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PATRIA Y HUMANIDAD

UN HOMBRE DEL 98 EN CUBA

UN HOMBRE DEL 98 EN CUBA

Luis Sexto 

Una ciudad revela a veces sus secretos más interesantes tras un sepulcro perdido, o una lápida. Cuando llegué a la ciudad de Cienfuegos en 1987 con la credencial de reportero de la revista Bohemia, de La Habana, visité el cementerio de Reina. Entonces pocos sabían –quizás nadie- que en una tumba sin identificar, inundada por las aguas de la bahía, flotaba la huesa de Francisco Picasso Guardeño, abuelo materno de Pablo Ruiz Picasso, como acaba de revelar La historia secreta de Picasso, libro audaz, polémico, del cubano Jorge Garrido. Pero aquel día, hace 19 años, hallé la ilusión de una historia en el frontis de un nicho con el nombre y el apellido de uno de los escritores culminantes de la Generación del 98. No pertenece, desde luego a Ramiro de Maeztu, sino a un pariente homónimo, tal vez su abuelo, cuya familia poseyó en el siglo XIX un ingenio azucarero, el Pelayo, sito en la comarca de la llamada Perla del Sur, en la región central de la Isla.

Lo primordial de esta historia es que Ramiro de Maeztu, el agónico y desafortunado apologista de la “España tradicional”, vivió los años aprendices de su juventud en Cuba. Y aunque nació en la Península, su padre fue cubano; la madre británica. La cultura materna significó, en su obra, una especie de punto de referencia para contrastar a España: anduvo preguntándose en sus meditaciones de ensayista por qué, de acuerdo con su visión, los anglosajones eran más prósperos y superiores. Esa fue, desde luego, una de las paradojas de un espíritu que promoviendo un viraje noventayochista “Hacia  otra España”, proponía la vigencia de la  misma, la eterna.

Ramiro de Maeztu y Witney nació en Vitoria, capital de Álava en 1874. En el 91 llegó a Cuba por primera vez. Ya el ingenio Pelayo era ruina bajo la crisis española y la presencia de los trusts norteamericanos. El joven Maeztu aprendió a vivir en la cartilla del sol del Caribe, porque bajo su       trabajó para merecer la cena. Apropiado ejercicio para un futuro escritor. Qué cosa humana podría serle extraña, si fue pesador de azúcar, y pintor de chimeneas y paredes, e impulsor de carros con masa cocida, en las doce horas que discurren entre la claridad que se pierde por la tarde y la que reaparece al amanecer.

Durante 1894 regresó a Madrid y volvió a La Habana. Eran los días previos a la insurrección del 24 de febrero de 1895. Maeztu, hijo de cubano, transitaba entre los criollos, y español de nacimiento, hablaba con sus compatriotas, en un tiempo de negaciones e intolerancias de uno y otro bando. Intuyó el desastre colonial de España. Y en esos momentos que coadyuvaron a que la Generación del 98 pensara y promoviera una ruptura con el siglo XIX, Maeztu comenzó a escribir en Cuba sus cuartillas inaugurales. Retornó a la Península en 1897.

Los periódicos compusieron posteriormente el soporte habitual de su ensayística, tan polémica, peleadora y sufriente como la de Miguel de Unamuno. Tal vez Maeztu fue víctima de su sinceridad, de su lenguaje beligerante, de su apego inflexible a los giros de la derecha tradicionalista. Y la República quizás no lo comprendió, ni aceptó, y cuando estalló la Guerra Civil en 1936 lo pegaron al paredón. Un año antes había ingresado en la Academia de la Lengua. Tragedia de la cultura. Como  trágico el fusilamiento de García Lorca. Muerte por muerte. Quizás los dos signos beligerantes de una España contradictoria e inconforme, clavada entre dos fuegos, quedaron tablas. O nunca tuvieron conciencia de lo que habían hecho.

Lo que nos importa ahora, sin embargo, es que Ramiro de Maeztu mantuvo a Cuba como una referencia edénica en su memoria.  El l6 de noviembre de 1926 escribió en el Sol, de Madrid: “¡Tierra de sueños, tierra de hadas, tierra de maravillas! Si no me crié a tus pechos, de tus campos salieron las cañas que me sostuvieron en la infancia: el colegio y el pan... Cuba es el paraíso de la tierra. La belleza de Cuba es tan completa que ninguna descripción podría hacerle justicia.”

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