hace rato que el periódico debió modificar el encabezamiento tradicional de sus noticias, si ya la radio y la TV las difundieron antes…

 Con respecto a los libros digitales pasará lo mismo: tendrán su espacio, mayoritario quizás, pero los de papel seguirán deshojándose entre nuestras manos. Tienen tantas ventajas. Y se establece tanta familiaridad entre el lector y el libro cuando se palpa, se subraya, se anota, se conserva, se acaricia, y se mira como se observa un cuadro, sin  contar que tal vez leer en papel haga menos daño que leer en una computadora,  o en un un tablet, o tableta, como se suele decir.

 Lo que me parece indiscutible es que nadie se vuelve mejor lector porque se afilie a la última moda. Mal lector lo es cualquiera, lea mediante un papel o a través de un cristal.  Y, por otra parte, los lectores de libros  no parecen abundar, porque el hábito se consolida desde edades tempranas. Es decir,  con los días  y el ejercicio.  Además, justificaciones para no leer sobran. Que me entra sueño. Que los espejuelos ya no me sirven. Que la picazón en los ojos. Que no tengo tiempo… Por ahí, por las rendijas de ese tranque de justificaciones se escurre la lectura. 

Lo más inquietante reside en los costos del editor, y en el costo de los lectores. Sea digital o impreso, el libro lamentablemente es un negocio. Y hoy por hoy sus precios son muy elevados en el mundo. Hace poco, alguien pagó por mí, en Bogota, más de 25 dólares, por ese remedo de fraude, pregonada su venta desde órbitas siderales, titulado Gabo no contado, cuyos textos García Márquez, contador por excelencia de sus propios actos e ideas,  había contado en diversos y numerosos medios. Nada nuevo o distinto leí. Más bien, el valor del volumen está en las fotografías, el diseño y el papel fino. Ojalá alguna vez las sociedades puedan subsidiar la impresión de libros. En Cuba,  país  que insiste en defender su vocación solidaria, de justicia social, tendremos que llegar a la conclusión de que si de verdad queremos que la lectura sea una costumbre, una necesidad de los ciudadanos, tendrá el libro que subsidiarse, adecuarse a las posibilidades domésticas. En una época, ya casi prehistórica,  cada ejemplar en una edición popular del Decamerón costaba unos 50 o 70 centavos…  Ocurría en aquellas jornadas de oro de los 1980 y años anteriores. En Cuba, el precio no reflejaba el costo de impresión, ni la calidad de la obra.  ¡Oh, tiempos! !Oh, costumbres!

Resumiendo: no leer -literatura, historia, ciencia, técnica- implica ser pobres, pobres de una pobreza que nos empobrece dentro, en nuestro reducto espiritual. Puedo, incluso atreverme a decir, como diría un pensador cuyo nombre se me ha extraviado, que quien sólo medicina sabe, ni medicina sabe.  Y  a propósito una médica  me demostró cuánto sirve la lectura literaria al conocimiento especializado.  Después de oír mi padecimiento, dijo: Ese síntoma suyo aparece en La Celestina. Como ustedes saben esa  es una obra del teatro clásico español. Y ya pueden imaginar qué  ojo tan zahorí se agregaba al conocimiento y  las lecturas  específicas de aquella doctora en medicina que me consultó una vez durante mi primera juventud.

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