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PATRIA Y HUMANIDAD

IBA POR UN CAMINO…

IBA POR UN CAMINO…

Por Luis Sexto

 

Empecé a formarme como los  peripatéticos aprendían las lecciones de Aristóteles: caminando. En el seminario salesiano donde me invitaron a perseguir el perfil de montaña de la cultura y la ética, caminar componía una asignatura de obligatoria cátedra sabatina. Nadie podía burlarla. Hacerle fraude. Vamos, arreen. Que hoy vamos a Guanabacoa. O al Cacahual. Y estábamos en un punto entonces perdido en las márgenes del Almendares, en Arroyo Naranjo.

 

Todavía hoy permanecen en mis piernas aquellas lecciones de estoicismo trotamúndico. Estoy -le dije no más ayer a una amiga digital- orgulloso de mis piernas, aunque sean flacas, ridículas. Tan escuetas, tan de lápiz son que en 1992, al terminar una quincena de trabajo agrícola en Novedades, Alquízar, gané un concurso de Míster Canilla. Y juro que el jurado fue imparcial. Las piernas compitieron a rostro cubierto, en un anonimato que protegía una sábana, provisionalmente asumida como cortina. Y estoy orgulloso, porque todavía gustan de la marcha; vibran en un orgasmo de control remoto, cuando, al partir, calculan cuanto resta por andar. 

 

Una vez entre otras, me echo a la calle dispuesto a llegar al periódico a pie. Y en algún momento me he topado con ciertos colegas cuyo crédito de pagadores de promesa exalto hoy. Tommy, el caricaturista de DDT, o Luis Jesús, el periodista de Trabajadores. ¡Cuándo no caminan ambos! El siglo en que logren un vehículo, imagino que lo conservarán  en una vitrina doméstica. La adicción al asfalto o al polvo les impedirá ser desleal a la tradicional suela sobre la que uno habitualmente los ve. Y al recordarlos compadezco menos a quienes, en una intersección de la calle Línea –tal vez G- piden a los automovilistas el favor de subirlos hasta 23: solo cinco cuadras. 

 

El ejercicio de las piernas integra el recetario de los médicos. Hipertensos y obesos, cardíacos e isquémicos, reciben, en alguna etapa de sus visitas al consultorio, la recomendación de caminar. Así, en ese aspecto salutífero, no podré aportar ninguna fórmula que cincele mi nombre en una tarja. Últimamente leí que andar a pie colabora a mantener el equilibrio mental.

 

En lo atinente a mi costumbre, caminar favorece el pensar. Todos esos sueños que me mantienen despierto –inmune a la desilusión- los fui empalmando mientras caminaba al pairo, sin rumbo precocido, que resulta el modo más provechoso de andar. Uno se detiene a oler cualquier flor del camino. O recoge las hojas que los transeúntes desechan. O se bifurca hacia un resplandor inusual. Y como no está urgido por el dogma del itinerario, uno halla, en esa parsimonia del ánimo, si de periodistas tratamos, la idea de esta crónica dominical.

 

El trabajo se ha beneficiado con mi fervor por el Camino de Santiago. En 1979, peregrinando con un fotógrafo sobre los pasos de Camilo Cienfuegos, en el aniversario 20 de su desaparición, desde Yaguajay nos dirigimos a General Carrillo –mi pueblo, además- donde el sombrero alón del guerrillero se había detenido para liderar una conferencia azucarera en 1958. En Jarahueca, el móvil ferroviario que comunicaba a ambos caseríos no pudo beber ese día la gasolina. Habría, por tanto, que esperar a mañana. Y decidí ir a pie. El fotorreportero, profesional por vocación, me siguió en silencio sobre el barro de los aguaceros recientes, hasta consumir los nueve kilómetros de la distancia. 

 

Catorce años más tarde, nos hallábamos en Bayamo. Acumulamos datos e imágenes para varios reportajes, y al preparar el regreso a la revista  Bohemia, no hallamos ómnibus. Ni avión. Y cuando estoy en un sitio que no es el mío, y termino lo que allí me llevó, los minutos de sobra me desesperan, de modo que, tras la fatigosa y estéril gestión, en tono un tanto desarbolado, le dije al fotógrafo que habláramos con el gobierno provincial, y si no pueden resolver para hoy o mañana, arranco a pie por la  Carretera Central hacia La Habana y solo me detengo si alguien se compadece… Y mi colega, quizás  recordando mi reputación de caminante, me suplicó lastimeramente: No, Luis, por tu madre…  Que no es lo mismo.  

 

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