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PATRIA Y HUMANIDAD

LOS MUERTOS HABLAN EN SUEÑOS

LOS MUERTOS HABLAN EN SUEÑOS

Luis Sexto

 Capítulo del libro titulado El cabo de las mil visiones, publicado por la editorial Letra viva y que está a la venta en Amazon y en e-Book

El por qué murió el oriental está claro. Vino calladamente, no divulgó su secreto sino antes de morir, y por eso nadie podía pedirle cuentas. Lo mató el monte. Dentro de esas ramazones donde al atardecer ya usted no se ve ni las manos, cualquiera  se pierde al dar sólo media vuelta. El monte es como un ojo enorme que, pareciendo cerrado, vigila, persigue, ataca, y en cualquier parada, mientras usted resuella y se sacude el sudor, lo pica algún insecto que incluso le puede inutilizar el brazo o la pierna si no va rápidamente al médico. En el Vallecito verá a Modesto Corrales. A los 14  años lo picó una mosca mexicana; se rascó, le brotó una burbujita parecida a la roncha de un mosquito. Y luego fiebre alta, hinchazón, una llaga. Al año y medio sanó y le quedó una cicatriz feísima, como la costura de un saco de azúcar, en el brazo cerca del pulso.

Pero hoy, a los 73, Modesto vive todavía con su mano izquierda tiesa, inservible, jorobada como una escuadra de carpintero o como gancho de carnicería. Un turista mexicano me dijo hace poquito que esa mosca, que no es propia de Cuba, es posible que llegue en las patas de la paloma aliblanca al migrar hacia Guanahacabibes junto con 90 especies más de pájaros. En México curan la picada con hojas de tabaco machacadas. Aquí, los médicos de hoy abren la picadura con sus cuchillas y sacan todo el tejido dañado. Si no Cheché Rey y Matilde y Rosa Cordero hubieran perdido también uno de sus brazos... Y cualquiera perdería la vista si, luego de tocar el árbol del pini piní, o el pinipiniche, y mojarse las manos con su savia, se frotara los ojos...  O sufriría una reacción alérgica, hinchándose, si se acomodara a la sombra de una mata de guao, que suelta pelusitas casi invisibles...

En ese monte tan enemigo descansan los tesoros. Y aunque nunca se ha sabido cómo el oriental averiguó el derrotero de sus minas, algunos dicen que reciben la comunicación en sueños. A un amigo mío, de nombre Daniel Borrego, que le llamaban Martí, le estuvieron confesando durante tres años los enigmas de un tesoro. En ciertas noches, cuando Daniel se acostaba, lo poseía como un embeleso. Una vez se le apareció la tripulación de un barco y el capitán lo conminó: ¡vamos! Y lo llevaron a un lugar de la costa sur que Daniel en su sueño identificó como la caleta del Piojo, por su arena blanca formando una herradura entre dos puntas de diente de perro, y detrás un uveral. El jefe de aquellos hombres le ordenaba: ¡escarba, escarba! Pero Daniel no escarbateaba.

Mucho tiempo después vinieron unos americanos. Partieron del puerto de la Fe, que está en el norte y hacia el este de la península; se bajaron en Bolondrón, embarcadero por donde los leñadores del Cabo enviaban a los pueblos madera y carbón llevándolos a la costa en un cuche, ese ferrocarril estrecho, movido a mano, tirado sobre el agua y las piedras. Caminaron hacia el sur como unos cuatro kilómetros, hasta mi casa, y caminaron luego otros cuatro para llegar a la caleta del Piojo. Los americanos habían venido con un negrito espiritista o santero, no sé, que con sus intuiciones los guíaba. Rompieron las lajas de la costa para cavar y, de pronto, como si un viento malo los hubiera enloquecido, empezaron un tiroteo entre ellos mismos, y todos se desparramaron con tanto miedo que les resultó una pesadilla el hallar calma y reagruparse para irse de aquel lugar maldito. El espíritu del muerto, al parecer, los azuzó a la pelea. Esa mina no era para ellos.

El tesoro de la Catedral de Mérida ha sido buscado, rebuscado, y nadie ha podido encontrarlo. Lo enterraron en Los Morros. Y aseguran que para rastrear el punto exacto, hay que abordar una embarcación y desde el mar ubicar una cruz pintada sobre una roca. Debajo está un crucifijo. Un metro y pico de oro macizo y otras locuras. Muchos han vagado mirando hasta con anteojos, pero la pintura de la señal se empañó con el tiempo o es pintura invisible que sólo podrá ver aquel a quien el pirata que la robó quiera beneficiar mediante un manifiesto. Aunque estoy sospechando que el tesoro de Mérida, o la mina de cabo Corrientes como también lo conocen, no está en el sitio donde tanto se comenta.

Me he enterado de que hace años, cuando todavía se entraba por el mar, el cura de Guane registró en las cercanías de la playa de Perjuicio. Nunca, que yo recuerde, un cura entró en El Cabo para predicar. Tal vez hubiéramos sido distintos. Ahora bien, la Iglesia, que tiene una sabiduría muy vieja, podría estar interesada en ese enterramiento, porque de cualquier manera que veamos el problema esas riquezas las sacaron de un templo, y  tal vez el cura averiguó algo más y puede ser que el tesoro esté  por ese otro lugar y no por donde se afirma con tanta certeza. Aunque hoy se está diciendo que lo escondieron en Las Persipinas, cerca de cabo Corrientes, hacia el farito automático.

Pero en eso de minas no hay palabra cierta, firme. Existe mucha gente interesada en comentar lo que cree u ocultar lo que sabe. Yo me sé cuatro historias distintas del tesoro de la Catedral de Mérida. Pero la más aceptable es esa que cuenta que los españoles quisieron guardar toda esa riqueza en La Habana, que en el siglo XVIII era la ciudad más fortificada de América. En el barco Princesa de Toledo  embarcaron 640 libras de oro en barras, veinte botijas de barro rebosantes de monedas de oro,  muchos candelabros y la corona de la Virgen. Y el crucifijo. Todos de oro también. Avistando El Cabo, varias embarcaciones  inglesas empezaron a perseguir a la nave. Ya achicaban la distancia cuando el capitán español comprendió que jamás tocaría a La Habana con el tesoro. Desembarcó en el litoral sur de Guanahacabibes, próximo a  cabo Corrientes. Y bajó aquella riqueza. La escondió en el monte. Y siguió viaje pensando volver en momento más oportuno. Pero no entró jamás en  puerto. Desapareció en lo que le faltaba de la travesía, quizás bajo la venganza de los piratas, que quisieron así compensar la inutilidad de su ataque.

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